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El juego infinito. Revolucion – James Dashner

Michael no era él. Estaba tumbado en la cama de un desconocido, mirando un techo que había visto por primera vez solo un día antes. Se había sentido desorientado y con náuseas toda la noche, fue despertándose entre convulsiones, presa de la ansiedad y sin parar de tener pesadillas. Su vida había saltado por los aires; estaba a punto de perder la razón. Su propio entorno —la habitación desconocida, la cama extraña— era un recordatorio implacable de su nueva y terrorífica vida. El miedo corría por sus venas y lo destrozaba por dentro. Y su familia. ¿Qué había ocurrido con su familia? Cada vez que pensaba en ellos, languidecía un poco más. Las primeras luces del alba —un fulgor plomizo y pálido— hacían que la persiana cerrada de la ventana refulgiera de forma escalofriante. El ataúd situado junto a la cama parecía silencioso y oscuro, espeluznante como un féretro exhumado de una fosa. Michael casi podía verlo: la madera putrefacta y agrietada, los restos humanos del interior asomando por fuera. Ya no sabía cómo mirar los objetos que lo rodeaban. Los objetos reales. Ya ni siquiera entendía el mundo real. Le daba la impresión de que alguien le hubiera borrado de un plumazo todo su conocimiento del mundo. Su cerebro era incapaz de asimilarlo todo. ¿Su cerebro? Estuvo a punto de echarse a reír, pero la risa no llegó a salir de sus labios. Michael tenía un cerebro auténtico desde hacía solo doce horas. Ni siquiera un día entero, reflexionó, y esa mera idea agrandó el vacío que sentía en el estómago. ¿De verdad era cierto? ¿En serio? Todo lo que sabía era fruto de la inteligencia artificial. Datos y recuerdos inventados. Tecnología programada. Una vida inventada. La lista de elementos irreales seguía hasta el infinito, cada una de las descripciones, en cierta forma, era peor que la anterior. No había nada real en él, y, aun así, allí estaba, la Red Virtual y el programa de la Doctrina de la Mortalidad lo habían transportado hasta ese lugar y lo habían convertido en un ser humano de carne y hueso.


Un organismo viviente que respiraba. Que vivía una vida robada. Y todo para poder convertirse en algo que ni siquiera entendía. Su visión del mundo se había trastocado. Hasta lo más esencial. Sobre todo, porque no estaba seguro de creer en ella. En su opinión, podría encontrarse en otro programa, en otro nivel de Sangre vital profunda. ¿Cómo iba a ser capaz de volver a creer que sabía discernir entre lo real y lo digital? Esa incertidumbre iba a enloquecerlo. Se volvió boca abajo y ahogó un chillido hundiendo la cara en la almohada. La cabeza —esa cabeza robada y desconocida— le dolía por los miles de pensamientos que palpitaban en su interior; todos luchaban por ganar protagonismo. Por ser procesados y comprendidos. Y el dolor que sentía no era distinto de cuando era un tangente. Lo que solo contribuía a confundir a Michael aún más. Era incapaz de aceptar que hacía solo unas horas fuera un programa, una larga línea de código. No lograba asimilar esos datos no computables. «Computables», como una computadora. El adjetivo lo hizo reír, y la risa intensificó el dolor de cabeza. Sintió la garganta desgarrada por la risa, fue un malestar que llegó a oprimirle el pecho. Volvió a gritar, lo que no contribuyó a mejorar la situación. A continuación se obligó a mover las piernas hacia un lado para despegarlas del colchón e incorporarse. Sus pies tocaron el frío suelo de madera, lo que le recordó que se encontraba en tierras extrañas. El suelo del piso donde siempre había vivido estaba cubierto por una moqueta mullida, y creaba un entorno más acogedor, más cálido, seguro. No era frío y duro. Quería hablar con Helga, su niñera. Quería ver a sus padres.

Esos pensamientos lo dejaban prácticamente abatido. Intentaba evitarlos, obligándolos a confundirse con otros en esa maraña de miles de ideas, pero el recuerdo de sus seres queridos no pensaba esfumarse. Era insistente y exigía atención. Helga… Sus padres… Si lo que Kaine había dicho era cierto, tanto la niñera como sus progenitores eran tan artificiales como lo habían sido las uñas de las manos programadas de Michael. Incluso sus recuerdos. Jamás sabría cuáles habían sido los programados en su inteligencia artificial y cuáles había vivido en realidad dentro del código de Sangre vital profunda. Ni siquiera sabía desde cuándo existía; desconocía su verdadera edad. Quizá tuviera dos meses, tres años o cien. Imaginó a sus padres y a Helga como personas artificiales, desaparecidas, o muertas; tal vez jamás hubieran existido. Aquello no tenía sentido. El dolor se abrió paso hasta su pecho y le encogió el corazón; la pena lo constreñía. Se echó de nuevo en la cama, se volvió boca abajo y hundió la cara en la almohada. Por primera vez en su existencia, Michael gritó como un ser humano real. Sin embargo, las lágrimas eran tal como las recordaba. 2 Aquel momento pasó antes de lo que había imaginado. Justo cuando pensaba que la desesperación acabaría con él, el sentimiento se apaciguó y le dio un respiro. Quizá fuera por las lágrimas. Durante su vida como tangente, rara vez había llorado. Era posible que no lo hubiera hecho desde niño. Siempre decía que no era un llorón. Y en ese momento lo lamentó, porque estaba claro que el llanto contribuía a aliviar el dolor. Realizó un nuevo intento de salir de la cama y esta vez lo consiguió. Plantó los pies con fuerza sobre el suelo, la superficie estaba fría y las emociones a raya. Había llegado la hora de hacer lo que no había logrado la noche anterior por falta de fuerzas: intentar averiguar en quién narices se había convertido. Puesto que nadie había acudido corriendo al oír sus gritos, supuso que debía de estar solo.

Se paseó por el piso, fue encendiendo las luces y levantando las persianas para dejar entrar los rayos del sol matutino. Quería ver hasta el último detalle de ese extraño lugar que se había convertido en su hogar y decidir si debía quedarse. La ciudad que se veía por las ventanas no era la misma que él contemplaba desde su antiguo piso. Aunque al menos sabía que era una ciudad: un paisaje que le generaba cierto bienestar porque le resultaba familiar. Edificios muy pegados entre sí, coches abriéndose paso por el entramado de calles entrecruzadas, y la eterna neblina generada por el smog que difuminaba el paisaje. Los transeúntes corriendo por la acera de camino a sus quehaceres diarios. Ni una sola nube en el cielo azul claro y de aire nostálgico. Empezó el registro del lugar. Nada fuera de lo normal en las habitaciones. Ropa, muebles, fotos que pasaban en bucle por las pantallas murales. Michael se quedó durante un buen rato plantado ante la gigantesca que había en el dormitorio principal, observando diversas fotos de la familia —madre, padre, hijo, hija—, que se proyectaban alternativamente. No recordaba muy bien qué aspecto tenía en ese momento, y le resultaba muy desagradable ser ese chico que aparecía en situaciones tan variadas y que para él no tenían ningún sentido: un retrato de familia delante de un lago flanqueado por altísimos robles, el sol radiante en el cielo azul. Los hijos eran pequeños, el niño estaba sentado en el regazo del padre. Otro retrato, mucho más reciente, que le habían hecho en un estudio, tenía un fondo gris y moteado. Michael se había quedado contemplando su nuevo rostro en el espejo durante largo rato; le espeluznaba ver esa misma cara mirándolo desde la pared. Había otras fotos más informales. El niño a punto de batear durante un partido de béisbol. La niña jugando con bloques de construcción plateados en el suelo y mirando sonriente al fotógrafo. La familia al completo de pícnic. En la piscina. En un restaurante. Jugando. Al final, Michael desvió la mirada. Le dolía ver una familia tan feliz cuando era posible que él hubiera perdido la suya para siempre. Con expresión huraña caminó hacia la habitación contigua, que, a todas luces, era la de la niña.

Su pantalla mural no proyectaba ni una sola foto de familia, solo imágenes de sus grupos musicales y actores favoritos; Michael los conocía a todos de Sangre vital. Había un marco de los antiguos sobre la mesilla de noche, junto a una cama toda rosa, con una fotografía auténtica dentro, una de papel. La niña y su hermano —él— sonriendo y haciendo el payaso. La niña parecía unos dos años mayor que el niño. Las fotos solo contribuían a que Michael se sintiera peor, así que empezó a rebuscar en los cajones para dar con alguna pista sobre quiénes eran esas personas. No encontró gran cosa, aunque sí llegó a la conclusión de que el apellido de la familia era Porter y que la niña se llamaba Emileah; una forma curiosa de escribir Emilia. Al final reunió el valor necesario para regresar a la habitación del chico. Mejor dicho, a su habitación. Con las sábanas de la cama hechas un guiñapo, el ataúd y el duro y frío suelo. Entonces vio justo lo que quería y temía al mismo tiempo: el nombre del chico. El chico al que le había robado la vida. Estaba escrito en una tarjeta de felicitación de cumpleaños, sobre la cómoda. Jackson. Jackson Porter. La felicitación estaba cubierta de corazoncitos pintados de rojo, dibujados a mano y muy pintorescos. ¡Qué tierno! En su interior, una chica llamada Gabriela declaraba con un mensaje su amor eterno por Jackson y amenazaba explícitamente con estrujar las partes más íntimas de la anatomía del chico si este dejaba que alguien lo leyera. Eso sí, añadía una carita sonriente, por supuesto. Había una especie de borrón en la parte de abajo, como si se le hubiera caído una lágrima al final, justo después de una frase relativa a un aniversario. Michael tiró la tarjeta. Se sentía culpable, como si estuviera fisgoneando en una habitación prohibida. Jackson Porter. Michael no podía soportarlo. Volvió a la cama de la habitación principal y miró de nuevo la pantalla mural. En ese momento le provocó una sensación muy distinta. Por algún motivo, saber el nombre del chico lo cambiaba todo.

Hizo que Michael dejara de pensar en sí mismo durante un instante. Veía esa cara y ese cuerpo que ahora eran suyos realizando una cantidad ingente de actividades: correr, reír, rociar a su hermana con una manguera, comer. Parecía un tío feliz. Y ahora ya no estaba. Le habían robado la vida. Michael había usurpado su existencia a su familia y a su novia. Una existencia con nombre propio. Jackson Porter. Sorprendentemente, Michael se sentía más triste que culpable. Al fin y al cabo, él no había provocado esa situación, ni era responsable de ella. Sin embargo, la desesperación seguía dañándolo de una forma inaudita. De golpe, apartó la mirada de la pantalla y siguió registrando el piso. 3 Michael rebuscó en los cajones hasta darse cuenta de que no había mucho que encontrar. Quizá las respuestas que buscaba no estuvieran en el piso. Había llegado el momento de hacer algo que debería haber sido prioritario en su lista, aunque fuera lo último que deseaba. Tenía que volver a conectarse. El día anterior, justo después de levantarse con su nuevo cuerpo, consultó sus mensajes; pero solo porque Kaine le había ordenado que lo hiciera. Se quedó mirando una pantalla prácticamente vacía, con la única presencia de la abominable nota que le había cambiado la vida, escrita de puño y letra de Kaine, donde le explicaba lo que había ocurrido. Sin embargo, Michael supuso que el tangente solo habría secuestrado la identidad online de Jackson Porter de forma temporal para su propio uso, y que, a esas alturas, ya habría sido restaurada. Lo único que debía hacer era presionarse el audiopad para averiguar, probablemente, mucho más de lo que deseaba sobre ese chico. Por algún motivo eso le parecía mal, lo cual no tenía mucho sentido, en realidad. Michael había pasado buena parte de su vida hackeando la Red Virtual sin el más mínimo remordimiento. Sin embargo, aquello era distinto. Además, no requería ni hackear ni codificar. Esa acción requería solo un clic; era como pasar una tarjeta robada por un datáfono.

Ya había usurpado una vida humana, robar además la existencia virtual de esa misma persona le parecía demasiado. Michael lo pensó mejor y se dio cuenta de que no le quedaba alternativa. Jackson Porter —la esencia que lo convertía en persona— podría haber desaparecido para siempre. Si quería seguir adelante, debía aceptar esa posibilidad. Y si Jackson no había desaparecido para siempre, si había alguna forma posible de devolverlo a su cuerpo, jamás la averiguaría si no volvía a conectarse. Encontró una silla —una silla normal y corriente, aburrida, no el trono mullido como una nube de puro placer que tenía en su antigua vida—, se sentó junto a una ventana y bajó la persiana para atenuar un poco el reflejo de la luz solar en la pantalla. Echó un último vistazo a través de las lamas a la ciudad ajetreada con la rutina diaria, imparable y llena de vida. En cierto modo envidiaba a esas personas, ignorantes de que un programa informático tenía la capacidad de robarles el cuerpo. De que algo marchaba muy mal en el mundo. Cerró los ojos, inspiró con fuerza y volvió a abrirlos. Se levantó y se presionó el audiopad. Un desvaído haz de luz se proyectó desde la superficie del artilugio y apareció una pantalla amplia que quedó suspendida en el aire a medio metro del chico

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