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El libro negro – Ian Rankin

Viajaban dos en una furgoneta a primera hora de la mañana, con los faros encendidos para combatir la blanca y espesa niebla que entraba desde el mar del Norte. Conducían con cuidado, siguiendo instrucciones estrictas. —¿Por qué tenemos que ser nosotros? —bramó el conductor, mientras intentaba dominar un bostezo—. ¿Qué tienen de malo los otros dos? El pasajero era mucho más corpulento que su compañero. Aunque tenía cuarenta y tantos años, llevaba el pelo largo, y daba la sensación de que se lo habían cortado usando como molde un casco militar alemán. Solía atusarse el pelo del lado izquierdo de la cabeza, pero en ese momento había olvidado esa manía y se aferraba al asiento. No estaba cómodo viendo cómo el conductor cerraba los ojos cada vez que bostezaba, y pensó que una charla quizá le mantendría despierto. —Es solo temporal —dijo—. Además, no se trata de una tarea diaria. —Gracias a Dios. —El conductor cerró los ojos de nuevo y bostezó. La furgoneta se desvió hacia el arcén. —¿Quieres que conduzca yo? —preguntó el pasajero, antes de añadir con una sonrisa—: Puedes dormir en la parte de atrás. —Muy gracioso. Me refiero a otra cosa, Jimmy, ¡al pestazo! —La carne siempre huele pasado un tiempo. —Tienes respuesta para todo, ¿eh? —Sí. —¿Estamos cerca? —Creía que conocías el camino. —Por las carreteras principales sí, pero con esta niebla… —Estamos pegados a la costa. No puede estar muy lejos. El pasajero, al oír esto, pensó: «¡Vaya si estamos pegados a la costa! ¡Con dos ruedas fuera del arcén y casi al borde de un precipicio!». No era solo eso lo que le ponía nervioso. Nunca antes había hecho el recorrido por la costa este, pero la costa oeste estaba ahora tan vigilada que no le quedaba otra opción. Era, por lo tanto, una carrera desconocida, y eso le perturbaba. —Allí hay una señal. —Frenaron para mirar a través de la niebla—.


La siguiente a la derecha. —El conductor arrancó de nuevo, puso el intermitente y giró para pasar a través de una verja de hierro que estaba abierta—. ¿Qué habríamos hecho si hubiese estado cerrada? —preguntó. —Tengo unos alicates. —Tienes una puta respuesta para todo. —Sí. Entraron en un pequeño aparcamiento sin pavimentar. Aunque no podían verlos, en un extremo había mesas de madera y bancos donde las familias de domingueros podían comer y pelearse con los insectos. Era un sitio popular por las vistas, un panorama ininterrumpido de mar y cielo a lo largo del horizonte. Abrieron las puertas y salieron de la furgoneta. Olieron y oyeron el mar. En lo alto, chillaban las gaviotas. —Los pájaros ya se han despertado… Quizá sea más tarde de lo que creíamos. Fueron a la parte trasera de la furgoneta y abrieron el maletero. El olor era tremendo. Incluso el estoico pasajero se tapó la nariz e intentó con todas sus fuerzas no respirar. —Cuanto antes terminemos, mejor —dijo. El cuerpo había sido colocado en dos sacos de fertilizante de plástico grueso, uno por encima de los pies y otro tapándole la cabeza, de tal forma que ambos se superponían en el medio, manteniéndose unidos gracias a un cordel y cinta adhesiva. Las bolsas estaban rellenas de ladrillos que las transformaban en una carga pesada e incómoda de llevar. Llevaron el grotesco paquete a rastras, mientras sus zapatos chapoteaban en la hierba húmeda al pasar por la señal de advertencia del borde del acantilado. Detrás, solo una endeble verja los separaba de su cometido. —No detendría ni a un maldito mocoso —comentó el conductor. Tenía arcadas, la saliva era como pegamento en su boca. —Ve con cuidado —le advirtió el pasajero. Saltaron la valla y avanzaron poco a poco hasta que vieron con toda claridad el borde del acantilado.

No había más tierra, solo una pared vertical que descendía hasta el mar turbulento. Sin más ceremonias, arrojaron el bulto al vacío, aliviados de haberse librado de eso. Observaron durante unos segundos cómo se precipitaba hacia el mar. —Bien, vamos. —Tío, el aire huele estupendo. El conductor se metió la mano en el bolsillo para buscar una petaca de whisky. No habían recorrido ni la mitad del camino de regreso a la furgoneta cuando oyeron el sonido de un motor y el crujir de unos neumáticos en la grava. —Joder. Los faros del vehículo iluminaron la furgoneta. —¡Los putos polis! —exclamó el conductor. —Tranqui —le advirtió el pasajero. Su voz era baja, y sus ojos mostraban determinación. El freno de mano se clavó y se abrió la puerta del coche. Apareció un agente. Llevaba una linterna. Había dejado los faros encendidos y el motor en marcha. No había nadie más en el coche. El pasajero sabía cuál era la situación. No era una trampa. Lo más probable era que el poli fuese allí al final de su turno nocturno. Tendría un termo o una manta en el coche y posiblemente solo quería disfrutar de un café o una cabezada antes de acabar su trabajo. —Buenos días —saludó el agente. No era joven, y no estaba habituado a tener problemas. A lo sumo, alguna riña de sábado por la noche en un bar, o rencillas entre granjeros. Había sido otra larga y aburrida noche para él, otra noche más cerca de la jubilación.

—Buenos días —respondió el pasajero. Sabía que podían salir del apuro si el conductor mantenía la calma. Pero luego pensó: «Yo soy el visible». —No se ve nada, ¿verdad? —dijo el policía. El pasajero asintió. —Por eso mismo nos detuvimos —explicó el conductor—. Decidimos esperar a que despeje. —Muy sensato. El conductor miró cómo el pasajero se volvía hacia la furgoneta y comenzaba a inspeccionar el neumático trasero del lado del conductor, y le daba un puntapié. Luego hizo lo mismo en la parte trasera del lado del pasajero, antes de agacharse para mirar debajo del vehículo. El policía observaba su actuación. —¿Algún problema? —En realidad no —respondió el conductor, nervioso—. Pero es mejor ser precavido. —Veo que han venido de lejos. El conductor asintió. —Desde Dundee. El policía frunció el ceño. —¿Desde Edimburgo? ¿Por qué no siguieron por la autovía o la A914? El conductor pensó deprisa. —Tuvimos que hacer una descarga en Tayport. —Incluso así, podrían haber… El conductor vio cómo el pasajero se situaba detrás del agente. Sujetaba una piedra en la mano. El conductor mantuvo la mirada fija en el poli mientras la piedra se alzaba y bajaba hacia la cabeza del agente. El monólogo del policía terminó abruptamente y su cuerpo quedó tendido en el suelo. —Fantástico. —¿Qué otra cosa podíamos hacer? —El pasajero se dirigió hacia su asiento—.

¡Venga, larguémonos! —Cierto —dijo el conductor—, un minuto más y hubiese descubierto tu… eh… El pasajero le miró con ojos cortantes. —Querrás decir que un minuto más y hubiese olido el alcohol en tu aliento. No dejó de fulminarle con la mirada hasta que el conductor admitió la acusación con un movimiento de hombros. Salieron del aparcamiento abriéndose paso entre la niebla. Las gaviotas gritaban irritadas en las alturas. El motor del coche del policía continuaba en marcha y los faros iluminaban la figura inmóvil del que hasta ese momento había sido su conductor. 1 Todo ocurrió porque John Rebus estaba en su salón de masajes favorito leyendo la Biblia. Sucedió porque un hombre entró por la puerta creyendo erróneamente que cualquier salón de masajes situado cerca de una cervecería y media docena de buenos bares tenía que ser a la fuerza un prostíbulo disfrazado y, como tal, debía de atender a los que acababan de cobrar la paga del viernes y a los borrachos habituales. Pero el Organillero, el inquilino temeroso de Dios, dirigía un negocio legal, un lugar donde los músculos cansados quedaban como nuevos. Rebus estaba cansado: cansado de discusiones con Patience Aitken, de su trabajo y del hecho de que su hermano hubiese aparecido de la nada buscando refugio. Había sido esa clase de semana. La noche del lunes había recibido una llamada de su apartamento en Arden Street. Los estudiantes, sus inquilinos, tenían el teléfono de Patience y sabían que podían encontrarle allí. Sin embargo, esa fue la primera vez que tenían un motivo. Ese motivo se llamaba Michael Rebus. —Hola, John. Rebus reconoció la voz de inmediato. —¿Mickey? —¿Cómo estás, John? —Joder, Mickey. ¿Dónde estás? No, olvídalo, sé dónde estás. Quiero decir —Michael se reía con suavidad— que oí que te habías ido al sur. —No funcionó. —Bajó el tono de voz—. La cuestión es, John, ¿podemos hablar? No estaba seguro de hacerlo, pero de verdad necesito hablar contigo. —Tú dirás. —¿Debo ir ahí? Rebus pensó deprisa.

Patience estaba recogiendo a sus dos sobrinas en Waverley Station, pero de todas maneras… —No, quédate donde estás, ya iré yo. Los estudiantes son buenos chicos, quizá te preparen una taza de té o te ofrezcan un porro mientras esperas. Hubo un silencio, luego la voz de Michael: —Podría haberme evitado el comentario. —Colgó. Michael Rebus había cumplido tres de los cinco años de condena que le habían caído por tráfico de drogas. Durante ese tiempo, John Rebus había visitado a su hermano menos de una media docena de veces. Se había sentido aliviado, más que cualquier otra cosa, cuando al salir de la cárcel, Michael había cogido un autobús dirección a Londres. De eso ya hacía dos años, y los hermanos no habían intercambiado palabras desde entonces. Pero ahora, Michael estaba de vuelta, y traía con él los malos recuerdos de un período en la vida de John Rebus que prefería no recordar. El apartamento de Arden Street estaba sospechosamente arreglado cuando llegó. Solo había dos estudiantes en el piso, una pareja que dormía en lo que había sido el dormitorio de Rebus. Habló con ellos en el vestíbulo. Los chicos habían quedado con alguien y se fueron tras una breve charla, no sin antes entregarle a John otra carta de Hacienda. Cuando se marcharon, reinó el silencio en el apartamento. En realidad, Rebus habría preferido que se hubiesen quedado. Sabía que Michael estaría en la sala de estar y, efectivamente, ahí estaba, agachado ante el equipo de música y fisgando entre las pilas de discos. —Mira todo esto… —dijo Michael, de espaldas a Rebus—. Los Beatles y los Stones, lo que siempre solías escuchar. ¿Recuerdas cómo volvías loco a papá? ¿Cómo se llamaba aquel tocadiscos…? —Un Dansette. —¡Eso es! Papá lo consiguió con los cupones descuento de los paquetes de cigarrillos. —Michael se levantó y se volvió hacia su hermano—. Hola, John. —Hola, Michael. No se abrazaron, ni se dieron la mano. Solo se sentaron, Rebus en la silla, Michael en el sofá.

—Este lugar ha cambiado —comentó Michael. —Tuve que comprar unos cuantos muebles antes de poderlo alquilar. Rebus echó un vistazo, suficiente para ver las quemaduras de cigarrillos en la alfombra y los carteles pegados en la pared, contraviniendo sus instrucciones explícitas. Abrió la carta de Hacienda. —Tendrías que haber visto cómo se pusieron en acción cuando les dije que iba a venir. ¡Qué manera de fregar y de barrer! ¿Quién dice que los estudiantes son unos vagos? —Son buenos chicos. —¿Cuándo ocurrió todo esto? —Hace unos meses. —Me dijeron que estabas viviendo con una doctora. —Se llama Patience. Michael asintió, balanceando su rostro enfermo y pálido. Rebus intentó no parecer interesado, pero lo estaba. La carta de Hacienda insinuaba con claridad que sabían que estaba alquilando el apartamento, y entonces ¿por qué no declaraba los ingresos? Sentía un hormigueo en la nuca, como solía pasarle desde que se la había quemado en el incendio. Los doctores decían que no había nada que pudieran hacer. Se guardó la carta en el bolsillo.

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