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El maquinista y otros cuentos – Jean Ferry

En El maquinista y otros cuentos hay trenes que circulan sin descanso durante años, sociedades tan secretas que se ocultan a sus propios miembros, números de music-hall a caballo entre lo pavoroso y lo grotesco, autores nonatos que recuerdan su infancia, marineros enajenados, robinsones abúlicos, alpinistas astrales, estudios cartográficos de la conducta, crónicas de viajes irrealizables, apologías del cansancio o del sueño, antropologías descabelladas: salvo la realidad impuesta por el sinsentido común, todo cabe en estos cuentos rebosantes de humor absurdo y pesadillas surrealistas que presentamos por primera vez traducidos al castellano. Emparentados con la fábula kafkiana y las ficciones borgianas que despuntaban en otras latitudes, los relatos de Ferry nos sumergen en un universo donde lo insensato resulta verosímil y lo racional deriva de premisas inconcebibles.


 

Cuentan que Gengis Kan, tras alcanzar en su avance la cima más alta de los Montes Metálicos, se apeó de su montura y le dirigió la palabra con familiaridad. Tal como aún era costumbre, el conquistador cabalgaba muy por delante de sus hordas. No era el lugar más indicado para una conversación de aquel tipo. Al borde de inmensos precipicios de níquel, dominaba una llanura de acero que inclinaba sus horizontes en una cuesta infinita y azulada hasta alcanzar las lejanas siluetas, apenas visibles, de los vaticanos que debía destruir. En ninguna otra parte los Montes Metálicos hacían tanto honor a su nombre. El volcán que coronaba un pico vecino arrojaba a intervalos regulares grandes bocanadas de metal fundido. Caían en hirvientes cataratas cuyas coladas de fuego se perdían, con atroces silbidos, en un glaciar de aluminio que el sol, entre sus morrenas de cobre rojo, ray aba con cegadoras láminas de plata, ondulantes, como recamadas de lentejuelas. Arroyuelos de mercurio circulaban pesadamente entre guijarros de plomo, sobre el suelo de zinc, y se dividían entre las patas del caballo que, con grandes ojos soñadores, escuchaba a su dueño sin dejar de pacer el escaso estropajo metálico, la única cosa que llegaba a crecer en aquellos altos inhumanos donde hacía tanto frío. De pronto, dudando de la suerte y de la sensatez de su empresa, Gengis Kan, henchido de desprecio hacia la humanidad, pidió consejo a su caballo y le preguntó si no era mejor abandonarlo todo, dar media vuelta e ir a esperar la muerte paseando su tienda de pieles, peluda y apacible, de una punta a otra de la noche siberiana, con las ratas subterráneas. Pero parece que el caballo tenía ganas de ver Roma. Imaginaba, sin duda, que era un país propicio a los caballos donde uno de ellos había sido gobernador, aunque es cierto que de forma muy provisional. Pero eso el caballo no lo sabía. Así pues, ante las espectaculares solicitudes de su dueño, se limitó a responder: « Sigue cabalgando, no hemos llegado hasta aquí para dar media vuelta, ¡qué demonios!» . Gengis Kan, que tenía la costumbre de hablarle a su caballo pero nunca lo había oído responder, volvió a montar, conmocionado por aquel prodigio. Súbitamente, una tristeza mortal le heló la sangre. Pues, más allá de todas las conquistas posibles, entrevió las tierras desconocidas, azules, perfumadas y ubérrimas a las que nunca podría llegar, al otro lado de los mares infranqueables. Y si las hubiese poseído, si hubiese sido necesario proseguir la marcha y la Tierra era en verdad redonda, como algunos pretendían… Una vez conquistado todo, conduciendo sobre sus propias huellas de antaño los pasos de su caballo (o los de otro, puesto que aquél, sin duda, habría muerto tiempo atrás de fatiga y vejez), ¿tendría que atacar sus primeras conquistas y destruirse a sí mismo? Gengis Kan quiso obligar a su caballo a volver grupas, pero el caballo tenía sus razones y siguió en sus trece, de cara al Oeste. Hombre y bestia forcejearon en silencio un buen rato, bajo un cielo cargado de tinta y reflejos incendiados. Por otra parte, era hora de partir. En el horizonte opuesto, la vanguardia del ejército resplandecía ya bajo el sol oblicuo. Los monstruitos velludos proy ectaban tal fuerza a su paso que a Gengis Kan se le retorció el estómago. Gritó erguido sobre los estribos, levantó y bajó el brazo derecho para indicar el camino de las próximas y fructuosas masacres, y el caballo reanudó la marcha. De aquella lucha permanece aún, en la cima de la montaña, la profundísima huella de una pista cuadrangular, cuyos puntos cardinales corresponden a las pezuñas del caballo, que prefirió hundirse en el suelo antes que ceder a la voluntad de su jinete.


Nadie sabe y a quién dejó esa huella: los pastores dicen que fueron las hadas (pensando lo contrario) y los guardabosques se cuidan de perfilar cada año sus aristas porque estimula la curiosidad de los turistas, y también entre la gente de la región ha acabado siendo un destino para paseantes. A bordo del Valdivia El segundo subió al puente. No era la hora de su guardia y no lo esperaba, me sorprendió mucho. Me llevó contra la batayola y, por su pelo revuelto y sus ojos hinchados, comprendí que acababa de despertarse. Le pregunté por qué abandonaba la litera en mitad del sueño y respondió: « No dormía, capitán, no dormía. Perdóneme, hace quince días que no pego ojo. Quisiera hablar con usted, pero aquí no» . El timonel seguía la derrota. Le dije al teniente primero que a la menor incidencia fuera a buscarme al camarote y bajé con el segundo. No me gusta que la gente pase quince días sin dormir a bordo del Valdivia, sobre todo cuando tiene responsabilidades. Mi segundo es un hombre muy alto y muy delgado, con la barba negra y cerrada. De ahí mi sorpresa cuando, en lugar de hablar, se echó a llorar. Un hombre que nunca bebe. Él lloraba desconsoladamente, pero era yo el que se sentía incómodo, y cuando se postró en el suelo, contra mis rodillas, ya no supe dónde meterme. Era un viejo amigo. Traté de levantarlo. Habría podido enfadarme, estaba en mi derecho, pero los dos quisimos a la misma mujer hace veinte años y él no tuvo el mismo éxito que yo. Ningún capitán de carguero mixto se ha encontrado nunca en semejante tesitura: estuve muy correcto, con todo. Volví a sentarme en mi butaca como si, tácitamente, le diera permiso para llorar y permanecer de rodillas cuanto quisiera. Por fin, se levantó, se acercó a mí cabizbajo, me tomó la mano y dijo: « Capitán, le he engañado, la bodega cuatro está llena de chinos» . Me quedé boquiabierto. Se puso entonces a hablar muy deprisa, como un hombre extenuado que tira al suelo sus sacos de cemento. Qué le vamos a hacer, así es la vida. Uno se gana el respeto de los armadores durante cuarenta años y, de pronto, se encuentra transportando chinos sin saberlo. « Sí, sí, es verdad, capitán, pero no es culpa mía, se lo juro.

Mi único error, y es inmenso, lo reconozco, es no haberle avisado antes. El responsable es el encargado de la refrigeración, él y el proveedor de efectos navales de Banjoevanjie. Por eso iban y venían las piastras mexicanas en la escala de Mormigao y por eso precisamos dos hombres para subir cada bulto a bordo. Ardides y más ardides. Y ahora la bodega cuatro está llena de chinos, unos vivos y otros muertos en sus ataúdes, ataúdes vacíos para cuando los vivos estén muertos, una auténtica plaga. Y el arroz de Patna que tanto nos había costado estibar, al mar, por la borda, y también el sollado de mercancía general. En fin, supongo, no les he visto hacerlo, pero en alguna parte han tenido que poner el cargamento para meter allí a tantos chinos. Tuvo que ser dos noches antes de llegar, y o no vi nada, ni oí nada, pero usted tampoco, capitán, y eso significa que hicieron su trabajo con pies de plomo. Tampoco vi embarcar a los chinos, pero están a bordo. Todo empezó después de Mormigao. Los oí a través del tabique, mi camarote está cerca de la bodega cuatro. No es por hacerle un reproche, capitán, pero no es camarote para un segundo, tampoco soy yo quien deba decírselo. Al principio pensé que eran ratas. Se pasaban la noche lloriqueando, arrastrando sacos de hojas secas por el suelo, pero la tercera noche, por el olor que me llegaba a través de una grieta, caí en la cuenta de que eran chinos, ratas amarillas. Llevo quince días con la oreja pegada al tabique, escuchando, cuando no estoy en el puente. Me pregunto cómo he podido tardar tanto en darme cuenta. ¿Pero qué iba a hacer yo solo? Y avisarle a usted habría sido aún peor porque habría hecho abrir inmediatamente las escotillas de la bodega cuatro y, si no hubiésemos encontrado a los chinos, yo habría quedado como un enfermo, un enfermo peligroso que no puede seguir siendo el segundo de a bordo del Valdivia. En cualquier caso, están ahí, los oigo continuamente, incluso desde aquí, cuchichean a toda velocidad, en chino. ¡Son tan astutos! Nadie sabe nada a bordo, salvo el hombre de la refrigeración, claro, y él lo negará todo mientras pueda. Pero están ahí, capitán, lo han organizado todo a su manera en la bodega, ¡no lo dude! Tienen hasta un templete con palitos que arden delante, una asquerosidad. ¿Y qué es lo que están urdiendo, eh, qué maquinan en la sombra? ¿Por qué he tenido tanto miedo de hacer el ridículo, capitán? ¿Por qué no me he atrevido a hablar hasta ahora? Haga lo que le parezca, a mí me da igual, por fin voy a poder dormir, ya pueden cortarse el cuello y dar aullidos al otro lado del tabique, no pienso despertarme tan fácilmente.» ¡Y listo! Se liberó así de su tormento y hace tres días que duerme, con rastros de lágrimas en las mejillas y en la barba. Pero y o voy de un lado a otro del puente sin descanso y no me atrevo a mirar hacia la popa del Valdivia. He mandado apuntalar las cuñas de las lonas que cubren la carga, sin que nadie entienda el motivo. Tengo miedo de ceder a la tentación.

¡La visión de un chino me pone enfermo y ahí dentro puede que haya trescientos! Ya veré cuando atraquemos. O no, por poco que pueda evitarlo. Cerraré los ojos, el encargado de la refrigeración desembarcará a sus chinos a escondidas y nadie sabrá nunca nada. Porque el segundo está loco, dos hombres solos nunca habrían podido vaciar una bodega sin llamar la atención. El arroz sigue estando ahí, eso es seguro. Es imposible que se lo hayan comido todo. En lo más profundo de la noche, cuando nadie puede verme, pego la oreja contra las escotillas, pero no oigo nada, no oigo nada de nada. Tal vez no haya chinos en la bodega. En el fondo, el segundo nunca los ha visto, pero sabe oír tantas cosas… y y o no tengo a nadie a quien contar mis cuitas, es un asunto de lo más triste y deprimente. Tendré las ideas más claras cuando hayamos partido de Vancouver. Más tarde, mucho más tarde, haré que abran esa bodega. Pero Vancouver aún está lejos, tenemos viento en contra, quemamos demasiado carbón, la pasajera del camarote 6 embarcó embarazada de ocho meses, no sabíamos nada, y ahora tengo que cubrir además la guardia del segundo. Son demasiados problemas para un solo hombre. Kafka o la «sociedad secreta» Joseph K… tendría veinte años cuando descubrió la existencia de una sociedad secreta, secretísima. En realidad, no se parece a ninguna otra asociación de esta clase. Para algunos es muy difícil entrar en ella. Muchos lo desean ardientemente, pero nunca lo conseguirán. Otros, por el contrario, forman parte de ella sin siquiera saberlo. Nadie puede estar seguro de haber ingresado; muchos creen ser miembros de esa sociedad secreta sin serlo en absoluto. Por mucho que hayan sido iniciados, siguen siendo menos miembros que muchos otros que ni siquiera conocen la existencia de la sociedad secreta. En efecto, han pasado las pruebas de una falsa iniciación destinada a despistar a quienes no son dignos de ser realmente iniciados. Pero incluso a los miembros más auténticos, a aquéllos que han llegado a la más alta jerarquía de esa sociedad, jamás se les revela si sus sucesivas iniciaciones son válidas o no. Puede llegar a ocurrir que, tras diversas iniciaciones auténticas, un miembro haya alcanzado con normalidad un verdadero grado jerárquico y seguidamente, sin previo aviso, resulte que tan sólo ha sido sometido a iniciaciones falsas. Saber si es mejor ser admitido en un grado menor, pero real, que ocupar una posición destacada, pero ilusoria, es objeto de interminables discusiones entre los miembros. En cualquier caso, nadie está seguro de la solidez de su grado.

De hecho, la situación es aún más compleja, puesto que ciertos candidatos son admitidos en los más altos grados sin haber pasado prueba alguna, y los hay que son miembros sin haber sido notificados. A decir verdad, ni siquiera es necesario solicitar el ingreso; hay gente que se ha sometido a iniciaciones elevadísimas e ignoraba por completo la existencia de la sociedad secreta. Los miembros superiores cuentan con poderes ilimitados y llevan consigo una potente emanación de la sociedad secreta. Aunque no la manifiesten, su sola presencia basta, por ejemplo, para convertir una reunión anodina, como un concierto o una cena de cumpleaños, en una reunión de la sociedad secreta. Esos miembros están obligados a redactar informes secretos sobre todas las sesiones a las que han asistido, informes que son analizados por otros miembros del mismo rango; de esta forma, existe entre los miembros un perpetuo intercambio de informes que permite a las autoridades supremas de la sociedad secreta controlar estrechamente la situación. Por muy arriba, por muy lejos que vaya la iniciación, nunca llega a revelar al iniciado el objetivo perseguido por la sociedad secreta, pero siempre hay traidores y hace mucho tiempo que no es un misterio para nadie que ese objetivo es guardar el secreto. Joseph K… se asustó mucho cuando supo que esa sociedad secreta era tan poderosa y estaba tan ramificada que un día podía estrechar, sin saberlo, la mano del más poderoso de sus miembros. Pero, por desgracia, una mañana, al salir de un penoso sueño, perdió en el metro su billete de primera. Esa desventura fue el primer eslabón de una cadena de confusas y contradictorias circunstancias que lo pusieron en contacto con la sociedad secreta. Más tarde, y a fin de protegerse, se vio obligado a hacer lo necesario para que lo admitiesen en aquella temible organización. De eso hace mucho tiempo y aún no se sabe qué fue de aquel intento. Carta a un desconocido Acabamos de llegar a un país muy extraño. No sé si esta carta le llegará algún día. A decir verdad, no estoy muy seguro de que hayamos llegado, pues, desde que desembarcamos, la tierra sigue desplazándose bajo nuestros pasos. El propio Valdivia desapareció en cuanto puse los pies en el muelle y no sé si volveré a encontrarlo alguna vez. No hay correo en este país que, por lo demás, tampoco tiene habitantes; no sé si podré enviarle esta carta ni cómo le llegaría. Tampoco sé a quién enviarla, aunque espero que algún día la reciba. ¿Qué fue de mis compañeros de viaje? No sé nada de ellos, pero no pueden haber desaparecido por completo. Tiene que quedar algo de ellos en alguna parte, y también de sus huellas; los ando buscando. Espero tener éxito, pero nunca se sabe, prefiero escribir antes esta carta. Aunque no tendré gran cosa que hacer cuando la haya escrito, pues creo que este país es una isla. No estoy seguro, aunque a mi llegada bordeé la costa paso a paso y al cabo de dos días me encontré de nuevo en el punto de partida. Ayer había en el centro de esta isla una gran montaña de lisas laderas, pero hoy no estoy seguro. Lo que querría decirle, sobre todo, es que no hay que venir a este país. Sepa que en él no se pasa hambre ni sed y las casas son más bien confortables, si puede habituarse a ellas.

No, lo que resulta molesto es más bien el tipo de vida. Nunca me acostumbraré. La soledad está aquí demasiado poblada para mi gusto. Durante el día, pase, pero por la noche… el ruido de esos miles de respiraciones invisibles asombra y, a usted puedo decírselo, espanta. Es difícil de explicar. Pero usted me entenderá. ¿Ha puesto alguna vez el pie, en la oscuridad, sobre el último peldaño de la escalera, ése que no existe? ¿Recuerda ese segundo de desconcierto absoluto? ¿Se acuerda de sus pacientes búsquedas nocturnas, en la cama, cuando en el momento de dormirse se le distiende bruscamente la pierna y está a punto de caer vaya a saber dónde? Pues bien, este país siempre es así. La materia de la que está hecho ese escalón ausente de su escalera constituye aquí la materia misma. No se acostumbra uno, se lo aseguro, no hay que venir a este país. Yo he llegado aquí por culpa de un estúpido error. Nadie me lo advirtió. El Valdivia había puesto rumbo a Melbourne. ¿Cómo pudo equivocarse hasta ese punto el capitán? Una noche, la Cruz del Sur basculó en el cielo. Me quejé al metre porque no hay que dejarse avasallar, pero me aseguró que sucedía lo mismo en cada viaje. Y aquí me tiene, absolutamente solo y sin ganas de nada, salvo de salir, porque algo bastante oscuro me dice que habrá que salir sin falta. ¿Cómo? Me ocuparé de ello de inmediato, seguro. Tengo un par de asuntillos pendientes, pero mañana me pondré a buscar el muelle. Tal vez haya vuelto el Valdivia. Volverá, sin duda, puesto que ya vino una vez. He perdido un poco la cuenta de los días porque aquí no hay calendario, sabe, y no tengo ganas de jugar a Robinson haciendo muescas en una estaca. Está claro que a bordo del Valdivia no tenía todo este pelo blanco. Mañana tendré que emprender la búsqueda del muelle, y a he esperado demasiado. De día, las calles son tristes y lluviosas. Nadie vive aquí, así que se entiende. Pero de noche, ¡qué movimiento! Y no hay nadie, pare atención.

Soy un hombre sensato, sé que esas casas no se han construido solas y, como se suele decir, hay que hacerse a la idea. Pero es un trabajo terrible, en este país en donde nada sucede como en el resto del mundo. Me parece que, desde que llegué, he estado demasiado ocupado en hacerme a esa idea y no lo lograré jamás. Haría mejor en retomar la búsqueda del muelle. Es comprensible. A los lugareños no les gusta que los molesten. Creo que, en realidad, nunca salen por su propio pie. Parece sencillo, pero ¿cómo explicárselo? No, no buscan perjudicarme y, si me quedase aquí el tiempo suficiente, acabaríamos por entendernos, pero siempre tienes a alguien a tu espalda y, cuando te vuelves, nadie, a la larga es exasperante. En este momento, por ejemplo, hay uno que mira por encima de mi hombro lo que estoy escribiendo; será mejor que no me vuelva. Terminaré esta carta mañana, no puedo escribir cuando me están observando. Voy a intentar encontrar el muelle. No me siento desgraciado, insisto, y aun así, ¿quién querría ver aquí a su mejor amigo? Hay gente que se encontraría a gusto en esta isla, yo no. Ponerle a la vida un poco de fantasía está muy bien, pero, señor, cuando un hombre no sabe si el sol que le alumbra es de mediodía o medianoche, cuando el gran viento de las llanuras se enrolla en torno a tu personalidad como las bandas de color en torno a un poste de peluquería americana, y o digo « basta» . Está decidido, mañana me pongo a buscar el muelle. Ésa es, en el fondo, mi única pesadilla: que el Valdivia vuelva a recogerme cuando no esté y se vaya sin haberme visto. Robinson Cuando, tras haberle dado la vuelta completa, estuve seguro de que la isla estaba totalmente desierta, no me hinqué de rodillas sobre la arena de la playa derramando amargas lágrimas. Me puse inmediatamente a no arar, no sembrar, no ahuecar troncos de árboles ni incordiar a ningún loro hasta que fuese capaz de pronunciar correctamente la palabra « esperanza» . Tiré mi catalejo al agua y no construí ninguna valla en torno a mis dominios. Cuando la marea trajo consigo los despojos del navío, tan útiles para un náufrago, fui a instalarme al otro lado de la isla para perderlos de vista. Allí descubrí una caverna profunda, inaccesible, sorda, ciega, muda, con el suelo tapizado de arena griega, y me eché a dormir como siempre tuve ganas de dormir, sin que la vida hay a tenido a bien permitírmelo: profundamente. Al cabo de unos minutos tenía allí a los hombres del equipo de salvamento y, felices, me dieron unos golpecitos en el hombro para despertarme. El viajero con equipaje Durante los primeros meses del año 19… a consecuencia de unos acontecimientos aún oscuros para mí, atravesé una crisis mental absolutamente atroz de la que me costó lo indecible salir. Nunca había experimentado esa clase de problemas, con lo que su intensidad me turbó profundamente, pero tengo la certeza cenestésica de que estoy a salvo de una recaída en lo que no puedo llamar sino enfermedad. Abrumado por diversos trabajos cuy a responsabilidad compartía con amigos muy queridos que hasta entonces habría hecho cualquier cosa por conservar, me vi de la noche a la mañana absoluta e irremisiblemente incapacitado no ya para escribir una sola línea, sino para llevar a cabo cualquier otro acto libre, el que fuere. Después de privarme voluntariamente de vacaciones, pues no podía hacer otra cosa, pasé largas semanas errando por las calles del invierno no como un gandul beatífico, sino como un hombre acorralado, perseguido por los remordimientos y las preocupaciones.

No me quedaba ni voluntad, ni voluntad de tener voluntad. Faltaba a las citas con pretextos absurdos, dejé en la estacada a mucha gente que contaba conmigo, a personas con quienes mantenía toda clase de relaciones, entre las cuales las de sincera amistad eran las que más me dolían. Me avergonzaba de mi increíble cobardía y, lo repito, aquellos devaneos me resultaban un tormento constante. A veces lo olvidaba todo, por muy poco tiempo, pero al momento, como la ola que rompe un dique, la torre de las desdichas que había levantado poco a poco con mis propias manos se derrumbaba bruscamente sobre mí. Hablaba en voz alta, no podía dejar de hacerlo. Ladraba dos o tres veces una frase corta, un nombre propio relacionado con mis preocupaciones. La gente se volvía a mirarme mientras yo me maldecía refunfuñando. Es el sueño más abominable que he tenido jamás, y no era ningún sueño. Creo que durante todo aquel tiempo, un invisible anillo de yeso me oprimía el cráneo. Hacía un esfuerzo ímprobo por no trabajar, por inventar excusas insensatas, un esfuerzo mucho may or del que me habría costado el trabajo mismo. Pero sentarme ante una hoja de papel en blanco (y debería remontarme más atrás aún: coger una silla para sentarme, decidirme a coger una silla, etc.) y escribir la primera palabra de una primera frase, imposible. Sabía que si escribía aquella primera palabra habría escapado a mi martirio. Durante días enteros, físicamente animado por breves oleadas sucesivas de esperanza, me vi a punto de escribir aquella primera palabra. Pero la postergaba hora tras hora, me concedía plazos que prolongaba más allá de su término, con nuevos plazos ahora sí definitivos, y me acostaba por la noche, ebrio de cansancio inútil, sin que nada hubiese cambiado, incomprensiblemente persuadido de que al día siguiente pondría manos a la obra. Y aquello duró días y días. Se me encogía el corazón con cada timbrazo. Dejé de abrir mi correspondencia. Por la noche, enredado en sueños laboriosos, intentaba hurtarme a la Gran Persecución para volverla a encontrar, al despertar, más lacerante aún. Insisto en que sólo cabía huir, evadirme, esconderme de todo y de todos. Ni siquiera me atrevía a ir a comer a casa. Si hay alguien que se hay a hundido a sí mismo aplicadamente en la pesadilla, ese alguien soy yo, Y me hundía cada día un poco más, pues con el tiempo, naturalmente, la situación no hacía más que empeorar. Por otra parte, me sentía absolutamente vacío, incapaz de concebir otra idea que la de mi intolerable letargo. Es pura casualidad que no me volviera loco, que no me matara durante esos meses horribles. A cada momento esperaba volver a ser y o mismo y no me encontraba.

No hablaba con nadie de aquellos sufrimientos, que podían prestarse a la mofa. Hubo quien los adivinó. Un día, no sé por qué (para felicitar el Año Nuevo a mediados de febrero, creo… sí, fue para llevar a cabo ese acto insignificante, continuamente aplazado hasta aquel momento, para lo que encontré un atisbo de energía), logré ponerme ante una hoja de papel y escribir unas líneas a una encantadora mujer a quien conocía muy poco, la verdad. En el vértigo de mi desamparo, tras unas cuantas fórmulas al uso, perdí el control de mis palabras y le conté, poco más o menos como lo hago ahora, la maldición que me paralizaba. Me respondió inmediatamente y lo que me dijo fue muy propio de ella, hasta en el más mínimo detalle. En mi cielo encapotado, fue como la irisación de un misterioso arcoíris cuyos colores se hubiesen llamado belleza, confianza, encanto, amistad, elegancia, delicadeza, gracia. Me conmovió, debí de comenzar a curarme leyendo aquella carta. Pero la luz aún quedaba lejos. Seguía vagando por la ciudad. Mis únicas distracciones, por llamarlas de algún modo, eran los apuros económicos resultantes de aquella situación. Yo que soy hombre de muchedumbres y calles a las seis de la tarde, y o que suelo encontrar al azar de mis interminables viajes por París los espectáculos más insólitos y las combinaciones de piedras más propicias, y o, el mirón de las grandes profundidades de la ciudad, caminaba sin ver nada, sin oír nada. Había perdido la gracia, y a no pasaba nada en mi derredor. De vez en cuando me paraba en un café, con los pies doloridos, y bebía un zumo de fruta. Ya ni siquiera leía. Y me sorprendía hablándome a voces, indignado, cada cinco minutos. Aquella agotadora persecución me llevó un día, muerto de cansancio, a una banqueta de la cervecería Graff. Llevaba un manuscrito en la mano; había salido de casa muy decidido a trabajar con un amigo que tal vez siguiese esperándome, pero el ruin demonio que me atormentaba me había desviado de mi propósito, como era de esperar. Había desplegado mis inútiles papeles sobre la mesa de la cervecería y los contemplaba estúpidamente bajo la mirada vidriosa de las prostitutas cuando, con la may or naturalidad del mundo, separé una hoja blanca de las demás y me puse a escribir lo que sigue:

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