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El Mesias De Las Plantas – Carlos Magdalena

La Tierra constituye solo un pequeño grano en medio de la vasta arena cósmica. Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y emperadores con el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la gloria, en dueños momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en las interminables crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de ese píxel a los moradores de algún otro rincón, entre tantos malentendidos, en la avidez por matarse unos a otros, en el fervor de sus odios. Nuestros posicionamientos, la importancia que nos autoatribuimos, nuestra errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el universo son puestos en tela de juicio por ese pequeño punto de pálida luz. Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo hasta hoy conocido que alberga vida. No existe otro lugar adonde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Sí es posible visitar otros mundos, pero no establecernos en ellos. Nos guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat. Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia humillante y que imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la locura de la vanidad humana que esa imagen a distancia de nuestro minúsculo mundo. En mi opinión, subraya nuestra responsabilidad en cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a otros, y preservar y amar nuestro punto azul pálido, el único hogar que conocemos. Reflexiones de Carl Sagan sobre una fotografía de la Tierra tomada por la sonda espacial Voyager 1 a una distancia de seis mil millones de kilómetros (Un punto azul pálido, Planeta, Barcelona, 2007, pp. 8-9) Ilustración botánica de la Nymphaea thermarum. De arriba abajo y de izquierda a derecha: hoja de N. thermarum desde arriba; sección transversal del peciolo; hoja desde abajo; plántula (unida a la semilla); flor desde arriba; planta completa; sección transversal de la flor; estambres (vistos de frente, de lado y por detrás); carpelo con la placentación de los óvulos; disco estigmático y carpelos; fruto desarrollo con pedúnculo;semilla ampliada. (Dibujos cortesía de Lucy Smith, publicados por primera vez en Curtis’s Botanical Magazine, 27) Prólogo Me encontraba delante de la mesa del invernadero. Era una mañana fría en el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres. Ante mí tenía un ejemplar de café marrón, un hermoso arbusto que nunca deja de florecer, con hojas de color verde oscuro y flores que recuerdan a los jazmines, blancas como la nieve. Había sido cultivado a partir de esquejes tomados de una planta en isla Rodrigues, en el océano Índico. En realidad, debería decir la planta, puesto que era el último ejemplar de la especie que quedaba en todo el mundo. Hacía mucho tiempo que a dicha especie, cuyo nombre latino es Ramosmania rodriguesii, se la consideraba extinta. Cuando en 1980 un niño la redescubrió de forma inesperada, fue la primera vez que alguien la veía en estado silvestre desde hacía más de cincuenta años. Pero los esquejes por sí solos no eran la solución.


En la naturaleza, únicamente la producción de semillas podía garantizar su supervivencia a largo plazo. Sin semillas, estaba destinada a morir, incapaz de reproducirse de forma natural. Por esta razón, durante años los expertos lo habían intentado todo para obtener esas semillas, pero sin ningún resultado. Ahora iba a probar yo. ¿Conseguiría descifrar el código? Escogí una flor y cuidadosamente extendí la hoja del bisturí. Lo sujeté contra la flor y contuve la respiración. Estaba a punto de hacer el corte que podría decidir el destino de esta especie. INTRODUCCIÓN Un manifiesto mesiánico Permíteme que me presente. Mi nombre es Carlos Magdalena y me apasionan las plantas. En 2010, Pablo Tuñón, un periodista que escribió sobre mi trabajo en el periódico La Nueva España, me llamó «El mesías de las plantas». Creo que lo que le inspiró ese apodo fueron mi barba y mi pelo largo posbíblicos (aunque prehípsteres), además de todo el tiempo que había pasado intentando salvar plantas que estaban al borde de la extinción. El apodo llegó a oídos del público de todo el mundo cuando sir David Attenborough lo mencionó durante la entrevista que me hizo para El reino de las plantas, una serie filmada en el Real Jardín Botánico de Kew. «El mesías de las plantas» —o, como dicen por allí, «The Plant Messiah»— pronto se convirtió en el sobrenombre con que yo aparecía a menudo en los medios de comunicación, lo que dio lugar a numerosas bromas entre mis amigos y colegas. A mi familia le encanta imaginarse a mi madre saliendo al balcón para gritar: «¡No es el Mesías; es un chico muy travieso!», como en el legendario sketch de los Monty Python en La vida de Brian. Pero no temas. No tengo ningún complejo de mesías. Sin embargo, he de reconocer que hace poco busqué en un diccionario inglés la palabra messiah —o sea, «mesías»— y en este idioma tiene varias definiciones, que van desde «líder considerado salvador de un determinado país, grupo o causa» hasta «líder exaltado de alguna causa o proyecto», además de «redentor» y «mensajero». Dado que el asunto no estaba muy claro, me he propuesto ser todas ellas, aunque, para centrarme un poco, mi misión realmente es hacerte cobrar conciencia de hasta qué punto son importantes las plantas. Es más, he de confesar que, de hecho, estoy obsesionado con esta idea. Quiero hablarte de ellas y explicarte todo lo que hacen por nosotros, lo importantes que son para nuestra supervivencia y por qué debemos salvarlas. Las plantas son la clave del futuro del planeta —para nosotros y para nuestros hijos—; sin embargo, cada día, miles de millones de personas las dan por supuestas y con frecuencia desprecian sus beneficios. Su ignorancia e indiferencia me frustran y a veces me indignan. Aunque estemos ciegos a este hecho, la realidad es que las plantas son la base de todo, directa o indirectamente. Las plantas nos proporcionan el aire que respiramos; nos visten, nos curan y nos protegen; las plantas nos procuran cobijo y casi toda nuestra comida y bebida diarias. Pensemos en las medicinas, los materiales de construcción, el papel, el caucho, los anticonceptivos, el algodón para los vaqueros y el lino para los vestidos; en el pan, las judías, el té, el zumo de naranja, la cerveza, el vino y la Coca-Cola, y pensemos también que las vacas comen hierba, pienso o forraje y que obtenemos de ellas carne y leche; que las gallinas comen trigo y otras semillas y nos dan huevos, carne y sopas; que las ovejas comen hierba y nos dan lana, etcétera.

Así que las plantas son nuestros mejores y más humildes sirvientes; se ocupan de nosotros cada día, en cada aspecto. Sin ellas, no podríamos sobrevivir. Es tan simple como eso. A cambio de sus generosos servicios, solo reciben nuestro maltrato. No las apreciamos y las infravaloramos de forma sistemática. Ni siquiera las consideramos sirvientas, sino esclavas. Destruimos sus hogares y diezmamos sus familias. Las obligamos a producir en masa y las rociamos con sustancias químicas. El sistema agrario industrial es terrible no solo para los animales, sino también para las plantas, y su coste medioambiental puede ser igual de destructivo (lo que ha ocurrido con el insostenible aceite de palma no es más que uno de los muchos ejemplos lamentables de agricultura perniciosa). Destruimos selvas tropicales para plantar cosechas en suelos que no pueden sostenerlas. Sin pensar en los tesoros que los bosques contenían, llevamos la flora y la fauna a situaciones críticas e incluso a la extinción. Durante la exploración y la expansión coloniales, introdujimos cabras en islas donde, como era de esperar, se comieron la singular y delicada flora autóctona hasta que no quedó nada o solo poblaciones hechas jirones, eliminando el «pegamento verde» que estabilizaba el suelo y provocando problemas de erosión que acabaron con los ecosistemas de islas enteras. Introdujimos malas hierbas invasoras, una muerte asfixiante e insidiosa que ahogó a la flora local en una siniestra forma de colonialismo botánico. Aun hoy construimos casas en suelo agrícola y cubrimos de interminables kilómetros de asfalto acotado por líneas blancas lo que habían sido praderas silvestres de flores, negándonos a ver las consecuencias. Es una exhibición de «ceguera vegetal» de proporciones epidémicas. La destrucción de las plantas lleva aparejada la de la fauna. Especies de aves, mamíferos e insectos… a menudo extintas para siempre. Pocas veces llegamos a pensar siquiera en lo que estamos haciendo, y, cuando lo hacemos, no alcanzamos a comprender todos sus efectos. Nos hemos apartado de milenios de contacto directo con las plantas; desde la revolución industrial, la mayoría de la población de los países desarrollados nunca ha trabajado con la flora y rara vez se ha sentido vinculado a ella. En el paso del campo a la ciudad, hemos perdido nuestro nexo directo con las plantas y su entorno. Gran parte del problema es que, con independencia de lo mal que las tratemos, las plantas no hablan, y no pueden defenderse, advertirnos de la locura de su destrucción o recordarnos su importancia en voz alta o con un puñetazo en la mesa. Las plantas no sangran cuando se les da un machetazo ni gritan cuando se les quema. No pueden escribir un mensaje en un libro y necesitan que alguien lo haga en su lugar. Si no pueden producir semillas para asegurar su supervivencia, porque sus poblaciones están muy fragmentadas o esquilmadas o las supervivientes apenas tienen un hilo de vida, necesitan que alguien alce la voz por ellas. Necesitan que alguien diga: «No voy a tolerar la extinción».

Alguien que comprenda la ciencia de las plantas y que defienda apasionadamente su causa, utilizando todos los medios posibles para garantizar su supervivencia. Muchos de los grandes jardines botánicos del mundo, como Kew, no solo están ahí para educar y entretener al público. Reúnen y conservan especies raras, tanto en cultivo como en la naturaleza, salvándolas del olvido y poniéndolas a disposición de la ciencia, y así lo han hecho durante generaciones. El genio colectivo, tanto académico como hortícola, de quienes trabajan en ellos no tiene parangón, y sus colecciones son imprescindibles a escala global. Pese a su entrega y pasión, necesitan gente que transmita su mensaje a los habitantes de todo el planeta. Yo quiero ser esa persona. Quiero dar a conocer al mundo lo que las plantas hacen por nosotros. Quiero que las valoremos y que apreciemos lo que hacen. Quiero que comprendamos su importancia para nuestra supervivencia y la de nuestras familias (la de nuestros hijos, nuestros abuelos y las generaciones futuras). Quiero que nos demos cuenta de que sin ellas moriríamos y de que la mayor parte de lo que vive en la tierra, el mar y el aire perecería también junto con ellas… Quiero que nos apasione la importancia de la conservación, que nos anime la determinación de no tirar nunca la toalla, aun cuando solo quedara el último espécimen de una especie en el mundo. Quiero que seamos conscientes de la importancia de las plantas hasta el punto de que sintamos la necesidad de hacer algo al respecto. Un mesías no puede transformar las actitudes sin partidarios que difundan el evangelio. Cuando se trata de la conservación, necesitamos entusiasmo, motivación y acción. Ha llegado el momento de cambiar. Quiero que este libro dé comienzo a ese cambio. Las personas necesitamos a las plantas y las plantas necesitan a las personas, y difundir ese mensaje comienza contigo y conmigo.

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