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El magico aprendiz – Luis Landero

La noticia llegó casi de madrugada, y al principio fue solo el rumor de un altercado callejero, de una pendencia entre borrachos que había ocurrido por los alrededores y en la que había resultado un muerto y algún herido grave. Poco después, el propio dueño del local salió a la calle y se alejó hasta la esquina para recabar información sobre el paradero de la juventud esa noche, y al volver trajo la novedad de que el muerto era un extranjero, un árabe quizá. La gente que vivía por allí y que venía de recogida aportó más tarde otras conjeturas y detalles. Alguien aseguró que los muertos eran dos, y que uno de ellos se llamaba Joaquín. Otro dijo haber oído de testigos directos que todo había empezado por una discusión política y que uno de los heridos era un niño de unos cinco o seis años. Luego se supo que la víctima y el asesino eran parientes entre sí. Matías, que estaba estribado en un extremo de la barra y agitaba un vaso con restos de licor y de hielo, oyó contar los pormenores del suceso sobre el fondo ilusorio de ese son pastoril. «Vivir es un enredo. No merece la pena», sentenció el otro cliente desde el rincón opuesto de la barra. Le había arrancado un ala a una mosca y ahora la toreaba usando de muleta y estoque un mondadientes y un billete de metro. Él mismo, con los labios flojos y la voz ronca y sabia, se jaleaba por bajo la faena. Así empezó todo. Matías había llegado allí por una de esas casualidades de la vida. Pero por lo demás aquel había sido un día como tantos, un día perdido entre los días, un viernes caluroso de marzo sin nombres propios y sin ningún signo visible que pareciera llamado a perpetuarse. Había ido a la oficina como siempre, y al regreso había compartido como siempre una parte del itinerario con Martínez, Bernal y Veguita, y luego ellos se habían ido descolgando del grupo y él se quedó solo y, como cada viernes, compró pollo asado y ensaladilla rusa y comió en la cocina, mientras estudiaba en una revista los programas de televisión para el fin de semana. Con un bolígrafo de dos colores resaltó en rojo los mejores espacios y los dudosos en azul. Para ese viernes había un documental de fauna submarina en la sobremesa y una película de terror por la noche. Empezó a ver el documental con el volumen muy bajo, tumbado en el sofá, fumando y haciendo roscos con el humo, cada vez más fascinado con las evoluciones ingrávidas y como sonámbulas de los peces, hasta que finalmente se quedó dormido. Soñó con una tarde infantil de verano donde él era milagrosamente feliz. Se trataba de un sueño sin argumento, sin apenas imágenes, y con un cántico triste de doncellas que llegaba como de ultratumba y subyugaba de tan dulce. Vio a sus padres jóvenes vestidos con prendas claras de verano que miraban risueños cómo él arrancaba puñaditos de hierba y los tiraba al aire como si fuesen pájaros o monedas. Luego, cuando un hilo amargo de vigilia se filtró en el sueño y el coro se mezcló y confundió con las voces y el rumor del tráfico que subían de la calle, creyó que habían pasado solo unos minutos, pero al abrir los ojos vio mecerse en la pared los ramos de la acacia, entrando y saliendo del cuarterón de la ventana que todas las tardes durante unos minutos proyectaba allí el sol antes de ocultarse tras las casas de enfrente. En la televisión había ahora un programa infantil (se oían muy tenues los aplausos y los gritos festivos), y de la honda penumbra del pasillo llegaba la sugestión de un silencio inquietante, como si se acabase de pronunciar en él una amenaza o un augurio. Entonces reparó en que el matrimonio del piso de al lado, como otras tardes a esa hora, había empezado a discutir. O quizá ya estaban discutiendo desde hacía tiempo, pensó, y hasta era posible que el cántico que había oído en el sueño estuviese inspirado precisamente en aquel cuchicheo porfiado y difuso: los largos reproches de la mujer y los silencios densos del hombre, su voz gruesa y mate, desengañada de antemano, entrando y saliendo de la conversación como un oleaje sucio en unas ruinas portuarias, iniciando frases que no se animaba a concluir.


Y otra vez ella, su letanía irrebatible, y a veces el tono sarcástico que parecía que iba a desembocar en una carcajada impostada de ópera. Cuando Matías se vino a vivir aquí (pronto hará veinte años), ya el hombre y la mujer discutían casi todas las tardes, y ahí están desde entonces, debatiendo al parecer el mismo asunto, quizá algún lejano episodio de juventud que los persigue y atormenta. Como otros se ganan el pan de cada día, a lo mejor también ellos tienen que ganarse diariamente la dosis de desdicha que necesitan para sobrevivir. Era un matrimonio de unos sesenta años: Matías los había visto a menudo caminar por la calle, cogidos del brazo, muy arregladitos y educados los dos, y siempre dignos, siempre ejemplares, siempre silenciosos. De pronto captó una frase completa: «Tú y tus trascendencias», dijo ella, «¡Dios mío!, ¿es que no vas a descansar nunca?», y abruptamente se quedaron callados. ¿Qué historia, qué trascendencias serían aquellas?, pensó Matías, pero en ese instante se oyó en el piso de arriba una sucesión atropellada de ruidos sordos y como clandestinos, luego un golpetazo tremendo y un rumor de correndillas seguido de un súbito silencio de alarma. Era como si todos, cada uno en su casilla, estuviesen condenados a una tarea mezquina e infernal. Estaba atardeciendo. Los últimos rayos del sol, desmenuzados por los visillos, salpicaban la pared y una parte del techo. Matías se incorporó y se quedó sentado en el sofá sin pensar en nada, con la vista derramada en el aire, y con aquel cántico del sueño dando vueltas como perdido por el laberinto de la oreja. A partir de ahí, también el tiempo se convirtió en una sucesión enmarañada o infinita de instantes. Incapaz de hacer nada, salió al balcón, se puso de bruces en la baranda y durante largo rato estuvo fumando y mirando a la calle sin ilusión ni voluntad. El sueño edénico de la niñez le había dejado en el alma la opresión de una nostalgia inconsolable. Por entre el ramaje de la acacia se veía en la acera de enfrente un estanco, un videoclub, una papelería, la covacha del último zapatero remendón que quedaba en el barrio, una peluquería mínima de caballeros con su colorín anacrónico colgado a un lado de la puerta. Ahora todos los establecimientos estaban vacíos y en el aire había una fragancia desmayada que era como un presagio de los anocheceres lentos del verano. Matías miró con gratitud aquel paisaje en el que había vivido desde la juventud, y que quizá lo acompañase ya hasta la vejez. Donde ahora estaba el videoclub había antes un comercio de lencería femenina, y en cuanto a la papelería, él había conocido allí una droguería, una óptica y un taller de electrónica. Aquellos cambios le habían producido siempre una confusa sensación de desastre. Supersticioso como era, le parecía que la solidez de la porción del mundo en que le había tocado vivir aseguraba también su propia permanencia. Y al revés: mirando sobre todo la peluquería y la zapatería, cuyos artífices estaban a punto ya de jubilarse, a veces había tenido una revelación abrumadora de la fugacidad del tiempo y de la vida. Había notado entonces no los años comunes de una existencia singular sino el vasto engranaje del siglo, y por un instante había oído el rugido cósmico de sus ruedas, ejes y poleas, y había percibido su terrible avance devastador y se había visto a sí mismo ocupando un mísero lugar en la historia entera del planeta. Hoy, sin embargo, en este tibio atardecer de marzo, lo único que siente es la incertidumbre y el fastidio de los años que todavía le restan por vivir. Debe de ser por el poso de melancolía que le ha quedado del sueño de la siesta, porque fuera de algún que otro acceso de abulia, Matías se considera un hombre razonablemente feliz. «El hombre bienaventurado», le llamó una vez Bernal, porque es cierto que él está en general conforme con su vida, y que no la cambiaría a ciegas por otra más activa o más próspera. Él se contentaba casi con cualquier cosa, y una de sus diversiones favoritas consistía precisamente en salir al balcón, observar a la gente e irle sacando por la facha sus señas más secretas.

Había adquirido un gran virtuosismo en aquel juego. Adivinaba los oficios, el lugar de nacimiento, las dolencias, las penas, las aficiones, el carácter. Y había tardes en que se inventaba la historia entera de una vida, con su enredo de personajes y sus encrucijadas de lances inauditos. De ese modo accedía a veces a un cierto estado de irrealidad semejante al que otros logran por medio del alcohol. Pero hoy era distinto, porque apenas empezó a descifrar la vida de un viandante que era de Valladolid, había sido ciclista profesional de joven y ahora trabajaba en Correos y tocaba la bandurria en la rondalla de su barrio, Carabanchel para más señas, enseguida sus invenciones le parecieron falsas y aburridas, y seguía trajinándolo por dentro una sensación casi física de absurdo y de vacío de la que creía estar a salvo desde hacía muchos años: desde que había aprendido que la mejor sabiduría consiste en no exigir a la vida más de lo que la vida honradamente puede dar. Entonces recordó que el viejo Bernal, que era muy lector de Nietzsche, solía decir que el tedio es la calma chicha que anuncia los vientos de una navegación feliz, y que solo las almas pusilánimes o vulgares intentan eludirlo a cualquier precio. «El hastío es la vida en su estado más puro», decía, «y hay que entregarse apasionadamente a él, y apurarlo con la avidez de un gran idilio, porque forma parte esencial de la aventura de vivir». Así que permaneció en el balcón hasta que era ya de noche, persuadido de que la tristeza de hoy era el tributo que aseguraba la bonanza de los próximos meses. Por entre las ramas de la acacia se veían ahora las primeras estrellas. Sabía que algunas habían muerto pero que aún brillaban porque su luz seguía fluyendo hacia nosotros. ¿Cómo sería de grande el universo? ¿Qué habría más allá de las últimas galaxias? Detrás está Dios porque Él está en todas partes, le decía su madre cuando niño. Y después de Dios, ¿qué hay? Otra vez Dios, porque Dios es infinito y no se acaba nunca. Entonces, y lo mismo ahora, se llenaba de pavor, pero también de consuelo, y la vida le parecía muy poca cosa. ¿Qué más daba morirse antes o después, joven o viejo, rico o pobre, olvidado o famoso? ¿Qué importaba nada en aquella inmensidad sin fin? Cerró los ojos y pensó en la gente que un siglo atrás y en una noche igual a aquella se habría asomado como él al balcón a ver las estrellas y a pensar también en lo insondable del mundo y de la vida. ¡Qué misterioso era todo! Y cómo pasaba el tiempo armando celadas y espejismos. Porque a veces, como hoy, quizá era por el sueño de la siesta, se sentía muy cerca de la infancia: le parecía que de ser niño había pasado de golpe a tener los cuarenta y ocho años que tenía ahora, y de ser leve y ágil como un duende, a lucir aquella figura que revistaba con un reojo de extrañeza al pasar ante los escaparates y espejos cuando iba por la calle: un tanto desestructurada de huesos y carnes, el pelo ya caedizo y con entradas, las mejillas flojas y formando papitos, y en la mirada un atisbo sedentario de mansedumbre, como si entreviese el mundo desde la bruma de una duermevela. Cuando usaba el abrigo, que era pesado y rígido y le venía un poco grande, tenía un vago aspecto de hombre anuncio. ¿Sería posible que ese fuese él?, se preguntaba incrédulo, y no acababa de entender cómo había llegado a tener esa edad y esa facha. Cuarenta y ocho años. A veces, como hoy, le da por pensar en lo que podía haber sido su vida bajo otras circunstancias, pero no se le ocurre nada: vagamente piensa en otras tierras, otras amistades, otros gestos quizá, una mujer, un hijo. Tuvo una novia durante cinco años. Se llamaba Isabel. Se casó y vive no lejos del barrio, y durante mucho tiempo la ha visto a veces por la calle con un hombre y dos niños que ahora son ya muchachos. Un día averiguó su domicilio y la llamó por teléfono. Pero no dijo nada: oyó su voz y colgó.

Y al oír la voz sintió una nostalgia arrasadora, aunque también una gran liberación, por lo que podía haber sido su vida de casado, por los espacios compartidos, por el hijo que ya nunca tendrá. Piensa en esas vidas posibles: si hubiese seguido estudiando Historia y fuese ahora profesor o arqueólogo, si su padre no hubiese muerto tan pronto, si hubiera nacido un siglo antes, si se hubiera ido a vivir a otra ciudad. Pero todo es demasiado irreal para que ese sentimiento de pérdida o error arraigue en la conciencia. Además, hoy la memoria se le extravía enseguida hacia la infancia. Se ve en una tarde inmensa de verano corriendo por el campo, acompañado y festejado por un perro pequeño que ladra de puro gozo de vivir. Llevan años y años corriendo incansables por la memoria, y no parece que vayan nunca a detenerse.

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