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El ladrón de tiempo – John Boyne

Corre el año 1758 cuando el joven Matthieu Zéla abandona París acompañado por su hermano menor, Tomas, y por Dominique Sauvet, la única mujer a quien amará de verdad. Además de haber sido testigo de un brutal asesinato, aunque aún no lo sabe, Matthieu lleva consigo otro terrible secreto, una característica insólita y perturbadora: su cuerpo dejará de envejecer. Así, su prolongada existencia nos llevará desde la Revolución francesa hasta el Hollywood de los años veinte, de la Gran Exposición Universal de 1851 a la crisis del 29, y cuando el siglo XX llegue a su fin, la mente de Matthieu albergará un cúmulo de experiencias que harán de él un hombre sabio, aunque no necesariamente más feliz.


 

Nunca muero. Sólo me vuelvo más y más viejo. No obstante, si me vieseis en este momento probablemente me echaríais unos cincuenta años. Mido un metro ochenta y cuatro; convendréis conmigo en que no está mal para un hombre. En cuanto al peso, fluctúa entre los ochenta y seis kilos y los cien, nada fuera de lo común, aunque debo admitir que, a medida que el año avanza, tiendo a alejarme de la primera cifra para aproximarme a la segunda, pues si bien en enero me impongo una dieta de choque y no me permito ningún exceso ni glotonería hasta que concluy e agosto, cuando empieza el frío me veo en la necesidad de aumentar mis reservas de grasa. Por fortuna, el cabello —en el pasado una melena abundante, oscura y bendecida con sedosos rizos— ha resistido a la tentación de caer del todo; sólo se ha vuelto un poco más ralo en la coronilla y ha adquirido unos tonos plateados, por lo demás, bastante seductores. Mi tez es morena y, aunque bajo los ojos se me forman unas pocas y minúsculas líneas de expresión, sólo los críticos más severos insinuarían que tengo arrugas. A lo largo del tiempo no han faltado quienes —tanto hombres como mujeres— han señalado mi encanto no exento de cierto atractivo sexual. He de reconocer que cuando me echan menos de cincuenta me siento profundamente halagado, pues han pasado muchos años desde que podía decir sin faltar a la verdad que sólo había visto cincuenta primaveras. Se trata de una simple cuestión de edad, o al menos de la edad que represento, y en la que llevo estancado la mayor parte de mis doscientos cincuenta y seis años de existencia. Soy viejo. Quizá parezca relativamente joven y me asemeje, por mi aspecto, a la may oría de los hombres nacidos cuando Truman ocupaba la Casa Blanca, pero estoy muy lejos de la flor de la juventud. Siempre he creído que la belleza es el más engañoso de los rasgos humanos, y tengo la gran satisfacción de presentarme como la prueba concluyente de mi propia teoría. Nací en París en 1743, durante el reinado de los Borbones; por entonces ocupaba el trono Luis XV y la ciudad aún se mantenía bastante tranquila. Como es natural, he olvidado muchos de los sucesos políticos de la época; sin embargo, conservo algunos recuerdos de mi infancia y de mis padres, Jean y Marie Zéla. A pesar de las continuas crisis financieras que atravesaba el país, éramos una familia relativamente acomodada; Francia estaba sumida en pequeñas y frecuentes guerras que privaban a las ciudades de sus recursos naturales y de los hombres capaces de explotarlos. Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, aunque no en un campo de batalla. Trabajaba de copista para un célebre dramaturgo de la época cuy o apellido no os sonará de nada pues, al igual que su obra, ha caído en el olvido. He decidido excluir los nombres de personajes desconocidos a fin de ahorrarme la engorrosa tarea de presentar una lista al principio de estas memorias (entendedme, en doscientos cincuenta y seis años uno llega a conocer a mucha gente). A mi padre lo mataron cuando volvía a casa procedente del teatro a altas horas de la noche. Se desplomó al recibir el impacto de un objeto afilado en la nuca y a continuación lo degollaron con una navaja. Nunca se encontró a los culpables; entonces había tantos actos de violencia gratuita como en la actualidad, y la justicia era igual de arbitraria.


Sin embargo, el dramaturgo era un buen hombre y asignó una pensión a mi madre, de modo que durante el resto de su vida jamás pasamos hambre. Mi madre, Marie, moriría en 1758, aunque antes volvió a casarse con uno de los actores de la compañía teatral donde había trabajado mi padre, un tal Philippe DuMarqué, que sufría delirios de grandeza y solía proclamar a los cuatro vientos que una vez había actuado ante el mismísimo papa Benedicto XIV en Roma. En una ocasión en que mi madre se burló de él por esa fanfarronada, su adorable marido le propinó una paliza terrible. Pese a formar un matrimonio infeliz y marcado por la violencia recurrente, tuvieron un hijo, mi medio hermano, Tomas, nombre que desde entonces se ha convertido en característico de la familia. De hecho, su tataratataratataratataratataranieto, Tommy, vive a pocos kilómetros de mi casa, en el centro de Londres, y cenamos juntos a menudo, ocasiones en que le « presto» dinero para que pueda pagar las deudas que acumula debido a su derrochador y ambicioso estilo de vida, por no mencionar sus, hablando en plata, facturas farmacéuticas. Sólo tiene veintidós años, pero al paso que va dudo que llegue a los veintitrés. Las fosas nasales permanentemente enrojecidas debido a las ingentes cantidades de cocaína que lleva ocho años metiéndose, un tic en la nariz que recuerda al de esa bruja ama de casa y los ojos vidriosos de un zombi son sus rasgos más sobresalientes. Cuando cenamos juntos, siempre a mis expensas, una de dos: o está animado por un nerviosismo eléctrico, o sumido en una profunda depresión. Lo he conocido en el estado histérico y en el catatónico, y no sé cuál prefiero. De pronto se echa a reír sin motivo aparente, y siempre se esfuma poco después de que le preste dinero, reclamado por negocios urgentes. Si no supiera lo problemático que ha sido siempre su linaje —como veréis, todos y cada uno de sus antepasados han tenido un final desdichado—, trataría de buscar ayuda, pero no merece la pena. Hace mucho que dejé de entrometerme en la vida de los sucesivos DuMarqué, quienes, por otra parte, jamás han agradecido mi apoyo. En mi fuero interno me digo que no debería tomarles demasiado apego, porque los Tomas, los Thomas, los Thom, los Tom y los Tommy indefectiblemente mueren jóvenes y siempre hay otro esperando a la vuelta de la esquina para importunarme. Es más, hace sólo una semana Tommy me comunicó que había « preñado» , para emplear su delicada expresión, a su novia actual, de modo que no puedo por menos de suponer, pues así me lo dicta la experiencia, que tiene los días contados. Estamos en pleno verano y se espera que el niño nazca en navidades; Tommy ha proporcionado un heredero a la línea de los DuMarqué, y, como el macho de la viuda negra, ya no hay razón para que siga existiendo. Llegados a este punto podría añadir que hasta finales del siglo XVIII, época en que alcancé la edad de cincuenta años, no dejé de envejecer físicamente. Hasta ese momento había sido un hombre como los demás, aunque siempre cuidé mucho mi aspecto —algo atipico entonces— y me empeñé en mantener el cuerpo y la mente sanos, una preocupación que tardaría nada menos que un siglo y medio en ponerse de moda. En realidad, me parece recordar que en torno a 1793 o 1794 me percaté de que mi aspecto no cambiaba, lo que al principio me complació, entre otras razones porque en las postrimerías del siglo XVIII era poco menos que inaudito llegar a mi edad. Hacia 1810, cuando lo normal habría sido que aparentase setenta años, el asunto empezó a espantarme, y en 1843, al cumplirse el centenario de mi nacimiento, y a sabía que me sucedía algo fuera de lo común. Pero para entonces me había acostumbrado. Nunca he consultado a ningún médico respecto a mi condición, pues durante largo tiempo he seguido el lema « ¿Para qué tentar a la suerte?» . Y no soy como esos personajes de ficción que rezan para que les llegue la muerte a fin de librarse del cautiverio de la vida eterna; los gimoteos y lamentos de los inmortales no me van. Después de todo, soy muy feliz. Llevo una existencia constructiva. Aporto mi granito de arena al mundo en que vivo.

Y quizá al final mi vida no sea eterna. El hecho de haber llegado a los doscientos cincuenta y seis años no significa necesariamente que vay a a cumplir doscientos cincuenta y siete. Aunque sospecho que sí. Sin embargo, estoy anticipándome a los acontecimientos, de modo que permitidme que por un momento retroceda dos siglos y medio en el tiempo y vuelva a Philippe, mi padrastro, que sobrevivió a mi madre debido a que se excedió con los golpes que le propinaba. Una noche la pobre cayó al suelo y ahí quedó tendida, mientras la sangre le manaba de la boca y el oído izquierdo, para no levantarse más. Por entonces y o era un chico de quince años, y tras asegurarme de que mi madre tenía un entierro digno y Philippe era juzgado y ajusticiado por su crimen, abandoné París con el pequeño Tomas de la mano en busca de fortuna en otro lugar. Fue entonces cuando, viajando de Calais a Dover con mi medio hermano a cuestas, conocí a Dominique Sauvet, mi primer amor verdadero y posiblemente la chica con la que ninguna de mis diecinueve esposas y cerca de novecientas amantes puede compararse. 2 Conozco a Dominique He oído decir muchas veces que el primer amor nunca se olvida; sólo la novedad de la emoción bastaría para convertirla en un recuerdo imperecedero incluso para el corazón más duro. Ahora bien, aunque eso no resulta nada extraño cuando se habla del hombre medio, que a lo largo de su vida tiene quizá una docena de amantes, aparte de una o dos esposas, es más difícil para alguien como yo, que he vivido tanto tiempo. Me atrevo a afirmar que he olvidado el nombre y la identidad de cientos de mujeres con las que mantuve relaciones extraordinariamente satisfactorias; de hecho, cuando tengo un buen día sólo soy capaz de recordar a unas catorce o quince esposas… pero Dominique Sauvet permanece en mis pensamientos como un hito que señala el fin de mi niñez y el comienzo de una nueva vida. El barco que hacía la travesía de Calais a Dover iba abarrotado y sucio, y no había forma de escapar al aire viciado y el hedor a miseria, orines, sudor y pescado podrido. Sin embargo, pocos días antes había presenciado el ajusticiamiento de mi padrastro, y me sentía eufórico. En medio de una pequeña multitud, había rezado para que el reo mirara en mi dirección. Al apoyar la cabeza sobre el tajo, me vio; por un instante nuestros ojos se encontraron, y temí que no me reconociera a causa del terror que lo embargaba. La sangre se me heló en las venas, pero aun así me alegré de su muerte inminente. A pesar de los siglos transcurridos no he conseguido olvidar la visión del hacha cayendo y rebanando de un golpe el cuello de mi padrastro, el gemido de la muchedumbre, la gran ovación que siguió y la aparatosa vomitona de un joven. Un día, cuando tenía unos ciento quince años, fui a escuchar a Charles Dickens leer una de sus novelas, y al llegar a una escena en que aparecía una guillotina, no pude evitar levantarme y abandonar la sala; así de turbador era el recuerdo de ese suceso ocurrido un siglo antes, así de espantosa la visión de mi padrastro sonriéndome antes de morir, a pesar de que la guillotina no fue implantada hasta el estallido de la Revolución, unos treinta y tantos años después. Recuerdo que mientras me iba el novelista me clavó una mirada gélida; quizá pensó que su obra me disgustaba o que la encontraba aburrida; no podía estar más lejos de la verdad. Decidí que Inglaterra sería nuestro nuevo hogar porque se trataba de una isla completamente desligada de Francia, y me gustaba la idea de vivir en un país soberano y autosuficiente. No fue una travesía larga y pasé la mayor parte del tiempo cuidando de mi hermano de cinco años, que estaba muy mareado y parecía empeñado en arrojar por la borda todo cuanto su estómago apenas podía contener. Lo llevé hasta la barandilla y lo senté junto a ésta para que el viento fresco le diese en la cara, confiando en que eso lo aliviase. Fue en ese momento cuando vi a Dominique Sauvet, de pie a pocos pasos de nosotros. Con su abundante y oscura cabellera al viento, sostenía una luz en lo alto mientras contemplaba la costa francesa, sumida en el recuerdo de sus propios problemas. Me descubrió observándola y me miró un instante. Poco después volvió a fijarse en mí.

Sonrojado y y a enamorado, cogí en brazos a Tomas, que en el acto se echó a llorar otra vez. —Calla —rogué—. ¡Chist! No quería dar la impresión de que era incapaz de cuidar del niño, pero me resistía a permitir que chillara, llorara u orinase allí donde le viniera en gana, como hacían otros niños del pasaje. —Tengo agua fresca. —Dominique se aproximó y me tocó levemente el hombro; sus finos y níveos dedos rozaron la piel que dejaba al descubierto el largo desgarrón de mi camisa barata, y la excitación me hizo arder de pies a cabeza—. Tal vez lo calme un poco. —Gracias, se repondrá —respondí nervioso. Dirigirme a esa bella aparición me daba miedo y, al mismo tiempo, en mi fuero interno me maldije por mi torpeza. No era más que un niño y no podía pretender ser otra cosa. —Tómala, no la necesito, de verdad —insistió—. De todos modos, no falta mucho para llegar. —Se sentó y, mientras me volvía lentamente, vi que deslizaba una mano por debajo del vestido y sacaba un pequeño frasco de agua limpia—. Pensé que sería mejor esconderlo —explicó—. Por si intentaban robármelo. Sonreí y lo acepté, y mientras desenroscaba el tapón observé a la muchacha. Le di el agua a Tomas, que, agradecido, bebió un poco. Parecía más tranquilo. —Gracias —dije, aliviado—. Eres muy amable. —Antes de partir de Calais cogí algunas provisiones por si acaso. Por cierto, ¿dónde están vuestros padres? ¿No deberían hacerse cargo del niño? —Ambos descansan a dos metros bajo tierra en un cementerio de París. Mi madre murió a manos de su marido; en cuanto a mi padre, lo asesinaron unos ladrones. —Lo lamento. Así pues, te encuentras en la misma situación que yo: viajas solo. —Tengo a mi hermano.

—Ya. ¿Cómo os llamáis? Le tendí la mano y me sentí mayor, como un adulto, como si el simple acto de estrechar la mano de una persona confirmara mi independencia. —Matthieu —respondí—, Matthieu Zéla. Y este crío vomitón es mi hermano Tomas. —Dominique Sauvet —se presentó y, sin hacer caso de mi mano tendida, nos dio sendos besos en la mejilla, alterándome aún más—. Encantada de conoceros. En ese momento empezó nuestra relación, y más tarde, esa misma noche, prosiguió en la diminuta habitación del albergue de Dover donde nos hospedamos los tres. Con diecinueve años cumplidos, Dominique era cuatro mayor que yo y, como es natural, me aventajaba un poco en experiencias amorosas. Compartimos la cama y nos apretujamos para darnos calor, atenazados por el deseo. Al rato deslizó una mano por debajo de la fina y apolillada sábana que a duras penas nos cubría y la deslizó por mi pecho y un poco más abajo, hasta que nos besamos y dimos rienda suelta a nuestra excitación. Cuando despertamos a la mañana siguiente, el recuerdo de lo ocurrido me asustó. Contemplé su cuerpo a mi lado; la sábana la cubría recatadamente, pero no lo suficiente para impedir que me acometiera el deseo una vez más, y temí que se arrepintiera de nuestro comportamiento de la noche anterior. De hecho, cuando al fin abrió los ojos, se produjo una situación embarazosa, pues se tapó del todo con la única sábana de que disponíamos y, para mi gran turbación, dejó expuestas a su mirada más partes de mi anatomía. Finalmente se ablandó y me atrajo hacia sí con un suspiro. Pasamos el día deambulando por Dover con Tomas a remolque; la gente debía de tomarnos por un joven matrimonio con un hijo. Me sentía en la gloria, convencido de que era la vida más perfecta que posiblemente tendría jamás. Deseaba que el día no acabara, pero también que pasase rápido para así volver a nuestra habitación cuanto antes. Por la noche, sin embargo, sufrí un gran desengaño. Dominique me pidió que durmiera en el suelo con Tomas y, cuando protesté, replicó que si no lo hacía me cedería la cama y sería ella quien se acostaría junto a mi hermano, de modo que callé. Me habría gustado preguntarle qué pasaba, por qué de pronto me rechazaba de ese modo, pero no encontré las palabras adecuadas. Temí que si exigía más de lo que estaba dispuesta a darme me tomara por un crío estúpido e infantil, y no estaba dispuesto a que me despreciase. Ya había decidido que la cuidaría y viviría con ella el resto de mi vida, pero de pronto tuve la certeza de que Dominique pensaba que yo sólo era un niño de quince años y que, si tenía que labrarse un futuro, era improbable que fuese a mi lado. Se hacía ilusiones de encontrar algo mejor. Como se descubriría más adelante, se equivocaba. 3 Enero de 1999 En la actualidad vivo en un piso muy agradable orientado al sur en el barrio londinense de Piccadilly.

Ocupa el sótano de una casa de cuatro plantas. La parte superior del inmueble pertenece a un antiguo ministro del gobierno de Margaret Thatcher cuyas pretensiones de asegurarse un escaño en la Cámara de los Lores se vieron desestimadas de plano por el siguiente primer ministro, John Major —a quien despreciaba por un incidente ocurrido años atrás, en la época en que era responsable de la secretaría de Hacienda—, a consecuencia de lo cual acabó en el mundo, menos prestigioso pero económicamente mucho más gratificante, de la televisión vía satélite. Como principal accionista de la sociedad en que trabaja mi vecino de arriba, me intereso por su carrera profesional, y fui en parte responsable de que lo contrataran para dirigir un programa político de entrevistas que se emite tres veces por semana y cuyo índice de audiencia, debido a que el público empieza a considerar al exministro una vieja gloria, ha bajado mucho en los últimos tiempos. Aunque encuentro absurdo que alguien de la década anterior pueda parecer una vieja gloria —sin duda mi longevidad constituye un ejemplo de todo lo contrario—, sospecho que la carrera profesional del hombre está entrando en su recta final, y no puedo sino lamentarlo, pues es un tipo bastante agradable y de gustos refinados, cualidad esta última que compartimos. Ha tenido la gentileza de invitarme a su casa en más de una ocasión, y una vez la cena se sirvió en una hermosa vajilla húngara de mediados del siglo XIX cuya fabricación habría jurado que presencié en Tatabany a mientras me encontraba de viaje de novios con, si no me equivoco, Jean Dealey (1830-1866, casada en 1863), una chica encantadora y de facciones muy finas que tuvo un final espantoso. Podría permitirme vivir con el mismo lujo que mi amigo de la televisión, pero, francamente, no me apetece. Hoy por hoy lo que me gusta es la sencillez. He vivido en la miseria y también en la opulencia. He dormido en la calle y me he emborrachado hasta perder la conciencia en palacios. He sido un vagabundo criminal y un bufón, y es probable que vuelva a ser ambas cosas. Vivo en este apartamento desde 1992 y lo he convertido en un hogar más que aceptable. Tras la puerta principal, un pequeño vestíbulo conduce a un breve pasillo en cuyo extremo, y tras descender un peldaño, se encuentra la sala, que dispone de unas bellas ventanas saledizas. En ella guardo los libros, mis recuerdos, el piano y las pipas. El resto del apartamento incluye un dormitorio, un cuarto de baño y una pequeña habitación de invitados que solamente ocupa mi enésimo sobrino, Tommy, quien aparece siempre que anda corto de dinero. Desde un punto de vista económico, puedo considerarme un hombre próspero. No sabría decir exactamente cómo y cuándo amasé mi fortuna, pero no hay duda de que es considerable. En su mayor parte ha crecido sin que yo me diese cuenta. Entre el barco de Dover y mi situación actual he pasado por muchos empleos y posiciones, pero, por suerte para mí, el dinero nunca ha sido más que dinero, y jamás he tenido acciones, pólizas de seguros ni pensiones. (En mi situación es evidente que un seguro de vida representa un despilfarro). Tenía un amigo —Denton Irving— que en 1929 perdió una millonada en el crac de Wall Street. Fue uno de esos tipos que se arrojaron por la ventana de su despacho, incapaz de soportar la sensación de fracaso. Qué estúpido; a quién se le ocurre llevar al terreno de lo personal una situación que sufre todo el país. Difícilmente podía ser culpable de lo que ocurría. En el mismo momento que saltó debió de ver a la mitad de los antiguos ricos de Nueva York asomados a la ventana de su habitación de hotel, contemplando su propio final. En realidad, mi amigo incluso fracasó en esto último.

Calculó mal la distancia y acabó con una pierna rota, un brazo destrozado y un par de costillas fracturadas en medio de la avenida de las Américas, y ahí se quedó gritando de dolor durante unos diez segundos, antes de que por la esquina apareciese un tranvía a toda velocidad y lo arrollara. Supongo que consiguió lo que quería. Además, siempre he creído que no merece la pena poseer dinero si éste no sirve para hacerte la vida más cómoda. No tengo descendencia, de modo que en el caso improbable de que me sobreviniera la muerte no habría nadie para heredar de mí, salvo el Tommy del momento, claro; por otra parte, en mi opinión una persona debe seguir su propio camino sin recibir ayuda de nadie. Nunca se me ocurre criticar los tiempos que corren. Conozco un par de jovenzuelos, de unos setenta y ochenta años respectivamente, que se pasan el día quejándose del mundo que les ha tocado en suerte y de los cambios constantes que tienen lugar. Hablo con ellos de vez en cuando en el club y encuentro un poco ridícula esa actitud desdeñosa que muestran hacia el presente. Se niegan a introducir en su casa lo que ellos llaman « artilugios modernos» , y siempre que suena un teléfono o alguien les pregunta su número de fax ponen cara de no comprender. Es absurdo. ¡El teléfono ya existía cuando ellos nacieron, por el amor de Dios! Hay que tomar lo que te ofrece la época, digo yo. En mi opinión, los últimos años del siglo XX han sido muy buenos. Un poco aburridos a ratos, eso sí, aunque durante la década de 1960 me obsesioné temporalmente con el programa de investigaciones espaciales estadounidense, pero por el momento dejémoslo aquí; he conocido épocas peores. Deberíais haber vivido un siglo antes, a finales del XIX. Apenas guardo un par de recuerdos de un período de veinte años —así de insulso era todo—, y uno de ellos es un espantoso dolor de espalda que me tuvo postrado en cama medio año. A mediados de enero Tommy me telefoneó para invitarme a cenar por cuarta vez en tres semanas. No lo veía desde navidades y hasta entonces me las había apañado para darle largas. Ahora bien, con un nuevo aplazamiento corría el riesgo de que se presentara en casa a altas horas de la noche y acabara quedándose a dormir, lo cual quería evitar a toda costa. Los invitados nocturnos están bien cuando apetece beber en compañía y disfrutar de una buena conversación, pero a la mañana siguiente uno nunca ve el momento de quedarse solo y volver a su rutina. Entre todos los Tomas, éste no es mi favorito ni mucho menos, de hecho no tiene ni punto de comparación con su tataratataratatarabuelo, pero tampoco es el peor. El muchacho posee cierta grata arrogancia, una mezcla de seguridad en sí mismo, ingenuidad y temeridad que me fascina. Con veintidós años, será un chico del siglo XXI a carta cabal. Eso si consigue vivir hasta entonces. Quedamos en un restaurante del West End que estaba más concurrido de lo que esperaba. El problema de citarse con Tommy en un lugar público es que resulta imposible mantener una conversación en privacidad. Desde que entra en una sala hasta que sale, todo el mundo se fija en él, cuchichea y le dirige miradas furtivas.

Su fama intimida e hipnotiza a la gente por partes iguales, y tengo el dudoso honor de sentirme involucrado. La noche del martes pasado no fue una excepción. Tommy llegó tarde y al entrar concitó la atención general. Se acercó con una sonrisa radiante, ataviado con un traje oscuro de Versace, camisa oscura y corbata a juego. Parecía recién salido de un velatorio o una película de mafiosos. Llevaba el pelo escalado por encima de los hombros y lucía barba de dos días. Se dejó caer en la silla, me miró sin parar de sonreír y se relamió los labios, sin apercibirse del silencio que se había adueñado del restaurante. Tres apariciones semanales en las salas de estar del país, aparte del programa especial de repeticiones que se emite el fin de semana, han convertido a mi sobrino en toda una celebridad. Y la persistencia de tal celebridad lo ha vuelto inmune a las molestias que la acompañan. Tommy, como la mayoría de los Thomas antes que él, es un chico apuesto, y a medida que se acerca a la madurez física la gente lo encuentra más atractivo. Su serie de televisión lleva ocho años en antena, desde que él tenía catorce, y ha pasado de ser un fenómeno adolescente a chico de portada de revistas y, a sus veintidós años, figura nacional. Ha estado dos veces en primera posición en las listas de singles más vendidos (aunque su álbum ni siquiera llegó al número diez), y durante los seis meses que duró la representación de Aladino en un teatro del West End, los alaridos histéricos que provocaba su aparición, ataviado con chaleco, bombachos y poca cosa más, no remitieron en ningún momento. Le encanta contar que durante cuatro años seguidos una revista para adolescentes lo eligió « el chico más follable» , un título que me horroriza pero que a él le apasiona. Conoce el negocio de la televisión a fondo. En realidad, no es un actor sino una estrella. El personaje que representa en la pantalla es un ángel de buen corazón y pocas luces al que nunca le ocurre nada bueno. Desde su debut en la serie a principios de los noventa, por lo visto no ha encontrado ninguna razón para alejarse un kilómetro del radio de Londres. Creo que ni siquiera se plantea que exista otro mundo. Ha crecido en esta ciudad, ha ido al colegio en ella, y ahora trabaja aquí. Ha tenido algunas novias, dos esposas, un lío con su hermana y un idilio no consumado con un chico —que resultó bastante controvertido en su momento—, antes de que a éste la leucemia lo dejara postrado; un importante club futbolístico estuvo a punto de ficharlo, sentía una gran pasión por el ballet que no tuvo más remedio que mantener en secreto, coqueteó con el alcohol, las drogas y el atletismo, y ha hecho Dios sabe cuántas cosas más en su ilustre carrera profesional. Cualquier otro chico habría muerto después de tantos esfuerzos. Tommy, o « Sam Cutler» , como lo llama todo el país, sigue viviendo y siempre vuelve por más. Puede decirse que tiene agallas. Por lo visto, se granjea la simpatía de abuelas, madres e hijas por igual, y no digamos de un buen número de jóvenes que imitan sus gestos y muletillas. —Pareces enfermo —dije mientras comíamos tras echar un vistazo a su piel pálida y manchada y a sus marcadas ojeras—.

¿Sería tan amable de dejarnos cenar en paz? —rogué a una camarera que rondaba expectante nuestra mesa con un bloc y un bolígrafo mientras miraba a su ídolo con mal disimulada lascivia. —Es el maquillaje, tío Matt. No puedes imaginarte cómo me estropea el cutis. Al principio lo utilizaba porque en un rodaje siempre hay que aplicarse un poco, pero cada vez necesitaba más para quedar mínimamente normal. Ahora parezco Zsa Zsa Gabor en la pantalla, y Andy Warhol fuera de ella. —Tienes la nariz inflamada —observé—. Te estás pasando con la coca. Al final se te hará un agujero. Sólo es una sugerencia, pero ¿por qué no pruebas a iny ectarte en lugar de esnifar? —No me drogo. —Tommy se encogió de hombros sin alterarse, como si crey ese que lo correcto socialmente era eso (negar lo innegable, quiero decir), sabiendo que ninguno de los dos lo creía ni por un momento. —No es que esté en contra, ¿entiendes? —proseguí tras limpiarme los labios con la servilleta. No era quién para sermonearlo. Después de todo, a principios de siglo y o mismo había sido un opiómano y había sobrevivido a mi adicción. ¡Dios mío, cuando pienso en lo que tuve que pasar!—. La cuestión es que las drogas que consumes acabarán matándote. Amenos que las consumas debidamente. —¿A menos que qué? —Me miró con cara de desconcierto, cogiendo su copa de vino por el pie y haciéndola girar lentamente. —El problema de los jóvenes de hoy —continué— no consiste en que hacen cosas que los perjudican, como se afirma en muchos medios de comunicación, sino en que no las hacen bien. Estáis tan obsesionados con colocaros que no pensáis en el peligro de la sobredosis y, hablando sin rodeos, en que podéis palmarla. Bebéis hasta que os explota el hígado. Fumáis hasta que se os pudren los pulmones. Creáis enfermedades que amenazan con exterminaros. Divertíos, ¡claro que sí! Sed libertinos, es vuestra obligación. Pero usad la cabeza. Todo en exceso, pero sabiendo controlarlo; es lo único que pido.

—No me drogo, tío Matt —repitió con tono firme aunque poco convincente. —Entonces, ¿para qué demonios quieres un préstamo? —¿Quién ha dicho que quiero un préstamo? —¿Por qué estás aquí si no? —¿Por el placer de tu compañía, quizá? Me eché a reír. Al menos era un pensamiento agradable. Me divertía su manera de guardar las formas. —Te has vuelto toda una celebridad —razoné, desconcertado por la idea—, pero siguen pagándote muy mal. No lo entiendo. ¿A qué se debe exactamente? Explícamelo, ¿quieres? —Estoy en un callejón sin salida. Mi trabajo tiene una tarifa fija, y no es muy alta. No puedo irme porque estoy encasillado y jamás encontraría otro empleo, a menos que me metiera en producción o algo así, que es exactamente lo que debería hacer, pues conozco el negocio como la palma de mi mano. He visto todo tipo de chanchullos y contratos incumplidos. Cuando me haga viejo quiero dedicarme a eso. Ocho años interpretando al tonto de una serie televisiva no son el trampolín para una película de Martin Scorsese, ¿sabes? Qué coño, tendré suerte si me dejan apretar el botón de la lotería nacional más de una vez al año. ¿Sabías que hace un par de meses se plantearon mi nombre pero al final pasaron de llamarme? —Sí, recuerdo que me lo comentaste. —Y me sustituyeron por Madonna. ¡Madonna! Joder, ¿cómo iba a competir con alguien así? Sin embargo, yo trabajo para la puta BBC y ella no. Era de esperar que mostrasen un poco más de fidelidad, ¿no crees? Pero el tren de vida que llevo para mantenerme en la cresta de la ola exige cierta solvencia. Estoy pillado por todos lados. Soy como un hámster en la rueda. Podría salir en algún anuncio, hacer un poco de modelo, quizá, pero mi contrato estipula que mientras siga trabajando en la serie no me está permitido promocionar ningún producto. En caso contrario juro que ahora mismo me convertiría en una puta del capitalismo. Si pudiera anunciaría cualquier cosa, de espuma de afeitar a tampones. Me encogí de hombros. Seguramente tenía razón. —Puedo dejarte dos mil. Pero preferiría pagar algunas de tus facturas en lugar de darte directamente el dinero.

¿Te persigue alguien, por casualidad? —¿Que si me persigue alguien? Hombres, mujeres; en cuanto salgo a la calle me persigue cualquier cosa con patas —aseguró sonriendo con arrogancia—. Por cierto, la semana pasada fui a que me blanquearan los dientes —añadió de forma incongruente, separando los labios para mostrar una rodaja de melón de dientes níveos—. ¿Qué tal? —Contesta a mi pregunta. No te hagas el tonto conmigo. Resérvate para la serie. —Quieres saber si por casualidad me persigue alguien. ¿A qué te refieres? —Sabes exactamente a qué me refiero, Tommy. Usureros, banqueros, hombres de conducta sospechosa… —Me incliné y lo miré a los ojos—. ¿Debes dinero a alguien? ¿Es eso lo que te preocupa? He visto hombres que se han venido abajo por culpa de esa gente. Tus mismos antepasados, sin ir más lejos. Se retrepó en la silla y empezó a mover la lengua lentamente de un lado a otro dentro de la boca. Vi que empujaba la mejilla izquierda levemente mientras me miraba. —Me las arreglaré con un par de los grandes. Si puedes desprenderte de ellos, claro. Saldré del bache, ¿sabes? —Sí, por supuesto que lo sé. —Todo se solucionará. —Eso espero —dije en tono áspero mientras me levantaba y me ajustaba la corbata para marcharme—. Tengo el número de tu cuenta en casa. Te ingresaré el dinero mañana. ¿Cuándo volveré a tener noticias tuyas? ¿Dentro de un par de semanas? ¿Crees que para entonces ya habrás gastado todo el dinero? Se encogió de hombros y sonrió. Le rocé el brazo en señal de despedida, echando una mirada admirativa a su camisa de seda, que no parecía precisamente barata. El Tommy actual tiene buen gusto para la ropa. Cuando muera, la prensa sensacionalista se dará un verdadero festín.

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