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El Juego de la Noche – Sherrilyn Kenyon

Bride McRierney está harta de los hombres. Son mezquinos, egoístas y nunca aman a una mujer por lo que realmente es. Pero aunque se jacta de ser independiente, en el fondo anhela encontrar a su particular caballero de brillante armadura. Jamás esperó que su caballero tuviera un brillante… abrigo de piel. Letal y torturado, Vane Kattalakis no es lo que aparenta ser. La mayoría de las mujeres se lamentan de que sus novios se comporten como auténticos perros. En el caso de Bride, el suyo es un lobo. Un Were-Hunter lobo. Vane, cuyos enemigos quieren verlo muerto, no está buscando pareja. Pero el destino ha querido que Bride sea la mujer destinada a ser su compañera. Ahora, tiene tres semanas para convencerla de que lo sobrenatural existe, ya que de lo contrario vivirá el resto de su vida como si estuviese ¡castrado!… algo que ningún lobo que se precie no puede aceptar. Pero, ¿cómo puede un lobo lograr convencer a una humana para que le confíe su vida cuando sus enemigos no se detienen ante nada para acabar con la suya? En el mundo de los Were-Hunter sólo sobrevive el más fuerte. Y sólo un macho dominante puede ganar.


 

Nueva Orleans, noche del Mardi Gras, 2003 —Lo siento mucho, Vane. Te juro que no quería que acabáramos así. Vane Kattalakis apretó los dientes mientras caía hacia atrás después de otro intento fallido de levantarse. Le dolían los brazos por el esfuerzo de soportar sus más de noventa kilos de puro músculo únicamente por las muñecas. Cada vez que estaba a punto de conseguir alzarse hasta la rama que tenía por encima de la cabeza, su hermano comenzaba a hablar, rompiendo así su concentración y devolviéndolo a su posición original: colgado de la rama del árbol. Inspiró hondo e intentó hacer caso omiso del tremendo dolor que sentía en las muñecas. —No te preocupes, Fang. Me las arreglaré para que salgamos de esta. De algún modo. O eso esperaba. Su hermano no le prestó atención, sino que continuó disculpándose por haber sido el causante de sus inminentes muertes. Vane volvió a forcejear con la cuerda que le apretaba las muñecas y lo ataba por encima de la cabeza a la delgada rama de un vetusto ciprés, de donde colgaba precariamente justo sobre las aguas pantanosas más negras e inmundas que había visto en la vida.


No sabía qué era peor, si la idea de perder las manos, la de perder la vida o la de caer a ese asqueroso agujero infestado de caimanes. Aunque, para ser sinceros, prefería la muerte a rozar siquiera las apestosas aguas. A pesar de la oscuridad que reinaba en los pantanos de Luisiana, sabía lo pútridas y asquerosas que eran. Había que estar bastante mal de la cabeza para vivir en ese lugar. Por fin tenía pruebas fehacientes de que Talón de los Morrigantes era un imbécil de nacimiento. Su hermano, Fang, estaba atado a una rama igual de delgada al otro lado del tronco. Y los dos se balanceaban en el aire, rodeados por los efluvios del pantano, las serpientes, los insectos y los caimanes. Con cada movimiento que hacía, la cuerda se le clavaba más en las muñecas. Si no conseguía liberarse pronto, la puñetera cuerda acabaría por cortarle los tendones y los huesos, amputándole las manos. Esa era la timoria, el castigo, que les habían impuesto por haber protegido a la mujer de Talón. Su descarada ayuda a los Cazadores Oscuros había sido la razón de que los daimons atacaran a la manada de katagarios a la que pertenecían y asesinaran a su querida hermana. Los katagarios eran animales que podían adoptar forma humana y que se regían por la norma básica de la naturaleza: matar o morir. Si alguien o algo amenazaba la seguridad de la manada, era liquidado. De modo que, tras haber sido el causante del ataque de los daimons, lo habían sentenciado a recibir una paliza y a dejarlo morir en los pantanos. Fang estaba con él por la sencilla razón de que su padre los odiaba desde que nacieron y les tenía miedo desde que la revolución hormonal de la pubertad desbloqueó sus poderes sobrenaturales. En realidad, su padre los odiaba por lo que le había hecho su madre. Así que esa había sido una oportunidad de oro para librarse de ellos sin que la manada se rebelara contra él. Una oportunidad que su padre había aprovechado al punto. Ese sería su último error. Al menos, si era capaz de salir de ese puto pantano antes de que algún bicho se los comiera. Ambos estaban en forma humana, atrapados por los microimpulsos iónicos de los delgados metriazos de plata que llevaban en torno al cuello. Los collares les impedían cambiar de forma. Cosa que sus enemigos creían que los debilitaría. En el caso de Fang era cierto. Pero en el suyo, no.

Aun así, el collar afectaba sus poderes mágicos y su capacidad para manipular las ley es de la naturaleza. Y eso lo ponía de muy mala leche. Al igual que su hermano, solo llevaba unos vaqueros ensangrentados. Le habían arrancado la camisa para darle la paliza y lo habían dejado sin botas a propósito. Por supuesto, nadie esperaba que sobrevivieran. Los collares solo se podían quitar con magia (algo de lo que ninguno de los dos era capaz mientras los llevaran) y, si por algún milagro conseguían bajar del árbol, siempre quedaba la nutrida población de caimanes para seguir el rastro de su sangre. Unos caimanes que estaban esperando a que cayeran al pantano para darse un suculento festín con carne de lobo. —Tío —dijo Fang, enfurecido—, Fury tiene razón. No puedes fiarte de alguien que sangra durante cinco días seguidos sin morirse. Debería haberte hecho caso. Me dijiste que Petra era una puta traicionera, pero ¿te hice caso? No. Y mira dónde estamos ahora. Te juro que si salimos de esta, me la cargo. —¡Fang! —masculló al ver que su hermano seguía protestando mientras él intentaba utilizar el escaso poder que le quedaba a pesar de las dolorosas descargas eléctricas del collar—. ¿No podrías dejar el mea culpa un ratito para que pueda concentrarme? Porque si no, vamos a estar colgados de este puñetero árbol para toda la eternidad. —Bueno, no para toda la eternidad. Creo que nos queda poco más de media hora antes de que las cuerdas nos corten las manos. Y, por cierto, me duelen un montón. ¿Cómo vas tú? —Guardó silencio un instante que él aprovechó para tomar aire. Justo en ese momento sintió que la cuerda se aflojaba un poco. También escuchó el crujido de la rama. Con el corazón a doscientos, bajó la vista al pantano y vio un enorme caimán mirándolo desde las oscuras profundidades. Habría dado cualquier cosa por contar con sus poderes durante tres segundos para freír a ese lagarto de mierda. Fang no pareció darse cuenta de ninguna de las dos amenazas. —Te juro que jamás volveré a decirte que me muerdas el culo.

Cuando me digas algo, te haré caso sin rechistar, sobre todo si se trata de una hembra. —En ese caso, ¿por qué no empiezas haciéndome caso cuando te digo que cierres el pico? —replicó con un gruñido. —Estoy calladito. Es que odio ser humano. Es un asco. ¿Cómo lo aguantas? —¡Fang! —¿Qué? Puso los ojos en blanco. Era inútil. Cada vez que su hermano adoptaba forma humana, la única parte de su anatomía que ejercitaba era la lengua. ¿Por qué no se les había ocurrido amordazarlo antes de colgarlo del árbol? —¿Sabes? Si pudiéramos cambiar de forma, podríamos cortar las cuerdas con los dientes. Claro que si fuéramos lobos, las cuerdas no podrían sujetarnos, así que… —¡Cállate! —le ordenó de nuevo. —¿Vuelve la sensibilidad a las manos después de haberlas tenido tanto tiempo entumecidas? A los lobos no les pasa esto. ¿Es normal en los humanos? Cerró los ojos, asqueado. De modo que así iba a terminar su vida. No en una gloriosa pelea contra un enemigo ni en un enfrentamiento con su padre. Ni tampoco mientras dormía. No, lo último que escucharía al morir serían los lamentos de su hermano. Quién lo iba a decir… Echó la cabeza hacia atrás para poder ver a su hermano en la oscuridad. —¿Sabes, Fang? Creo que sí voy a echarte la culpa. Estoy hasta los huevos de estar aquí colgado porque eres un bocazas y le has contado a tu última amiguita que he estado protegiendo a la mujer de un Cazador Oscuro. Muchísimas gracias por no saber cuándo meterte la lengua en el culo. —Vale, vale, pero ¿cómo iba a saber que Petra saldría corriendo a contarle a padre que estabas con Sunshine y que esa fue la razón de que nos atacaran los daimons? Esa puta traicionera… Petra me aseguró que quería ser mí pareja. —Todas quieren serlo, capullo, va en la naturaleza de la especie. —¡Vete a la puta mierda! Suspiró aliviado cuando Fang se calló por fin. El cabreo de su hermano le daría unos tres minutos de tranquilidad, ya que estaría muy ocupado buscando una réplica creativa y mordaz mientras echaba humo por las orejas. Entrelazó los dedos y levantó las piernas.

El dolor de los brazos se intensificó cuando la cuerda se clavó aún más en su carne humana. Rezó para que los huesos aguantaran un poco antes de acabar cercenados. La sangre volvió a correrle por los brazos cuando levantó las piernas hacia la rama que tenía por encima de la cabeza. Si pudiera rodearla con las piernas… aferrarse a ella… Tanteó la rama con los pies. La corteza estaba fría y le raspó el empeine. Consiguió rodear la rama con el pie. Solo un… poco… Más. —Eres un gilipollas… —masculló Fang. En fin, no podía decirse que su hermano fuera muy creativo. Se concentró en el acelerado ritmo de su corazón y se negó a escuchar los insultos de su hermano. Cabeza abajo, rodeó la rama con una pierna y soltó el aire. Gruñó aliviado cuando por fin consiguió librar las doloridas y sangrientas muñecas de casi todo el peso de su cuerpo. El esfuerzo lo hizo jadear mientras Fang proseguía con su retahíla de insultos. La rama emitió un fatídico crujido. Volvió a contener el aliento, aterrado por la posibilidad de que el menor movimiento la partiera y acabara cayendo de cabeza a las verdosas y pútridas aguas del pantano. De repente, los caimanes se agitaron inquietos y desaparecieron a toda pastilla. —Mierda —dijo entre dientes. Esa no era una buena señal. Solo sabía de dos cosas que espantaran a los caimanes. Una era que un Cazador Oscuro llamado Talón, que vivía en los pantanos, regresara y los metiera en cintura. Pero como Talón estaba en el Barrio Francés salvando el mundo y no en el pantano, parecía improbable. La otra, mucho menos atractiva, eran los daimons. Esos muertos vivientes condenados a matar para prolongar sus vidas artificialmente. Además de matar humanos, se enorgullecían de matar katagarios o arcadios. Como las vidas de estos últimos eran centenarias y poseían habilidades mágicas, sus almas eran capaces de sustentarlos durante un período diez veces superior a lo que lo hacía la de cualquier humano.

Y lo más importante: una vez que se apoderaban del alma de un arcadio o de un katagario, absorbían sus habilidades mágicas y podían utilizarlas contra otros. Era cojonudo ser una puta delicatessen para los daimons. Había un solo motivo por el que los daimons estaban allí. Una única explicación para que hubieran dado con ellos en ese pantano aislado donde no se aventuraban sin una buena razón. Alguien se los había ofrecido en bandeja a modo de sacrificio con el fin de que dejaran a la manada en paz. Y no tenía la menor duda de quién había hecho la llamadita. —¡Hijo de puta! —gritó en la oscuridad, a sabiendas de que su padre no lo escucharía. Pero de todas formas necesitaba desahogarse. —Y ahora ¿qué te he hecho? —preguntó Fang, indignado—. Además de hacer que te maten, claro. —No me refería a ti —le aclaró mientras se esforzaba por rodear la rama con la otra pierna para poder soltarse las manos. Algo saltó desde el suelo hasta una rama situada por encima de él. Cuando se giró, vio a un daimon alto y delgado muy cerca, vestido de negro de los pies a la cabeza y mirándolo con un brillo jocoso y hambriento. El daimon chasqueó la lengua. —Deberías alegrarte de vernos, lobo. Después de todo, solo queremos liberarte. —¡Vete a la mierda! —le gruñó. El daimon se echó a reír. Fang aulló. Cuando lo miró, vio que un grupo de diez daimons lo estaba bajando del árbol. ¡Joder! Su hermano era un lobo. No sabía cómo defenderse en su forma humana sin utilizar la magia, cosa que no podía hacer mientras llevara el collar puesto. Furioso, alzó las piernas con fuerza. El movimiento rompió la rama al instante y cay ó de cabeza a las pestilentes aguas. Contuvo el aliento cuando el nauseabundo sabor se coló en su boca.

Intentó salir a la superficie, pero fue incapaz. Aunque tampoco hizo falta. Alguien lo agarró del pelo y tiró de él. En cuanto tuvo la cabeza fuera del agua, un daimon le clavó los colmillos en el hombro desnudo. Con un gruñido furioso, le asestó un codazo en las costillas y se aprestó a devolverle el mordisco. El daimon chilló y lo soltó. —Este tiene huevos —dijo una daimon mientras se acercaba a él—. Nos sustentará más que el otro. Antes de que la recién llegada pudiera echarle el guante, le golpeó las piernas con un brazo de modo que perdiera el equilibro. Después, utilizó su cuerpo para salir del agua. Como cualquier lobo que se preciara, sus piernas eran lo bastante fuertes como para encaramarse de un salto a un tocón cercano. El pelo, oscurecido por el agua, se le pegó a la cara. La pelea y la paliza que le había propinado la manada le habían dejado un dolor palpitante en todo el cuerpo. Al agacharse para apoy ar una mano en el tocón, la luz de la luna se reflejó en el agua que corría por su musculoso cuerpo, haciéndolo resaltar en el oscuro marco del pantano. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de musgo español y, cuando las nubes lo permitían, el reflejo de la luna llena sobre las oscuras aguas le confería a la noche un aspecto espeluznante. Como el animal que era, observó a sus enemigos mientras lo rodeaban. No estaba dispuesto a entregarse, ni a entregar a Fang, a esos cabrones. Vale, no estaba muerto, pero sí estaba igual de jodido y muchísimo más cabreado que ellos con las Moiras. Se llevó las manos a la boca y rompió la cuerda con los dientes. —Eso te va a costar caro —dijo uno de los daimons mientras se acercaba a él. Una vez libre de las ataduras, saltó y se lanzó de espaldas al pantano. Se internó en las oscuras profundidades hasta dar con una rama de un árbol caído y enterrado en el fango. Regresó a la superficie, hacia el lugar donde los daimons retenían a Fang. Cuando emergió, descubrió que había diez daimons alimentándose de la sangre de su hermano. Apartó a uno de una patada.

Cogió a otro del cuello y le clavó la improvisada estaca en el corazón. La criatura se desintegró de inmediato. El resto dejó a Fang y se giró hacia él. —Coged número —les gruñó—. Hay de sobra para todos. El daimon más cercano soltó una carcajada. —Tus poderes están restringidos. —Díselo al de la funeraria —replicó al tiempo que se abalanzaba sobre él. El daimon retrocedió de un salto, pero no lo bastante lejos. Acostumbrado a luchar con humanos, no cayó en la cuenta de que él era capaz de saltar diez veces más lejos que sus víctimas habituales. Y no necesitaba de sus poderes psíquicos. Su fuerza animal bastaba para librarse de todos ellos. Utilizó la estaca para librarse del daimon y se giró para enfrentarse con los demás mientras ese se desintegraba. Lo atacaron en grupo, pero no les dio resultado. La mitad de sus poderes residía en el factor sorpresa y en el pánico que ocasionaban a sus víctimas. Cosa que habría funcionado también en su caso si no fuera un primo lejano de las criaturas, acostumbrado a sus tácticas desde la infancia. Los daimons no le daban miedo en absoluto. Lo único que consiguieron con su estrategia fue serenarlo y afianzar su determinación. Cosa que, a fin de cuentas, le daría la victoria. Se cargó a otros dos con la estaca mientras Fang seguía inmóvil en el agua. Sintió una oleada de pánico, pero se obligó a tranquilizarse. La frialdad era el único medio de ganar una pelea. Uno de los daimons le lanzó una descarga astral que lo envió de vuelta al agua. Chocó contra un tronco y soltó un gruñido por el intenso dolor que se extendió por su espalda. La fuerza de la costumbre lo llevó a devolver el ataque con sus propios poderes, pero lo único que consiguió fue que el collar se apretara en torno a su cuello y produjera una nueva descarga.

Soltó un taco por el dolor, pero se desentendió de él. Se puso en pie y se abalanzó sobre los dos daimons que se estaban acercando a su hermano. —Déjalo ya —masculló uno de los daimons. —Tú primero. Cuando el daimon se lanzó sobre él, se sumergió en el agua y le golpeó las piernas desde atrás para hacerlo caer. Siguieron forcejeando en el agua hasta que consiguió atravesarle el pecho con la estaca. El resto de los daimons salió huy endo. Sumido en la oscuridad, los escuchó chapotear mientras se alejaban. Los latidos del corazón le atronaron los oídos cuando por fin dejó que la rabia lo inundara. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un aullido que resonó de forma espeluznante a lo largo y ancho del brumoso pantano. El sonido, maligno y sobrenatural, lograría que incluso los santeros salieran corriendo en busca de refugio. Convencido por fin de que los daimons se habían largado, se apartó el pelo mojado de los ojos y se acercó a Fang, que seguía sin moverse. Presa del dolor, se abrió paso a ciegas con una sola idea en la cabeza: « Que no esté muerto» . Su mente insistía en recordarle el cuerpo inerte de su hermana. La frialdad de su piel al tocarla. No podía perderlos a los dos. No podía. Se moriría. Por primera vez en su vida, deseó escuchar una de las gilipolleces de su hermano. Cualquier cosa. Lo asaltaron los recuerdos de la muerte de su hermana, acaecida el día anterior a manos de los daimons. Se sintió desgarrado por un dolor indescriptible. Fang tenía que estar vivo. Tenía que estarlo. —Por favor… —le suplicó a los dioses mientras acortaba la distancia que los separaba.

No podía perder a Fang. No de esa manera… Su hermano tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en la luna llena; una luna que les habría permitido saltar en el tiempo y alejarse de ese pantano de no ser por los collares. Una multitud de mordeduras aún sangrantes cubría el cuerpo de Fang. Un dolor inenarrable le desgarró el alma y le destrozó el corazón. —Vamos, Fang, no te mueras —le dijo con voz rota mientras intentaba contener el llanto. En lugar de ceder al dolor, le gruñó—: ¡Que no se te ocurra palmarla, gilipollas! Cuando lo cogió en brazos, se dio cuenta de que no estaba muerto. Aún estaba vivo y temblaba de forma incontrolable. Por más débil y entrecortada que fuese, su respiración fue como música celestial para sus oídos. Rompió a llorar de alivio al tiempo que lo mecía con suavidad. —Vamos, Fang —dijo en el silencio de la noche—. Dime una estupidez. Pero no dijo nada. Siguió temblando en sus brazos, en estado de shock. Al menos estaba vivo. De momento. La furia le hizo apretar los dientes. Tenía que sacar a Fang de allí. Tenía que encontrar un lugar seguro para ambos.

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