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El jardin – Pepa Fraile Colorado

¿Entonces, cuento con ello? –preguntó Susana aguantando la respiración como cuando era niña y, antes de cerrar los ojos y pedir un deseo, soplaba frente a las velas de cumpleaños. ―No quiero comprometerme. Ya sabes que no me gusta hacerlo si no estoy seguro de poder acudir –contestó Iñaki sabiendo que sus palabras no eran exactamente lo que ella quería escuchar–, de todas formas te prometo que haré lo posible. Y también sabes que lo hago por ti. Desde que… bueno, desde hace algún tiempo procuro evitar algunas reuniones. Prefiero no aguarle la fiesta a nadie. ―No valen las excusas. Todavía faltan dos semanas para el encuentro. Y Severo nos ha asegurado que el mar estará en calma. Puede ser muy divertido, y para una vez que se presta a dejarnos el barco… anda, piénsatelo. ―Está bien, así lo haré –dijo más bien para terminar una conversación que lo estaba violentando. Se conocían desde hacía más de media vida; más incluso. La pandilla sumaba muchos momentos felices desde la niñez, y a lo largo de los años habían conseguido afianzar una amistad sólida y verdadera, aunque las circunstancias de la vida los hubiera separado en algunas ocasiones. A pesar de todo, casi siempre lograban hacer un hueco para encontrarse. Brenda, la mujer de Iñaki, había sido la última en llegar. Su personalidad era arrolladora y, además de inteligente, era bellísima, algo que había levantado algunas sutiles y casi imperceptibles suspicacias entre las chicas, aunque no quisieran reconocerlo. Brenda lo tenía todo, incluso a uno de los chicos más atractivos del grupo. Él se había resistido a lo que llamaba «ataduras» hasta que, en unas jornadas internacionales de traductores e intérpretes, topó con ella. Y no en sentido figurado, no. El tropiezo con uno de los cables que había quedado mal instalado en el pasillo central de la sala, donde se celebraba el taller al que ambos se habían inscrito, lo catapultó hasta el asiento de ella, cayendo encima, y casi terminan ambos en el suelo. La mejor manera de causar la peor primera impresión ―comentaban entre risas― y, aún así, aquel fortuito e incómodo episodio había sido el principio del flechazo que nunca imaginaron que fuera a suceder, al menos Iñaki. Era algo que recordaban de tanto en tanto, entre anécdotas cómplices compartidas con los demás. Todas y cada una de sus frases, acompañadas de miradas cargadas del fuego de los enamorados, no dejaban lugar a las dudas: se amaban, y su enamoramiento había trascendido los kilómetros de distancia que los separaba. Tras unos años en los que la relación tuvo que alimentarse de encuentros precipitados, en los que los besos arrebatados corrían una carrera contra el reloj, por fin pudieron materializar su mayor deseo: la petición de traslado de Brenda al consulado canadiense ubicado en Barcelona había sido aceptada. La convivencia llegó enseguida y los planes de futuro también.


Tenían la historia de amor más bonita y disfrutaban de todo lo que habían soñado. Sin embargo, el inexorable destino cayó sobre ellos el día en el que a Brenda le fue diagnosticado un cáncer fulminante que se la llevó en pocos meses. La desesperación de Iñaki y la rabia creciente que sentía por el mundo entero lo confinó a un estado de aislamiento, hasta el punto de no querer saber nada de nadie durante muchos meses. Dejó el trabajo, dejó la ciudad, el país y hasta el continente, para refugiarse en su dolor lejos de cualquier cosa que le recordara a ella. Tras algo más de un año, en el que sus amigos de siempre habían perdido toda la esperanza de recuperarlo, un día llamó a Susana, de repente, saludándola como si nunca hubiera desaparecido. Ella, envuelta en su tranquila rutina de bibliotecaria y volcada en algunas actividades con las que por fin había logrado mitigar el desconsuelo interno que nunca se había atrevido a confesar, ni siquiera a las chicas de la pandilla, descolgó el teléfono de número desconocido que sonaba repetidamente y, a intervalos, durante la mañana. Su voz cansina, dispuesta a no dejar que le ofrecieran ni ventajas telefónicas ni monetarias, se quebró al escuchar su voz: ―Susana, ¿Cómo va? soy yo, espero que estés bien. Llegué hace unos días a Barcelona. Quería que lo supieras. Al principio no supo qué decir, ni si llorar o reír. Tragó saliva varias veces, carraspeó, contó hasta que el nudo de su garganta se deshizo y atendió al que había sido, y seguía siendo, el amor imposible y secreto de su vida. Iñaki volvió a Barcelona y se instaló en un vecindario nuevo, cerca de Susana, algo que ella celebró en la intimidad, sin atreverse a dar rienda suelta a sus deseos, aunque en sus sueños más secretos dejaba volar la imaginación. Tras un efusivo reencuentro en el que todos trataron de evitar lo sucedido, tuvieron la falsa expectativa de que las cosas volverían a ser como antes. Pronto se dieron cuenta de que no iba a ser así. Iñaki se había vuelto huraño y escurridizo, y evitaba los encuentros habituales a los que siempre era invitado sin demasiadas esperanzas. ―No insisto más. Sé que no te gusta y respetaré tu decisión, sea la que sea. ―Gracias, eres un amor de amiga. Hoy trabajaré hasta tarde. Tengo tanta faena que no me la acabaría ni en siete vidas. ―Ya serán menos, exagerado. Piensa que ya es viernes. ―Te aseguro que sí. Además, prometieron contratar a dos becarios hace ya más de tres meses y no los hemos visto por ninguna parte. Así vamos, más por menos, ese parece ser el slogan de las empresas aquí.

Pero no te entretengo más que ambos tenemos el tiempo muy justo. Por cierto, ¿sales esta noche? La pregunta dejó descolocada a Susana, que ni por asomo se imaginaba que aquella cuestión fuera del interés del solitario Iñaki. Por alguna razón que desconocía, y haciéndose la interesante, contestó algo de lo que se arrepintió antes de terminar de decirlo: ―Pues la verdad es que he quedado… pero… ―No me hagas caso, no tenía que haber preguntado –pareció arrepentirse él–, que lo pases bien, te lo mereces. ―Qué dices tonto, puedo cambiar mis planes, yo… ―Ni se te ocurra –zanjó él sin dejar lugar a réplica–, la verdad es que en cuanto llegue del trabajo me meteré en la ducha, comeré cualquier cosa y me acostaré. Estoy rendido. Buenas noches. Un beso. Susana se flageló una y otra vez recordando sus inoportunas palabras. Podía haber sido incluso más torpe, aunque era difícil, se repetía una y otra vez. ¿Cuántas veces había tenido la oportunidad de tomar una copa a solas con él? Poquísimas, respondió en su mente recordando su «apoteósica» intervención. No quería parecer un alma solitaria, aunque esa fuera la definición más acorde con su «modus operandi» habitual. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Alguna quedada con los chicos de la pandilla y poca cosa más, por no decir ninguna. Esa era su vida social. Había tenido un par de intentos de algo parecido a una relación. Uno, con un asiduo de la biblioteca que frecuentaba y, otro, con uno de los clientes del restaurante al que a veces iba a almorzar. En ninguno de los casos se habían superado los tres encuentros. Las sensaciones que despertaban en ella sus pretendientes no tenían nada que ver con lo que debía de ocurrir en una cita con fines amorosos. Tampoco le importaba mucho. Aunque lo había intentado, su corazón latía por él sin poder evitarlo. Si ya era imposible cuando vivía Brenda, su alma gemela, ahora debía luchar contra un espíritu, algo que se le antojaba incluso más complicado.

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