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El Inductor – Lee Child

Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como policía militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.


 

El poli bajó del coche exactamente cuatro minutos antes de que le dispararan. Como si conociera su destino de antemano. Empujó la puerta contra la resistencia que ofrecía una dura bisagra, giró lentamente en el gastado asiento de vinilo y plantó ambos pies en la calzada. Después se agarró con las dos manos al marco de la puerta y se impulsó hacia fuera. Permaneció de pie un instante en el aire límpido y frío y acto seguido se volvió y cerró tras él. Se quedó inmóvil unos segundos. A continuación dio unos pasos y se apoyó en el lateral del capó junto al faro. El coche era un Chevy Caprice de siete años de antigüedad. Negro y sin distintivos policiales. De todos modos, tenía tres antenas de radio y cubos cromados descubiertos. La mayoría de los polis con que uno habla aseguran que el Caprice era el mejor vehículo policial que ha habido jamás. Por lo visto, aquel tipo estaba de acuerdo. Parecía un detective veterano con lo mejor del parque automovilístico a su disposición. Como si condujera el viejo Chevy porque le apetecía. Como si no le interesaran los nuevos Ford Taurus. Conocía muy bien a esa clase de personaje obstinado y de porte chapado a la antigua. Era voluminoso y llevaba un oscuro traje sencillo de una especie de lanilla gruesa. Alto pero encorvado. Un viejo. Volvió la cabeza y miró calle arriba y abajo y después giró el ancho cuello para echar un vistazo atrás, a la entrada de la universidad. Estaba a unos treinta metros de mí. La entrada de la universidad era todo un poema.


Dos altos pilares de ladrillo se elevaban en el borde de una gran extensión de cuidado césped que llegaba hasta la acera. Sostenían una alta verja doble hecha de barras de hierro dobladas, plegadas y retorcidas en formas estrafalarias. Era de un negro brillante. Parecía que habían acabado de repintarla. Seguramente lo hacían al final de cada invierno. No tenía función alguna relacionada con la seguridad. Cualquiera podía evitarla conduciendo directamente por el césped. En todo caso, estaba abierta de par en par. Tras ella había un camino en cuyo inicio había dos pequeños postes de hierro que llegaban a la altura de la rodilla, colocados a cada lado. Tenían ranuras. Cada una de las puertas abiertas quedaba sujeta a una de ellas. El camino llevaba hasta un conjunto de edificios de ladrillo claro situados a unos cien metros. Los edificios tenían tejados inclinados cubiertos de musgo y estaban rodeados de árboles. El camino de entrada estaba bordeado de árboles. La acera estaba llena de árboles. Había árboles por todas partes. Empezaban a brotarles las hojas, pequeñas, rizadas y de un verde brillante. En seis meses serían grandes, rojas y doradas, y el lugar estaría plagado de fotógrafos captando imágenes para la revista de la universidad. A veinte metros del poli, su coche y la puerta había una furgoneta de reparto aparcada en el otro lado de la calzada. Estaba pegada al bordillo; encarada hacia mí, a unos cincuenta metros. Parecía algo fuera de lugar. Era de un rojo descolorido, y tenía un gran parachoques de un negro apagado que parecía haber sido doblado y enderezado un par de veces. En la cabina había dos hombres. Jóvenes, altos, elegantes, rubios. Permanecían totalmente inmóviles, con la vista al frente.

No miraban al poli. Me miraban a mí. Yo estaba orientado hacia el sur. Tenía una vulgar camioneta marrón aparcada frente a una tienda de discos. La tienda era la típica que suele encontrarse cerca de una universidad: en la acera expositores con discos compactos de segunda mano, y en el escaparate pósters de bandas de las que nadie había oído hablar. Las puertas traseras de la camioneta estaban abiertas. Dentro había cajas amontonadas. Yo sostenía un fajo de papeles. Llevaba abrigo, pues era una fría mañana de abril. También guantes, porque las cajas, que habían sido abiertas apresuradamente, tenían grapas sueltas. Disponía de un arma, como de costumbre. La llevaba encajada en la parte de atrás de la cintura, bajo el abrigo. Era un Colt Anaconda, un enorme revólver de acero con la recámara preparada para balas Magnum 44. Medía unos treinta y cinco centímetros y pesaba casi un kilo y medio. No era mi arma preferida. Resultaba dura, pesada y fría; todo el rato era consciente de ella. Me detuve en mitad de la acera, levanté la vista de los papeles y oí que la furgoneta se ponía en marcha. No fue a ninguna parte. Se quedó donde estaba, quieta. Los blancos gases del tubo de escape rodeaban las ruedas traseras. Hacía frío. Era temprano y la calle estaba desierta. Retrocedí hasta mi camioneta y eché un vistazo a los edificios de la universidad por el lado de la tienda de discos. Vi un Lincoln Town Car negro esperando frente a uno de ellos. Había dos tipos de pie al lado del vehículo.

Me encontraba a bastante distancia, pero me quedó claro que ni uno ni otro tenía pinta de conductor de limusina. Estos no van en parejas y no parecen jóvenes y fuertes ni se mueven tensos y cautelosos. Aquellos tíos daban la impresión de ser guardaespaldas. El edificio delante del que aguardaba el Lincoln era una especie de pequeño dormitorio. En su gran puerta de madera se apreciaban letras griegas. Se abrió y salió un chico joven y delgado. Parecía un estudiante. Llevaba el cabello largo y desaseado e iba vestido desastradamente, pero su bolsa parecía de piel cara y lustrosa. Uno de los guardaespaldas se quedó en su sitio mientras el otro abría la puerta del coche. El muchacho arrojó la bolsa en el asiento de atrás y luego subió. El hombre cerró la puerta tras él. Oí el golpe, débil y amortiguado por la distancia. Los guardaespaldas echaron una fugaz mirada alrededor y acto seguido subieron a la parte delantera y el coche arrancó. Unos treinta metros por detrás, un vehículo de la seguridad de la universidad avanzó lentamente en la misma dirección, no como si pretendiera hacer de escolta sino como si estuviera allí casualmente. Dentro iban dos guardias contratados, hundidos en sus asientos, y parecían aburridos, sin propósito fijo. Me quité los guantes y los tiré al asiento trasero de la camioneta. Me situé en medio de la calle para ver mejor. El Lincoln iba por el camino a una velocidad moderada. Era negro, reluciente, impecable. Mucho cromo. Mucha cera. Los guardias de la universidad iban bastante por detrás. Se pararon ante la aparatosa verja y giraron a la izquierda, hacia el Caprice negro. Y hacia mí. Lo que sucedió después duró ocho segundos, pero pareció un suspiro.

La furgoneta de reparto de color rojo marchito abandonó el bordillo. Aceleró de golpe. Alcanzó al Lincoln y empezó a adelantarlo a la altura del Caprice. Casi rozó al poli. Aceleró un poco más, el conductor dio un volantazo y el borde del enorme parachoques golpeó de lleno contra el guardabarros delantero del Lincoln. El conductor de la furgoneta mantuvo el volante girado y obligó al otro a subirse a la acera. El coche arrancó hierba, redujo bruscamente la velocidad y finalmente colisionó de frente contra un árbol. Se oyó un estampido de metal retorcido y faros hechos añicos, y se formó una gran nube de humo. Las pequeñas hojas del árbol se agitaron y estremecieron en el apacible aire de la mañana. A continuación, los dos sujetos de la furgoneta se apearon y abrieron fuego. Tenían pistolas ametralladoras negras y disparaban al Lincoln. El estruendo era ensordecedor, y vi arcos de esquirlas de metal lloviendo sobre el asfalto. Entonces los tipos abrieron de golpe las puertas del Lincoln. Uno se inclinó hacia el asiento de atrás y empezó a sacar al chico a rastras. El otro seguía descargando su arma contra el asiento delantero. Luego introdujo la mano en un bolsillo y sacó una especie de granada. La arrojó al interior del Lincoln, cerró las puertas de golpe, agarró a su compañero y al chaval por los hombros y los arrastró hasta ponerlos en cuclillas. Dentro del coche se produjo una explosión fuerte y luminosa. Las seis ventanillas saltaron en pedazos. Me hallaba a unos veinte metros y noté la sacudida en toda su intensidad. Volaron piedras y cristales por todas partes formando arcos iris contra el sol. De pronto, el tío que había lanzado la granada se incorporó rápidamente y se precipitó hacia el lado del acompañante de la furgoneta mientras el otro arrastraba al chico, lo metía dentro y él hacía lo propio. Las puertas se cerraron de golpe, y el chaval quedó atrapado en el asiento del medio. Vi terror en su rostro. Estaba pálido por la conmoción, y a través del sucio parabrisas advertí que abría la boca en un grito mudo.

Oí el motor rugir y los neumáticos chirriar, y de repente la furgoneta se dirigió directamente hacia mí. Era una Toyota. Distinguí la palabra TOYOTA en la rejilla tras el parachoques. Llevaba la suspensión levantada y alcancé a ver un enorme diferencial en la parte delantera. Era del tamaño de un balón de fútbol. Tracción en las cuatro ruedas. Neumáticos anchos. Abolladuras y zonas despintadas; no la habían lavado desde que salió de fábrica. Se acercaba a toda velocidad. Tenía menos de un segundo para decidir qué hacer. Aparté de un manotazo el faldón del abrigo y saqué el Colt. Apunté con cuidado y disparé. El arma destelló, retumbó y me dio un culatazo en la mano. La enorme bala del 44 destrozó el radiador de la Toyota. Luego tiré a un neumático delantero, que estalló en una espectacular explosión de trozos de caucho negro. Bailaban en el aire tiras de goma reventada. La furgoneta torció y se paró quedando el lado del conductor frente a mí. A diez metros. Me agaché tras mi camioneta, cerré las puertas traseras, salí a la acera y volví a disparar al neumático izquierdo. Lo mismo que antes. Goma por todas partes. La furgoneta cay ó sobre la llanta, quedando desnivelada. El conductor abrió la puerta, saltó al asfalto y se incorporó sobre una rodilla. Tenía su arma en la mano mala. Se la cambió a la otra mano y esperé hasta estar seguro de que iba a apuntarme.

Acto seguido, con la mano izquierda sostuve el antebrazo derecho que soportaba el kilo y medio de Colt y apunté cuidadosamente al centro de gravedad, como me habían enseñado hacía tiempo, y apreté el gatillo. El pecho del tipo pareció estallar en una colosal nube de sangre. Dentro de la cabina, el muchacho estaba paralizado, mirando con horror lo que ocurría. El otro tío y a había salido de la cabina y gateaba rodeando el capó, hacia mí. Su arma se acercaba. Giré a la izquierda, aguanté la respiración y sostuve el brazo como antes. Apunté al pecho y disparé, con el mismo resultado. El tipo cayó de espaldas tras el guardabarros en medio de una nube de vapor rojo. El chico se movió en la cabina. Corrí hacia él y lo saqué por encima del cuerpo del primer tipo. Lo llevé a toda prisa a mi camioneta. Estaba desfallecido a consecuencia del sobresalto y la confusión. Lo metí en el asiento del acompañante, cerré la puerta y me dirigí al lado del conductor. Con el rabillo del ojo vi que un tercer individuo se acercaba a mí. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Era un tipo alto y grueso. Vestía ropa oscura. Apunté, disparé y vi la gran explosión roja en su pecho exactamente en la misma décima de segundo en que me di cuenta de que era el viejo poli del Caprice que estaba sacando sus credenciales del bolsillo. Era una placa dorada en un gastado soporte de piel, que voló de su mano y fue dando vueltas hasta estrellarse en el bordillo, delante de mi camioneta. El tiempo se detuvo. Miré fijamente al poli. Había quedado tendido de espaldas junto al bordillo. Su pecho era un amasijo de color rojo. Todo él. No había bombeo ni hemorragia.

Ni rastro de latidos. Se apreciaba un orificio grande y desigual en su camisa. Permanecía completamente inmóvil. Tenía la cabeza vuelta a un lado, con la mejilla apoy ada en el duro asfalto. Estaba con los brazos abiertos, y alcancé a ver venas pálidas en sus manos. Fui consciente del gris oscuro de la calzada, del verde intenso de la hierba y del azul luminoso del cielo. Oía el estremecimiento que causaba la brisa en las hojas nuevas por encima de los disparos que aún retumbaban en mis oídos. Vi que el chaval observaba por el parabrisas al poli caído y luego me miraba fijamente. Advertí que el coche de la seguridad de la universidad salía por la puerta. Avanzaba más despacio de lo normal. Se habían disparado docenas de tiros. Quizás estuvieran preocupados por saber dónde empezaba y dónde terminaba su jurisdicción. Tal vez sólo tuvieran miedo. Vislumbré la palidez de sus caras tras el parabrisas. Se volvieron hacia mí. Su vehículo debía de ir a poco más de veinte por hora. Avanzaba lentamente hacia donde y o estaba. Eché un vistazo a la placa dorada del arroy o. El metal estaba desgastado por tantos años de uso. Miré mi camioneta. Me quedé totalmente quieto. Hace tiempo aprendí que es muy fácil matar a un hombre. Pero absolutamente imposible resucitarlo. Oí al vehículo de la universidad aproximarse despacio. Y los neumáticos aplastar gravilla en el asfalto.

Todo lo demás permanecía en silencio. De pronto el tiempo volvió a transcurrir y oí una voz interior que decía: « Huy e huye huye» . Y huí. Me metí a toda prisa en el vehículo, arrojé el arma sobre el asiento, puse el motor en marcha y arranqué haciendo un cambio de sentido tan brusco que llegamos a estar sobre dos ruedas. El muchacho rebotó de un lado a otro. Sujeté el volante con fuerza, pisé el acelerador y puse dirección sur. En el retrovisor mi visión era limitada, pero observé que los polis de la universidad encendían la luz del techo y comenzaban a perseguirme. A mi lado, el chico permanecía totalmente callado. La mandíbula colgando. Estaba concentrado en mantener el equilibrio; y yo en correr todo lo posible. Menos mal que no había mucho tráfico. Era una ciudad soñolienta de Nueva Inglaterra a primera hora de la mañana. Puse la camioneta a ciento veinte y aferré el volante, con la mirada fija en la calle, al frente, como si no quisiera saber qué había detrás. —¿Están muy lejos? —pregunté al muchacho. No respondió. Estaba inerte y desolado por el shock en el extremo del asiento, todo lo lejos de mí que podía. Miraba fijamente el techo. Su mano derecha aferraba la puerta. Piel pálida, dedos largos. —¿Muy lejos? —volví a preguntar. El motor bramaba con fuerza. —Has matado a un poli —balbuceó—. Ese viejo era un poli, ya lo sabes. —Sí, lo sé. —Le has disparado.

—Fue un accidente —repliqué—. ¿Están muy lejos? —Te estaba mostrando la placa. —¿Están muy lejos? —insistí en tono perentorio. Se movió en el asiento, se volvió y agachó un poco la cabeza para alinear la visión con la luna trasera. —A unos treinta metros —dijo, indeciso y asustado—. Muy cerca. Uno de ellos se asoma por la ventanilla con un arma en la mano. En ese preciso instante oí la lejana detonación de una pistola por encima del rugido del motor y los gemidos de los neumáticos. Cogí el Colt. Volví a dejarlo donde estaba. Me había quedado sin balas. Ya había disparado seis veces. Un radiador, dos neumáticos, dos tipos. Y un poli. —La guantera —señalé. —Deberías parar —sugirió—. Explicárselo. Querías ay udarme. Fue un error. —No me miraba. Tenía la vista fija en la luna trasera. —He matado a un policía —dije con voz totalmente neutra—. Eso es todo lo que saben. Todo lo que quieren saber. Les dará igual cómo o por qué lo hice.

El chico no dijo nada. —La guantera —repetí. Se volvió de nuevo y abrió la guantera con torpeza. Allí había otro Colt Anaconda de reluciente acero. Estaba cargado. Lo cogí de manos del muchacho. Bajé el cristal de mi ventanilla. Entró un vendaval de aire frío. Transportaba el sonido de una pistola que nos disparaba por detrás, rápido y sin parar. —Mierda —solté. El chaval no abrió la boca. Los tiros llovían con un ruido fuerte y sordo, percutiendo sin cesar. ¿Cómo era posible que fallaran? —Échate al suelo —dije. Me deslicé de lado hasta que mi hombro izquierdo quedó encajado entre el marco de la puerta y el asiento y estiré el brazo derecho hasta que la nueva arma estuvo fuera de la ventanilla apuntando hacia atrás. Abrí fuego. El chico me miró horrorizado y a continuación se acurrucó entre el asiento y el salpicadero, cubriéndose la cabeza con los brazos. Un instante después estallaba la luna trasera, a tres metros de su cabeza. —Mierda —solté otra vez. Maniobré hacia un lado para disponer de mejor ángulo de tiro. Volvieron a dispararnos. » Necesito que vigiles —dije. El muchacho no se movió. —Levántate con precaución —añadí—. Ahora. Tienes que mirar.

Se incorporó lo imprescindible para mirar hacia atrás. Advertí su cara de sorpresa cuando descubrió que la luna trasera estaba hecha añicos y comprendió que su cabeza había estado en la línea de fuego. —Voy a reducir un poco la velocidad —señalé—. Para que me adelanten. —No lo hagas —suplicó—. Aún puedes arreglar esto. No le hice caso. Aminoré hasta unos ochenta y me eché a la derecha. El coche de la universidad instintivamente se fue a la izquierda y llegó a mi altura. Disparé mis tres últimas balas. Su parabrisas se hizo añicos y el coche salió dando tumbos como si el conductor estuviera herido o un neumático hubiera reventado. Se desvió hacia el arcén contrario, aplastó una hilera de arbustos y desapareció de mi campo visual. Dejé el arma vacía en el asiento contiguo, subí la ventanilla y pisé el acelerador. El chico permanecía callado. Se limitaba a mirar fijamente hacia la parte trasera de la camioneta. El aire que entraba por la luna rota producía un ruido extraño, semejante a un gemido. —Bien —dije. Estaba sin aliento—. Ahora ya podemos irnos. El chico se volvió y se encaró conmigo. —¿Estás loco? —espetó. —¿Sabes qué les ocurre a los que matan polis? —dije. Él no sabía responder a eso. Guardamos silencio durante medio minuto, casi un kilómetro, parpadeando, resollando y mirando al frente como si estuviéramos hipnotizados. El interior de la camioneta apestaba a pólvora.

—Ha sido un accidente —insistí—. No puedo devolverle la vida. Así que olvidémoslo. —¿Quién eres? —preguntó. —No, ¿quién eres tú? —pregunté a mi vez. Se quedó callado. Respiraba ruidosamente. Miré por el retrovisor. Detrás, la calzada se veía totalmente vacía. Y también por delante. Ya estábamos en campo raso. Quizás a diez minutos de un cruce en trébol de la autopista. —Soy un objetivo —respondió—. Para ser abducido. Era una palabra extraña. —Intentaban secuestrarme —musitó. —¿Tú crees? Asintió. —Ya ha pasado otras veces —dijo. —¿Por qué? —Dinero —contestó—. ¿Por qué iba a ser? —¿Eres rico? —Mi padre lo es. —¿Quién es tu padre? —Sólo alguien. —Pero alguien con mucha pasta —solté. —Se dedica a importar alfombras. —¿Alfombras? —repetí—. ¿Felpudos y eso? —Alfombras orientales.

—¿Puedes hacerte rico importando alfombras orientales? —Mucho. —¿Tienes nombre? —Richard —respondió—. Richard Beck. Volví a mirar por el retrovisor. La carretera seguía vacía. Reduje un poco la velocidad, estabilicé la camioneta en el centro de mi carril y traté de conducir como una persona normal. —Así pues, ¿quiénes eran esos tipos? —inquirí. Richard Beckmeneó la cabeza. —Ni idea. —Sabían adónde ibas. Y cuándo. —Iba a casa para el cumpleaños de mi madre. Es mañana. —¿Quién podía saberlo? —No estoy seguro. Cualquiera que conozca a mi familia. Cualquiera que forme parte de la colectividad de las alfombras, supongo. Somos muy conocidos. —¿La colectividad de las alfombras? —Todos competimos —explicó—. Las mismas fuentes, el mismo mercado. Nos conocemos. Me limité a seguir conduciendo, a casi cien por hora. —¿Y tú, tienes nombre? —preguntó. —No. Asintió como si entendiera. Chico listo.

—¿Qué vas a hacer? —dijo. —Voy a dejarte cerca de la autopista. Puedes hacer autoestop o llamar un taxi, y luego te olvidas de mí. Se quedó callado. —No puedo llevarte a la policía —expliqué—. No puede ser y y a está. Lo entiendes, ¿verdad? He matado a uno de ellos. Tal vez a tres. Tú has visto cómo lo hacía. Se hizo el silencio. Había llegado el momento de decidir. La autopista estaba a seis minutos. —No atenderán a explicaciones —añadí—. Metí la pata, fue un accidente, pero no me escucharán. Nunca lo hacen. Así que no me pidas que vay a a ninguna parte a hablar con nadie. Ni como testigo ni como nada. No estoy aquí, es como si no existiera. ¿Ha quedado claro? No respondió. —Y no les des ninguna descripción —añadí—. Diles que no te acuerdas. Que estabas conmocionado. Si no, te buscaré y te mataré

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