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El Leon y El Chacal – Arnaldo Visconti

El velero de alargado espolón llevaba a ambos lados de la parte alta de proa el nombre: “Islam”. En lo alto de su mástil, enarbolaba pabellón azul, donde ondeaba una media luna. En el puente de mando, Cheij Khan, desnudo el torso, ofrecía a la caricia del sol su fibrosa contextura esbelta, donde, como decía Bourka, el joasme luchador, “no había carne, sino piedra”. A su lado, Tartar, el coloso de rostro triangular, cráneo rapado, con la sola capilaridad de una “fantasía” que en coleta caíale sobre una sien, alzaba el rostro, sin cejas ni pestañas, y sus ojos redondos tenían la mayor semejanza con los de una colérica lechuza. En la cara interna del antebrazo izquierdo de Cheij Khan, lucían unos signos cabalísticos, en persa. Un tatuaje que sólo Tartar había traducido, sin comprender el significado de la frase: “Carlos Lezama, de Lanzarote, abril diecisiete, diez.” Y en el antebrazo de Tartar, tatuado a punta de cuchillo por él mismo, leíase: “Cheij Khan”. Era su juramento de fidelidad. —El tigre no hace ruido cuando va a saltar, capitán Cheij-acababa de decir Tartar, con su habitual impavidez. —Basta con las adivinanzas del viejo sensato Harbin-replicó Cheij Khan, también con su habitual rostro desdeñoso. A menudo hacía gala de aquel infinito desdén que despertaba obscuros temores en el fuero interno de los joasmes tripulantes, del “Islam”. —El pabellón con la media luna despertará excesivas curiosidades entre los navegantes, capitán Cheij. —Y en aguas poco profundas, el tiburón puede ser víctima de los peces pequeños-replicó Cheij Khan, fríamente —. Manda, pues, arriar el pabellón. Tienes razón: el chacal debe cazar mientras los pastores duermen. Hacía solamente un día que el “Islam”, alejándose del delta del Orinoco, emprendía el largo viaje hacia la Costa Dorada. Tartar encaminóse al pie del mástil para ordenar a un joasme que soltara él cabo que retenía en lo alto el pabellón. Desde un rincón de cubierta, guiñando los ojos, Harbin-el-Neid miró cómo iba descendiendo el pabellón. Sintió a su alrededor la interrogante mirada de los demás joasmes, y, apresuradamente, encaminóse hacia el puente de mando. —El sol te ilumine el corazón, capitán Chacal-saludó el viejo joasme. —Y a ti te entibie los miembros, viejo sensato. —Se mueve el velero, y los valientes joasmes están contentos, porque navegar conduce a puertos. —Está escrito: barco anclado, pronto se pudre. —Murió el hombre que llevabas enjaulado, capitán Chacal. —Murió al perder la vida.


—De nuevo usas conmigo esa burla de los blancos. —Cesa en rodeos, Harbin. ¿Qué quieres preguntar? —La media luna no campea ya en el azul del cielo. —Cuando el tigre va a saltar no hace ruido, Harbin-el-Neid. Y tú comprenderás la semblanza, porque dado eres a adivinanzas. No te importe no ver la luna: los perros aúllan, pero la luna gran linterna del firmamento, sigue serena. Mesóse Harbin unos instantes la rala barba blanca: —Tú que eres todo sabiduría, capitán Chacal, no deberías menospreciar mi ingenio. —No enjuicies cuando no estés cierto. Yo no menosprecio tu ingenio, viejo sensato. —Te burlas de mis adivinanzas. —Me eduqué en tierras de blancos prácticos, que no pierden tiempo dando rodeos. —La adivinanza es ejercicio que agudiza las garras del cerebro, que así están siempre abiertas a todo. —Tú lo dices, y yo soy un joven respetuoso con tu larga experiencia, más poblada que tu barba. —Esta noche estuve pensando una nueva adivinanza, capitán Chacal. Y quisiera que tú la oyeras. —Oídos tengo siempre para ti, Harbin-el-Neid. —Muchos tienen entrada al Paraíso porque hacen caso de los ancianos. Escucha mi adivinanza, capitán Chacal: “Está en el prado, pero nunca se siega. Está en el río, pero nunca se moja. Está en la tienda, pero nunca se vende. Está en tu pelo, pero nunca lo peinas.” Y satisfecho, el viejo joasme dióse unos tirones de barba, mientras miraba maliciosamente a Cheij Khan. Éste, lentamente, giró la vista a su alrededor como si meditara, y vio a Tartar que, próximo a ellos dos, señalaba el sol. —Difícil es tu adivinanza, Harbin —fingió Cheij Khan—. Pocos podrán responderte.

—Tu inteligencia de capitán puede resolver. —Indudablemente. Pero antes quiero yo exponerte un acertijo que también he pensado. —Oh, bien, capitán Chacal. Debes primero darte por vencido. —¿Yo? La respuesta a tu enigma es sencilla: es el rayo del astro solar. Harbin-el-Neid, maravillado, asintió, experimentando íntimo rencor. —Tú vas a darte por vencido ahora y… siempre, viejo sensato. Si soy vuestro capitán es porque os gano en fuerza, astucia y cerebro. Acierta, si puedes, que no podrás, viejo sensato. ¿Qué cosa es la que yo veo, pero tú no, y no obstante está más cerca de ti que de mí? El joasme hízose repetir varias veces la pregunta, y, al final temblorosa de cólera contenida, su barba, aceptó: —Vencido, capitán Chacal. ¿Qué cosa es esa? —Te propongo otra más fácil: ¿Cómo impedirás que el gallo cante en domingo? También esta vez tuvo que darse por vencido el joasme. —Lo que tú no ves y yo sí, pese a estar más cerca de ti que de mí, es tu espalda. Y en cuanto a la manera más segura de impedir que un gallo cante en domingo, es matarlo el sábado por la noche. Te permito que presumas delante de los joasmes. Que el sol siga peinando tus barbas, Harbin-el-Neid. Instantes después de haberse ido el viejo joasme, Cheij Khan sonrió levemente, diciendo: —Medida prudente la de tener siempre un espía que te cuente todo lo que dice Harbin-el-Neid, Tartar. —El jefe debe siempre saberlo todo, Cheij. Cheij Khan entró en el compartimiento donde, tras la jaula, yacía el cadáver de Lyon d’Arcy. Le despertó de su ensimismamiento un leve grito que resonó a sus espaldas. En el umbral, Mireya de Ferjus, seguida por un joasme que relevábase continuamente en vigilancia de la prisionera, miraba aterrorizada al descarnado muerto. —Tú conociste a este hombre, Mireya-dijo Cheij Khan. Acercóse ella, y, tras concentrarse, pudo reconocer en los rasgos cadavéricos los peculiares del gascón Lyon d’Arcy. —¡Es Lyon d’Arcy! —Era… Ese hombre al morir, me priva de un testimonio que demostraría que yo no cometí los cuatro crímenes de que me acusaron allá en los bosques de Civry. Pero no me rebelo contra mi sino.

Todo está escrito en el libro de nuestras vidas. —Lyon d’Arcy es el caballero que, junto con mi hijo el marqués de Ferjus y su profesor de música, demostró que tú mataste a los tres amigos de Diego Lucientes. —Mintieron los tres, y ese hombre ha muerto de terror porque, sabedor de que él era el criminal, no pudo resistir mi presencia. Y nada le hacía… Es más, hasta a veces le acaricié el cabello. —Eres perverso a instantes, “Chacal” —dijo ella, estremeciéndose y saliendo a cubierta. —Y tú me hablas con demasiada libertad. Abusas, no ya de tu prerrogativa de mujer, que eso para mí no cuenta, sino de que has percibido con ese sentido femenino que suple la inteligencia, que yo, por creerte buena, te tolero mucho. —A veces no puedo evitar el sentir pena hacia ti, “Chacal”. Lástima. —Si pretendiste ofenderme, lo has logrado. —Lástima porque creciste solo, y el tronco sin apoyo ni mano cariñosa que le ayude a subir, se tuerce y rastrea. —El ser madre no te autoriza a hablar en tono de protección. No olvides que tú eres mi prisionera. Y Cheij Khan separóse de Mireya, para encerrarse en su propio camarote, donde, tras mucho tiempo y laboriosidad, logró componer una carta, en cuyo sobre escribió: “Cheij Khan, “El Chacal”, al conde Ferblanc, en Puerto Colombia.” La misiva decía: “Conde Ferblanc, renegado pirata traidor: “Habrás oído hablar de un pirata novel llamado Cheij Khan y apodado “El Chacal”. Mando en nave de cien piratas joasmes, y mi lugarteniente es tártaro, avezado navegante. Mi nave es el “Islam” y en combate abierto hundiría a tu “Aquilón”. “Pero no en lucha de barcos la que pretendo, conde Ferblanc. Tú diste muerte a mis padres. Tú debes entre mis manos pagar el crimen que conmigo cometiste. “Por ti, sin hogar he vivido. Por ti, desconozco las caricias de una madre. Por ti, vagabundo he ido deslizándome de mal en mal. Por ti, haciéndome temible, fui culpado sin defensa posible de crímenes que me achacaron. Tu sombra funesta marca, pues, con signo luctuoso mi existencia.

“Está en mi poder tu esposa. Me ha de servir de señuelo, tal como imaginó Narciso Leblond. No quiero que, cobardemente, puedas tú rehuir el combatir conmigo. “Hablan mucho de ti, conde Ferblanc. Humo de lisonjas, que canta tu valentía, tu fortaleza y tu fiera bravuconería. Pero ya sabrás quién soy yo, conde Ferblanc. Tardíamente, porque a nadie podrás contárselo. Narcisse Leblond me hizo pirata… y me teme. “En combate frente a frente, redundará en mayor triunfo y renombre de “El Chacal”, el haberte aplastado, terminando con tu aureola de invencible. “Y ceso en las bravatas que cumpliré. Paso a hablar de tu esposa. Favor he de hacerle al matarte. Ella es buena… ¿Cómo pudo amar a pirata renegado y traidor como tú? “Yo podría darte tortura moral y anunciarte martirios para tu esposa. Pero… hay algo dentro de mí, una debilidad que mi otro “yo” no te perdona. A un pendenciero bravucón y asesino como tú, no deben tenérsele consideraciones. Pero tu esposa tiene figura de virgen italiana, como las pintadas por los artistas místicos. “Nada me importa en el mundo. Desprecio a los humanos… Pero hay algo indefinible alrededor de Mireya de Ferjus. Flores del desierto exhalan aromas tenues. En el desierto de árida sequedad que es el mundo, Mireya de Ferjus tiene el aroma de una flor besada por el rocío de pureza del alba, cuando aun el aliento humano no emponzoña el céfiro mañanero. “Ese será tu castigo, conde Ferblanc. Nunca más volverás a ver a Mireya… Tan pronto quedes tú destrozado a mis pies, ella será libre. No habrá sufrido daño alguno. Pero tú nunca más la has de volver a ver. Ese es tu castigo, conde Ferblanc.

“Mi rumbo es la Costa Dorada. Allá te espero, conde Ferblanc. Y en los largos días en que me persigas, piensa constantemente en esto: Nunca, nunca volverás a ver a Mireya… Cheij Khan, “El Chacal”. Quedóse unos instantes pensativo Cheij Khan. Luego dobló las dos hojas, que introdujo en el voluminoso sobre formado por un pergamino doblado ingeniosamente. Poco después, ante Mireya de Ferjus, dijo lentamente: —¿Amas mucho a tu esposo? —Si quieres burlarte, “Chacal”, ríe cuanto quieras. Hora tras hora, sufro por la ausencia del que está lejos de mí. —Cuando se hacía a la mar, sola te dejaba. —Pero yo le sabía feliz, y no inquieto por mí. —¿Te agradaría escribirle? —No seas maligno, Cheij Khan…, si no piensas permitírmelo, no debe a atormentarme. Eso hace días que quería suplicarte… —¡Escribe! —exclamó Cheij Khan. Hazlo pronto, porque hay hombre esperando a llevarse esa carta a la costa. Mireya de Ferjus alisó una hoja, y escribió: “Mi Carlos: > “Añado personalmente estas líneas, porque “El Chacal” ha accedido a mi petición. No te miento y no es para tranquilizarte, si afirmo no haber recibido el menor daño.” “El Chacal”… es el joven que Gabrielle Lucientes amó. La suponía muerta, y quizá podrá justificarse de lo que le acusan… Devolverle la ilusión, es librarme de constituir para ti un señuelo. “E1 Chacal” me ha jurado que si no le he mentido, y es cierto que Gabrielle vive en Bogotá, tal como le he dicho, me pondrá en libertad. «Mientras, soy tratada con deferencia. No es un pirata vulgar. Es joven culto, aunque amargado por orfandad. Yo sé que tú, frente a él, desvanecerás su error. “Es extraño, Carlos…, pero no consigo odiar a este joven. Creo que la vida le ha maltratado… y podría haber sido bueno, generoso y feliz.” Ladeó el rostro Mireya al sentir en su hombro un toque que Cheij Khan, imperativamente, acababa de darle con la punta de los dedos. —No deseo que tu esposo forme un mal concepto de mí, al pintarme tan digno de lástima.

Abrevia. No va a esperar el mensajero tanto tiempo. Añadió Mireya con su fácil letra: “Acaba de leer por encima de mi hombro, y cortésmente me ruega ponga fin, porque no desea formes un mal concepto de él. Posee una ironía hiriente…; pero no consigo odiarle… “Pronto nos veremos, Carlos, Hora tras hora estoy pensando en ti, “Mireya” Sin decir palabra, cogió Cheij Khan lo escrito. Cuando estaba de nuevo en el puente de mando estremecióse al sentir en el dorso de su mano un roce suave. Mireya de Ferjus acababa de besar su mano. —Detesto esas feminidades-dijo el hijo del Pirata Negro retirando su mano como si algo le hubiera quemado —. Te oí venir, pero creí que deseabas contemplar la hermosura de este paisaje. Es bello el mar… Siento en mí, como nostalgias de otros tiempos… Quizá de otra vida en que fui compañero de Ulises. —Has sido caballeroso al permitir que escribiera a mi esposo. Y ten por seguro, Cheij Khan, que las buenas acciones siempre obtienen recompensa. —Dice el proverbio mahometano: “Dale pan al hambriento, lecho al fatigado y amparo al huérfano, y te echarán en cara que el pan es duro, el lecho también y tu techo tiene goteras”. —Tu amargura no ha de durar eternamente, Cheij Khan. Habrá paz para tu espíritu… —Cese la miel de tus palabras. Y… pensando estoy algo que te causará gracia. Mireya de Ferjus, contemplando la mueca en rictus sarcástico del hijo del Pirata Negro, dijo: —Vas a procurar ofenderme. Pero no lo lograrás, “Chacal”. Yo creo que cuando eres bruto y leal, eres un niño que aun no ha crecido mentalmente. Sí… Es falso tu cinismo. Son capas que te han prestado los malos hombres, y las compañías indignas que te han rodeado.

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