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El infierno digital – Philip Kerr

El americano miró al sol que declinaba sobre el nuevo estadio de fútbol de Shenzen y rezó por que la ejecución terminase antes de que el centro del campo quedara en la sombra. Impaciente por sacar fotos, enfocó la cámara a un grupo de hombres de aspecto arrogante, unos con chaquetas a lo Mao y otros con trajes oscuros, que estaban sentándose una docena de filas más abajo. —¿Quiénes son esos tíos? —preguntó. Su asistente e intérprete se puso de puntillas sobre sus zapatos de tacón alto y siguió la línea de su teleobjetivo entre las cabezas de la multitud. —Del partido, creo —contestó ella—. Pero también hay hombres de negocios. —¿Estás segura de que tenemos permiso para esto? —murmuró él. —¡Claro que estoy segura! —afirmó la muchacha—. He sobornado al jefe de la DSP de Shenzen. Hoy no nos molestarán, Nick, créeme. LA DSP era la Dirección de Seguridad Pública de la República Popular China. —Eres un portento, cariño. La muchacha china sonrió, inclinando la cabeza. El estadio casi se había llenado ya. Los miles de espectadores parecían alegremente impacientes, como si de verdad hubiesen ido a ver un partido. Cuando entraron los cuatro condenados, cada uno de ellos firmemente sujeto por dos guardias de la DSP, se elevó un murmullo de excitación. Como de costumbre, los condenados a muerte iban con la cabeza rapada y los brazos atados por encima del codo. Del cuello les colgaba un cartel de cartón que enumeraba los delitos que habían cometido. Obligaron a los cuatro a arrodillarse en el centro del campo. El rostro de uno de ellos ocupaba el visor de la cámara y el americano se sorprendió de su apagada expresión, como si al condenado le importara poco su propia muerte. Supuso que los habían drogado. Pulsó el obturador y encuadró el rostro del siguiente hombre. Tenía la misma expresión. Cuando el agente de la DSP apuntó su fusil de asalto AK47 a la nuca de su primera víctima, el americano comprobó la posición de la sombra en el campo. Procuró no sonreír, pero era un impulso irresistible.


Iban a ser unas fotos magníficas. Al DPLA, el Departamento de Policía de Los Ángeles, nunca le habían gustado mucho las manifestaciones de las diversas comunidades de la ciudad: latinoamericanos, indios, negros, trabajadores temporeros, hippies, maricas, estudiantes y huelguistas, todos habían probado en alguna ocasión las porras y armas antidisturbios de sus agentes más celosos. Pero aquella era la primera vez que alguno de los veinticinco policías con cascos apostados frente al edificio de oficinas en construcción en lo que sería la nueva plaza de Hope Street veía a chinos concentrados para protestar por algo. No es que en Los Ángeles hubiese una gran masa de chinos, comparada con la de San Francisco. En el Barrio Chino, situado en la zona de North Broadway, en la misma puerta de la Academia de Policía, no vivían más de veinte mil personas. La mayor parte de la comunidad china, que crecía rápidamente, habitaba los barrios de las afueras, como Monterey Park y Alhambra. Tampoco era una manifestación impresionante: sólo un centenar de estudiantes, más o menos, que protestaban contra la Yu Corporation y su supuesta complicidad con la política represiva de la República Popular China. Poco tiempo atrás se habían publicado en el Los Ángeles Times unas fotos de la ejecución en Shenzen de varios estudiantes disidentes, en las cuales aparecía Yue-Kong Yu, presidente y director general de la empresa que llevaba su nombre. Pero como, al fin y al cabo, estaban en Los Ángeles, donde hasta las más pequeñas concentraciones de manifestantes podían desmandarse rápidamente, helicópteros de la policía vigilaban la manifestación con discretos medios electrónicos y periódicamente enviaban informes digitalizados a su ordenador central, instalado en un búnker a prueba de misiles en el quinto sótano del Ayuntamiento. Los manifestantes se mostraban bastante pacíficos. Incluso cuando la caravana de alargadas limusinas de Yue-Kong Yu y su séquito llegó a la obra, apenas hicieron otra cosa que gritar y agitar las pancartas. Protegido por la policía y media docena de guardaespaldas privados, el señor Yu subió tranquilamente un tramo de escaleras y, sin dirigir siquiera una mirada hacia los coléricos jóvenes, entró en su nuevo edificio por la puerta principal, un dolmen neolítico traído de las Islas Británicas. En el vestíbulo, casi acabado, el señor Yu se volvió para examinar la puerta, montada en sentido oblicuo a fin de conseguir un mejor feng shui. Había comprado las tres antiguas piedras —una de ellas colocada horizontalmente sobre las otras dos para formar el dintel— por su semejanza con el logotipo de la Yu Corporation, basado en el carácter chino que simboliza la buena suerte. Movió la cabeza con aire de aprobación. Sabía que al arquitecto no le había gustado incluir aquellas piedras en un edificio tan moderno. Pero cuando el señor Yu tomaba una decisión, no era fácil disuadirle. El señor Yu pensó que había hecho bien, a pesar de la resistencia del arquitecto. El aspecto de la puerta era de lo más propicio. Y el atrio resultaba muy elegante. El más bonito que había visto. Más que el del Edificio Yoshimoto de Osaka. Y que el del Shinn Nikko de Tokio. Más bonito aún que el del Marriott Marquis de Atlanta. Cuando hubo entrado el último invitado del señor Yu, el sargento encargado de vigilar la concentración hizo señas a un manifestante para que se acercara, pues había decidido que el hecho de que llevara el megáfono le señalaba como cabecilla del grupo.

Cheng Peng Fei, en posesión de un visado para estudiar ciencias empresariales en la Universidad de California, se acercó rápidamente. Hijo único de dos abogados de Hong Kong, no era de los que se hacían repetir dos veces las indicaciones de un policía. Tenía un rostro tan liso y esférico que parecía cóncavo. —Tendrá que llevarse a su gente al otro lado de la obra —dijo el sargento, arrastrando las palabras—. Creo que van a tirar una rama de árbol desde la última planta, y no queremos que nadie resulte herido, ¿verdad? El sargento sonrió. Como veterano del Vietnam, miraba a los orientales con profundo recelo y hostilidad. —¿Por qué? —preguntó Cheng Peng Fei. —Porque lo digo yo —replicó el sargento—. Por eso. —No me ha entendido. Preguntaba por qué van a tirar una rama desde arriba. —Pero ¿qué se cree que soy, un jodido antropólogo? ¿Cómo coño voy a saberlo? Venga, señor, retírese al otro lado o le detengo por obstrucción a la policía. Tradicionalmente, la colocación del último ladrillo de un edificio se celebraba lanzando a la calle una rama de pino, que luego se quemaba antes de brindar por la finalización de la estructura. Pero, como sabían los que esperaban en el terrado, la verdadera ceremonia de terminación se había realizado unos diez meses antes, ocasión en que el señor Yu no pudo estar presente. El edificio ya estaba casi acabado por dentro, pero el señor Yu, que hacía una de sus raras visitas a Los Ángeles para firmar con el Ejército del Aire de los Estados Unidos un contrato para el suministro a la Base Aérea de Edwards de seis superordenadores Yu-5 (cada uno de ellos capaz de realizar 10 12 operaciones por segundo), estaba deseoso de comprobar la marcha de las obras de su nuevo edificio inteligente. El hijo del señor Yu, Jardine, director de la Yu Corporation en Estados Unidos, había querido señalar la visita de su padre, de manera que en el terrado de aquel alto edificio se organizó una segunda ceremonia de terminación en la que una «última» y superflua loseta sería colocada por Arlene Sheridan, actriz hollywoodense y de edad un tanto avanzada a la que el presidente, de setenta y dos años, admiraba desde mucho tiempo atrás. El acontecimiento del tejado se había organizado con un esmero y una etiqueta fuera de lo común: un almuerzo consistente en frutas de la estación, gallinas chinas rellenas de papelitos rojos de la suerte, cochinillo asado y cerveza Tsingtao. Entre los cincuenta invitados se contaban un senador federal, un diputado federal, el primer teniente de alcalde de Los Ángeles, un juez federal, un general del Ejército del Aire, el dueño de unos estudios cinematográficos, representantes del comité consultivo para el plan estratégico del centro de la ciudad, miembros selectos de la prensa (con la notable excepción del Los Ángeles Times), el arquitecto, Ray Richardson, y el ingeniero jefe, David Arnon. No se había invitado a ningún obrero, a menos que se considerase como tales a Helen Hussey, aparejadora, y a Warren Aikman, maestro de obras. Un sacerdote taoísta había llegado en avión de Hong Kong llamado por Jenny Bao, la asesora de feng shui de la Yu Corporation en Los Ángeles, que también estaba presente. De corta estatura, cortés y efusivo, el señor Yu saludaba a sus invitados estrechándoles la mano con la izquierda, pues tenía el brazo derecho atrofiado de nacimiento. A quienes le veían por primera vez, les resultaba difícil asociar su enorme fortuna (la revista Forbes la estimaba en cinco mil millones de dólares) con el hecho de que estuviese en excelentes relaciones con los dirigentes comunistas de Pekín. Pero, por encima de todo, el señor Yu era un pragmático. Tras las presentaciones, correspondió a Ray Richardson acercarse al micrófono para decir unas palabras sobre el edificio y la ceremonia. El «arquitecnólogo», como le gustaba definirse, aparentaba diez o quince años menos de los cincuenta y cinco que tenía.

Llevaba un traje de lino color crema, una camisa azul claro y una corbata discreta que parecía pintada a mano, todo lo cual le daba aspecto de europeo, muy probablemente italiano. En realidad, era escocés, pero su acento indicaba que había pasado mucho tiempo al sol de California. Sus conocidos afirmaban que su acento era lo único en él que irradiaba algo de calor. Desdobló unas hojas mecanografiadas, esbozó una sonrisa vacilante y, como si el sol de mediodía fuera demasiado fuerte para sus fríos ojos grises, sacó unas Ray-Ban de concha y bajó las persianas para ocultar la mezquindad de su alma.

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