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El monstruo de las galletas – Vernor Vinge

A pesar de su innovación en ciencia ficción, a pesar de la cantidad de premios que han obtenido sus novelas y relatos, a pesar de ello, podemos afirmar que Vernor Vinge sigue siendo un desconocido para la mayoría de los lectores de ciencia ficción. No un desconocido al uso (casi todo el mundo conoce sus novelas «Un fuego sobre abismo» o «Náufragos en tiempo real», usualmente incluidas entre las mejores novelas de ciencia ficción), pero a la hora de nombrar a un autor relevante de ciencia ficción siempre se acuerda uno de otros autores (un Heinlein, un Clarke, un Scott Card, una Willis…) pero rara vez nos viene Vervor Vinge a la memoria. Quizá por su limitada producción de novelas, de las cuales sólo cuatro están publicadas en castellano; o porque sus relatos han sido mayoritariamente ignorados incomprensiblemente por los editores españoles [1] . Y eso que Vinge siempre ha tratado temas capitales en la ciencia ficción. Fue uno de los primeros impulsores del cyberpunk con su novela «True Times» (1981), de dónde bebieron posteriormente muchos otros autores; revolucionó el space opera y la ciencia ficción dura con «Náufragos en tiempo real» (1986) y «Un fuego en el abismo» (1992); y siempre ha escrito relatos en los que abundaba en nuevos temas y situaciones, alejándose muchas veces de los clichés del género. O tal vez, gran parte del desconocimiento de Vinge como autor se deba a la casi imposibilidad de encontrar sus libros en castellano, ya que, a diferencia de otros autores, no se han reeditado las novelas, pese a llevar muchos años descatalogadas. No obstante, Vinge es una referencia de la ciencia ficción en Norteamérica, y con el tiempo será considerado de la misma manera en España. Y para muestra, las dos novelas cortas que se publican en este volumen, de lo más premiado y reconocido de su producción. «El Monstruo de las Galletas», que ganó el Hugo y el Locus en 2004 es una novela que se podría definir como la unión de William Gibson y Philip K. Dick. Una aventura que empieza con un simple e-mail a una chica de atención al cliente de una gran compañía, va in crescendo hasta el desenlace; Vinge hace todo un ejercicio de pulso narrativo que mantiene al lector pegado durante las cien páginas del relato. «Acelerados en el Instituto Fairmont», ganador del Hugo en 2002 y finalista del Nebula, nos acerca a un futuro cercano de la mano de unos niños de trece años, alumnos de un instituto de última generación; y lo hacemos asistiendo a uno de sus exámenes más polémicos. Vinge desborda imaginación y humor en esta novela corta (precisamente su última novela «Rainbow’s End» se sitúa en el mismo mundo y con los mismos protagonistas). Pero Vinge no siempre es un autor fácil; su vasta formación científica (fue profesor de matemáticas en la Universidad de California), hace que use términos o referencias no siempre fáciles para el lector. Pero pueden hacer una cosa: apunten los términos o referencias que no entienda, mientras leen las novelas. Después búsquenlos en una enciclopedia o en la wikipedia, y vuelvan a leer las novelas con esos nuevos conocimientos. Las disfrutarán el doble, créanme. Esperemos que este libro ayude a la edición del resto de relatos de Vinge o a la necesaria reedición de sus novelas más emblemáticas, y que llevan camino de ser desconocidas para las nuevas generaciones de lectores que se incorporan cada día a la ciencia ficción y que sin ellas quedan huérfanos de dos obras capitales para entender y disfrutar el género. Ramón G. Delagua EL MONSTRUO DE LAS GALLETAS El hombre es «el animal que establece lazos temporales». Pero en el futuro, esa sencilla afirmación puede adquirir significados que Korzybski nunca imaginó. —¿Y qué te parece tu nuevo empleo? Dixie Mae levantó la vista del teclado y distinguió un rostro granuloso escudriñando al suyo por encima de la partición del cubículo. —Mucho mejor que estar volteando hamburguesas, Víctor —dijo ella. Víctor dio un salto para que todo su rostro quedara a la vista. —¿Sí? Se va a quedar anticuado muy pronto.


En realidad, Dixie Mae sentía lo mismo. Pero dedicarse a la atención al cliente en LotsaTech era un empleo de verdad, era poner un pie en la puerta de la mayor compañía de alta tecnología del mundo. —¡Déjame en paz, Víctor! Es nuestro primer día —en realidad, era el primer día si no contaba los seis días de clases de familiarización con el producto—. Si no puedes soportar esto, es porque tienes la capacidad de atención de un grillo. —Eso es un signo de inteligencia, Dixie Mae. Soy lo bastante capaz como para saber qué es lo que no merece la atención de una mente creativa de primer orden. Grrr. —Entonces tu mente creativa de primer orden va a estar fuera de esta calabaza para finales del verano. Víctor le dedicó una sonrisa burlona. —Buen argumento —pensó un segundo y luego continuó en voz más baja—. Pero verás, eh…estoy haciendo esto para conseguir material para mi columna del Bruin. Ya sabes, grandes titulares como «Los Nuevos Centros de Explotación» o «Muerte por Aburrimiento». Aún no he decidido si escribirlo para que provoque risas o si inclinarme por una de más conciencia social. En cualquier caso… —bajó la voz un punto más— pagaré mi fianza y saldré de aquí, um, para finales de la semana próxima, sufriendo así un mínimo de daño cerebral por culpa de toda esta sórdida experiencia. —¿Y no te estás tomando en serio la asistencia a los clientes, eh, Víctor? ¿Sólo les das cómicas instrucciones falsas? Las cejas de Víctor se elevaron bruscamente. —Te informo de que me estoy comportando de modo articulado y servicial, con toda seriedad… al menos hasta dentro de uno o dos días —una sonrisa de comadreja se arrastró por su cara—. No comenzaré a ser el Bastardo Consultor del Infierno hasta inmediatamente antes de renunciar. Tenía sentido. Dixie Mae volvió al teclado. —Muy bien, Víctor. Mientras tanto, ¿qué tal si me dejas hacer el trabajo por el que me están pagando? Silencio. ¿Un silencio irritado, ofendido? No, era más un silencio lascivo de «te desvisto con los ojos». Pero Dixie Mae no levantó la vista. Podía tolerar tal silencio, siempre y cuando la lascivia no pudiera estirar un brazo y alcanzarla. Pasado un momento, se oyó el sonido de Víctor dejándose caer nuevamente en la silla del cubículo vecino.

El viejo Víctor había sido un dolor de cabeza desde el principio. Era sagaz con las palabras; si quería, podía explicar las cosas tan bien como cualquiera que Dixie Mae hubiera conocido. Al mismo tiempo, insistía en restregarle por las narices lo educado que era y cuánto de callejón sin salida tenía este trabajo de soporte al cliente. El Sr. Johnson —el tío que dictaba el curso de familiarización— era un instructor estupendo, pero el sabelotodo de Víctor había puesto a prueba la paciencia de ese hombre durante toda la semana. Sí, Víctor realmente no encajaba en este lugar, pero no por los motivos de los que él se jactaba. Dixie Mae tardó casi una hora en terminar de responder siete consultas más. Una le exigió algo de investigación, ya que era una pregunta caprichosa sobre el Voxalot para Noruega. Muy bien, este trabajo sería anticuado dentro de pocos días, pero esto de ayudar a la gente inspiraba una sensación de virtud. Y por las charlas del Sr. Johnson ella sabía que, siempre y cuando entregara la respuesta antes de la hora de cierre esa noche, no había problema en que pasara toda la tarde investigando cómo hacer para que el programa de voz de LotsaTech reconociera las vocales noruegas. Dixie Mae nunca antes se había dedicado a atención al cliente; hasta los exámenes del Profesor Reich de la semana anterior, era cierto que su trabajo con mejor sueldo había sido voltear hamburguesas. Pero, como todo el mundo, con frecuencia había sido víctima de la atención al cliente. Dixie Mae compraba un libro nuevo o un bonito vestido y éste no le quedaba bien o aquél se rompía, y entonces, cuando escribía a Atención al Cliente, no le contestaban, o enviaban inútiles respuestas enlatadas, o trataban de venderle otra cosa, mientras hablaban todo el tiempo de que su mayor objetivo era servir al cliente. Pero ahora LotsaTech estaba cambiando todo aquello. Sus altos ejecutivos se habían dado cuenta de lo importante que era tener humanos de verdad para asistir a los clientes humanos de verdad. Estaban contratando centenares y centenares de personas como Dixie Mae. No les pagaban mucho, y esta primera semana había sido bastante difícil, puesto que estaban todos encerrados allí desde el curso introductorio acelerado. Pero a Dixie Mae no le importaba. «LotsaTech es mucha Tecnología» [2] . Antes, ella siempre había pensado que el lema era estúpido. Pero LotsaTech era enorme: hacía que IBM y Microsoft parecieran pececillos de agua dulce. Eso la había puesto un poco nerviosa, pues imaginaba que acabaría en un recinto más grande que un campo de fútbol, con diminutos cubículos-oficina extendiéndose hasta el horizonte. Bueno, el Edificio 0994 tenía pequeños cubículos, pero el grupo de trabajo era de quince personas muy agradables… dejando a Víctor de lado por el momento. Su piso de oficinas tenía ventanas que daban a los alrededores: una vista panorámica de las montañas de Santa Mónica y de la cuenca de Los Ángeles.

¡Y la pequeña Dixie Mae Leigh tenía su escritorio exactamente al lado de una de esas ventanas! Seguro que hay Directores Ejecutivos que no tienen una vista tan buena como la mía. Aquí era donde uno podía entender un poco lo que significaba el «Lotsa» de LotsaTech [3] . Justo frente al E0994 había canchas de tenis y una piscina. Había decenas de edificios similares diseminados por la ladera de la colina. Un campo de golf cubría el cerro siguiente, y detrás de éste había más terrenos de la compañía. Estos tíos tenían dinero como para comprar la cima del Cañón Runyon y zambullirse desde allí. Y esta era apenas la filial de Los Ángeles. Dixie Mae había crecido en Tarzana. Desde el valle, los días despejados, podían verse las montañas de Santa Mónica extendiéndose indefinidamente hasta perderse en la niebla. Parecían fuera de su alcance, como salidas de un cuento de hadas. Y ahora ella estaba aquí arriba. La semana próxima traería sus prismáticos a la oficina, recorrería la ladera norte y tal vez, bien abajo, encontraría el sitio donde seguía viviendo su padre. Mientras tanto, a seguir trabajando. Las seis consultas siguientes fueron fáciles, de gente que ni siquiera se había molestado en leer la única página de instrucciones que venía con el Voxalot. Sería difícil responder tales mensajes con cortesía cuando los viera por milésima vez. Pero lo intentaría…y hoy podía comenzar a practicarlo, usando joviales especificaciones que establecían lo obvio y que señalaban a los clientes, con toda gentileza, dónde encontrar más información. Luego llegaron un par de desafíos a su inteligencia. Maldición. No podría terminarlos hoy. El Sr. Johnson les había dicho: «cualquier cosa que empecéis, terminadla el mismo día»… pero tal vez le daría permiso para trabajar en estas consultas el lunes a primera hora. De verdad quería responder bien las difíciles. Todos los días aparecerían las mismas preguntas tontas. Pero también habría nuevas preguntas difíciles. Y finalmente ella se volvería muy, muy buena en el manejo del Voxalot.

Más importante aún, aprendería a manejarse bien con las preguntas y con la organización. ¿Qué importaba que hubiera echado a perder los últimos siete años de su vida y que nunca hubiera podido terminar la universidad? Poco a poco iría mejorando, hasta que en unos pocos años sus estupideces del pasado ya no importaran. Algunos le habían dicho que tal cosa no era posible hoy en día, que realmente se necesitaba tener un título universitario. Pero las personas que trabajaban duro siempre habían podido triunfar. Allá en el siglo veinte, muchísimas estenógrafas del montón habían triunfado. Dixie Mae suponía que el soporte al cliente era un punto de partida casi de la misma especie. Cerca, alguien lanzó un silbido apagado. Víctor. Dixie Mae no le hizo caso. —Dixie Mae, tienes que ver esto. No le hagas caso. —Te lo juro, Dixie, esto es único. ¿Cómo lo hiciste? He recibido una consulta entrante para ti, a tu nombre. Bueno, casi. —¡¿Qué?! Envíamela aquí, Víctor. —No. Acércate y echa un vistazo. La tengo justo frente a mí. Dixie Mae era demasiado baja para mirar por encima de la partición. Joder. Tres pasos la llevaron hasta el corredor. Ulysse Green asomó la cabeza fuera de su cubículo, con una expresión inquisitiva en el rostro. Dixie Mae se encogió de hombros y puso los ojos en blanco, y Ulysse retornó a su trabajo. El sonido de los dedos sobre las teclas parecía el de unas esporádicas gotas de lluvia (en el país de los cubículos, los Voxalots no estaban permitidos). El Sr.

Johnson había estado por allí más temprano, respondiendo preguntas y, en general, asegurándose de que todo marchaba bien. Ahora mismo debía de estar de regreso en su oficina, al otro lado del edificio; el primer día nadie haraganeaba y prácticamente no hacía falta preocuparse. Dixie Mae se sentía un poco culpable por desmentir eso, pero… Entró de sopetón en el cubículo de Víctor y se apoderó de una silla vacía. —Mejor que esto sea importante, Víctor. —Júzgalo tú misma, Dixie Mae —miró a la pantalla—. Vaya… perdí la ventana. Un segundo. — Se puso a chapucear con el ratón—. ¿Así que has estado poniendo tu nombre en los mensajes de salida? Es la única manera que puedo imaginar en que pueda ocurrir esto… —No, no lo he hecho. Hasta ahora he respondido veintidós consultas, y siempre como AnnetteG. La firma falsa se ponía sola al oprimir la tecla «enviar». El Sr. Johnson decía que eso servía para proteger la privacidad del empleado y para inspirar en los usuarios una sensación de continuidad, aun cuando las preguntas de seguimiento rara vez volvieran al operador original. El Sr. Johnson no tenía que aclarar que también servía para asegurarse de que el personal de soporte de LotsaTech fuese intercambiable, sin importar que estuviesen trabajando en el centro de servicios de Lahore, de Londonderry… o de Los Ángeles. Hasta ahora, esa había sido una de las pocas desilusiones de Dixie Mae con este empleo: nunca podría mantener una relación de asistencia constante con un cliente. ¿Y entonces de qué diablos se trataba todo aquello? —¡Ah! Aquí está —Víctor hizo un gesto hacia la pantalla—. ¿Qué deduces de esto? El mensaje había entrado por la dirección de ayuda. Tenía el diseño estándar asignado por la página de aceptación de consultas. Pero el campo «operador anterior» no contenía una de las firmas de la empresa. En su lugar, ponía:

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