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El increible caso de Barnaby Brocket – John Boyne

Esta es la historia de Barnaby Brocket y, para entender a Barnaby, primero hay que entender a sus padres, dos personas que tenían tanto miedo de todo aquel que era diferente que acabaron provocando una desgracia que tendría unas consecuencias desastrosas para todos sus seres queridos. Empecemos por el padre de Barnaby, Alistair, quien se consideraba un hombre completamente normal. Llevaba una vida normal en una casa normal, habitaba en un barrio normal donde hacía cosas normales de una forma de lo más normal. Su esposa era normal, igual que sus dos hijos. Alistair no quería mezclarse con personas raras ni con las que daban la nota. Cuando estaba sentado en un vagón del metro y una pandilla de adolescentes hablaba a gritos cerca de él, esperaba hasta la siguiente parada, se bajaba a toda prisa y se subía en otro vagón antes de que las puertas volvieran a cerrarse. Cuando comía en un restaurante (no uno de esos restaurantes nuevos y modernos con menús complicados y comida liosa; un restaurante normal) se irritaba muchísimo si los camareros le arruinaban la velada cantando «Cumpleaños feliz» a algún comensal con ganas de llamar la atención. Trabajaba de abogado en la empresa de Bother & Blastit en la ciudad más maravillosa del mundo: Sidney (Australia). Se había especializado en testamentos y últimas voluntades, un empleo bastante cenizo que le sentaba como anillo al dedo. Al fin y al cabo, era perfectamente normal hacer un testamento. No tenía nada de especial. Cuando los clientes iban a verlo al despacho, solían estar un poco nerviosos, porque redactar un testamento puede ser una tarea complicada e incómoda. —Por favor, no se apuren —les decía Alistair en esos casos—. Morirse es algo perfectamente normal. Todos tenemos que hacerlo en algún momento. ¡Imagínense qué horror si viviéramos eternamente! El planeta se hundiría con tanto exceso de carga. No es que dijera eso porque le importara mucho el bienestar del planeta, en absoluto. Solo los hippies y los tíos new age se preocupaban de esas cosas. Hay personas, sobre todo entre las que viven en Extremo Oriente, que tienen la creencia de que cada uno de nosotros —incluido tú— es en realidad la mitad de una pareja que fue separada antes de nacer en el inmenso y complejo universo. También creen que nos pasamos la vida buscando a esa alma escindida que puede hacer que nos sintamos plenos otra vez. Hasta que llega ese día, todos nos sentimos un poco incompletos. Algunas veces, esa sensación de plenitud se halla cuando conocemos a alguien que, a primera vista, parece totalmente opuesto a nosotros. Un hombre a quien le gusta el arte y la poesía, por ejemplo, puede acabar enamorándose de una mujer que se pasa la tarde arreglando coches, manchada de grasa de motor hasta los codos. Una señora que come sano y practica deporte al aire libre puede sentirse atraída por un tipo a quien no le gusta nada más que ver partidos desde la comodidad del sofá del comedor con una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra. Al fin y al cabo, en la vida hay para todos los gustos.


Pero Alistair Brocket siempre supo que nunca podría compartir su vida con alguien que no fuese tan normal como él, aunque, en el fondo, eso habría sido algo perfectamente normal. Y eso nos lleva a la madre de Barnaby, Eleanor. Eleanor Bullingham se crió en el barrio de Beacon Hill, en una casita que daba a las playas del norte de Sidney. Siempre había sido la niña de los ojos de sus padres, porque no cabía duda de que era la mejor educada de todo el barrio. Nunca cruzaba la calle antes de que apareciera el hombrecillo verde, aunque no hubiera ningún coche a la vista. Se levantaba para ceder el asiento a los ancianos en el autobús, aunque quedasen decenas de asientos libres. De hecho, era una niña tan bien educada que, cuando murió su abuela Elspeth y le dejó en herencia una colección de cien pañuelos antiguos con sus iniciales (EB) delicadamente bordadas en una esquina, decidió que un día se casaría con un hombre cuyo apellido también empezase por B para no desperdiciar la herencia. Igual que Alistair, se hizo abogada y se especializó en derecho de la propiedad, un tema que, como le contaba a todo el mundo que le preguntaba, le parecía tremendamente interesante. Aceptó un empleo en Bother & Blastit casi un año después de que empezara a trabajar allí su futuro marido, y al principio se decepcionó un poco al echar un vistazo al despacho y descubrir que muchos de los hombres y mujeres jóvenes de la plantilla se comportaban de un modo muy poco profesional. Poquísimos tenían la mesa de trabajo ordenada y pulcra. Al contrario, la saturaban de fotografías de sus familiares, mascotas o, peor aún, de famosos. Los hombres rompían en tiritas los vasos de plástico del café mientras hablaban a gritos por teléfono y lo dejaban todo hecho un asco, con lo que obligaban a que otros limpiaran aquella pocilga, mientras que las mujeres parecían no tener nada más que hacer en todo el día que comer, y compraban cosas de picar en un carrito que aparecía por el despacho cada pocas horas cargado con barritas de cereales y bollería industrial envuelta en plástico de colores muy vivos. Sí, era un comportamiento normal para los estándares actuales de lo que se considera normal, pero, aun así, no era normal «normal». Al principio de su segunda semana en la empresa, Eleanor tuvo que subir dos tramos de escaleras para ir a otro departamento con el fin de entregar un documento importantísimo a un compañero de trabajo que lo necesitaba inmediatamente porque, de lo contrario, se acabaría el mundo. Al abrir la puerta, se obligó a no mirar las muestras de desorden y dejadez que pudiera tener delante, por miedo a acabar regurgitando el desayuno. Pero entonces, para su sorpresa, vio algo (o a alguien) que hizo que su corazón diera un vuelco de lo más inesperado, como una cría de gacela que saltara victoriosa un arroyo por primera vez. Sentado a una mesa esquinera, con una ordenada pila de papeles delante, separada por colores, había un hombre bastante apuesto, ataviado con un traje de raya diplomática y el pelo repeinado con una raya perfecta que le resultaba muy favorecedora. A diferencia de los animales mal adiestrados que trabajaban a su alrededor, el hombre tenía la mesa impoluta, los bolígrafos y los lapiceros recogidos en un sencillo cubilete, con los documentos que estaba barajando organizados de manera lógica. No vio ninguna foto de niños, perros ni famosos por ahí. —Ese joven… —le comentó Eleanor a la chica que se sentaba más próxima a ella en el despacho, y que en ese momento se atiborraba con una magdalena de nueces y plátano, cuyas migajas iban cayendo sobre el teclado del ordenador y se perdían para siempre entre las teclas—. El que está sentado en el rincón. ¿Cómo se llama? —¿Te refieres a Alistair? —dijo la chica mientras pasaba los dientes por el interior del envoltorio de la madalena, por si quedaba algún resto de relleno pegajoso—. ¿El hombre más aburrido del universo? —¿Cómo se apellida? —preguntó Eleanor esperanzada. —Brocket. Qué tostón, ¿verdad? —Es perfecto —dijo Eleanor.

Y así pues, se casaron. Era lo más normal, sobre todo después de haber ido juntos al teatro (tres veces), a la heladería del barrio (dos veces), a bailar (solo una vez, porque no les había gustado mucho; demasiado jive, demasiado rock and roll, qué asco) y a pasar el día al parque de atracciones Luna Park, donde habían hecho fotos y habían charlado tranquilamente hasta que el sol empezó a ponerse y las luces centelleantes de la gigantesca cara del payaso de la entrada consiguieron que pareciera aún más aterrador que de costumbre. Justo un año después de ese maravilloso día, Alistair y Eleanor, que ahora vivían en una casa normal en Kirribilli, en la parte inferior de la costa norte, dieron la bienvenida al mundo a su primer hijo, Henry. Nació un lunes por la mañana, cuando las agujas del reloj marcaron las nueve en punto, pesó exactamente tres kilos y doscientos gramos y llegó al mundo después de un parto corto, con una educada sonrisa que dedicó al médico que había atendido el alumbramiento. Eleanor no lloró ni gritó mientras daba a luz, a diferencia de algunas de esas mujeres tan vulgares cuyos chillidos de posesas interferían con las ondas de la televisión todas las noches; en realidad, el parto de Henry fue muy comedido, educado y nada escandaloso, así que nadie se sintió ofendido. Igual que sus padres, Henry era un niño con muy buenos modales, se tomaba el biberón cuando se lo ofrecían, comía la papilla, ponía cara de espanto cuando manchaba el pañal. Crecía a un ritmo normal, aprendió a hablar cuando cumplió dos años y memorizó las letras del alfabeto un año más tarde. Cuando tenía cuatro años, la maestra les dijo a Alistair y a Eleanor que no tenía nada bueno ni malo que comentar acerca de su hijo, que era perfectamente normal en todos los sentidos, y, como recompensa, esa tarde le compraron un helado de camino a casa. De vainilla, por supuesto. Su segundo hijo fue una niña, Melanie, que nació un martes tres años más tarde. Igual que su hermano, no dio problemas ni a las enfermeras ni a los profesores y, a partir de su cuarto cumpleaños, cuando sus padres ya esperaban el nacimiento del tercer retoño, empezó a dedicar la mayor parte del tiempo a leer o a jugar con muñecas en su cuarto, sin hacer nada que pudiera diferenciarla de cualquier otra niña de su calle. No cabía ninguna duda: la familia Brocket era la familia más normal de toda Nueva Gales del Sur, cuando no de toda Australia. Y entonces nació su tercer hijo. Barnaby Brocket hizo su aparición en el mundo un viernes, a las doce de la noche, lo cual fue un mal comienzo a ojos de Eleanor, que estaba preocupada por interrumpir el sueño del médico y la enfermera. —Les pido mil disculpas —dijo entre tremendos sudores, cosa que era bastante bochornosa. Al dar a luz a Henry y a Melanie no había sudado de semejante manera; se había limitado a adquirir un tenue brillo especial, como en los últimos segundos de vida de una bombilla de cuarenta vatios. —No pasa nada, señora Brocket —contestó el doctor Snow—. Los niños vienen cuando vienen. No hay manera de controlar estas cosas. —Aun así, es de mala educación —dijo Eleanor antes de soltar un grito tremendo, cuando Barnaby decidió que había llegado el momento de asomar la cabeza—. Ay, madre —añadió, con la cara enrojecida por tanto esfuerzo.

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