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El horizonte – Patrick Modiano

Bosmans llevaba tiempo pensando en algunos episodios de su juventud, episodios sin ilación, que se interrumpían en seco, rostros sin nombre, encuentros fugitivos. Todo pertenecía a un pasado remoto, pero, como esas breves secuencias no tenían relación con el resto de su vida, se quedaban en el aire, en un presente eterno. No iba a dejar de hacerse preguntas al respecto y nunca hallaría respuestas. Esos retazos siempre seguirían siendo enigmáticos. Empezó a hacer una lista, intentando pese a todo encontrar puntos de referencia: una fecha, un sitio concreto, un nombre con cuya ortografía no daba. Se compró una libreta Moleskine negra, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, con lo cual podía tomar notas en cualquier momento del día, siempre que uno de aquellos recuerdos con eclipses le pasaba por la cabeza. Tenía la sensación de estar haciendo un rompecabezas. Pero, según iba remontando la corriente del tiempo, a veces se arrepentía: ¿Por qué tiró por ese camino mejor que por aquel otro? ¿Por qué dejó que este rostro, o aquella silueta tocada con un curioso gorro de piel y que llevaba un perrito atado con una correa, se perdiera en lo desconocido? Le entraban mareos al pensar en lo que habría podido ser y no había sido. Tales fragmentos de recuerdos correspondían a esos años en que las encrucijadas nos salpican la vida y se nos abren tantas veredas que nos vemos en dificultades para decidirnos por una u otra. Las palabras con que llenaba la libreta le recordaban el artículo acerca de la «materia oscura» que había enviado a una revista de astronomía. Tras los acontecimientos concretos y los rostros familiares, era muy consciente de todo cuanto se había convertido en materia oscura: breves encuentros, citas fallidas, cartas perdidas, nombres y números de teléfono que aparecen en una agenda antigua y hemos olvidado, e incluso las personas con quienes nos cruzamos sin darnos cuenta siquiera. Igual que en astronomía, esa materia oscura era más dilatada que la parte visible de la vida de uno. Era infinita. Y él escribía en la libreta el repertorio de unos cuantos destellos en lo hondo de aquella oscuridad. Unos destellos tan débiles que cerraba los ojos y se concentraba, buscando un detalle evocador que le permitiese reconstruir el conjunto, pero no había conjunto, sólo fragmentos, partículas de polvo de estrellas. Le habría gustado sumergirse en esa materia oscura, empalmar uno a uno los hilos rotos, sí, ir hacia atrás para sujetar las sombras y saber más acerca de ellas. Imposible. Así que ya sólo le quedaba volver a dar con los apellidos. O incluso con los nombres. Hacían las veces de imanes. Traían a la superficie impresiones confusas que costaba ver con claridad. ¿Pertenecían al sueño o a la realidad? Mérovée. ¿Nombre o mote? No debía concentrarse demasiado en eso por temor a que el destello se apagase del todo. No estaba ya nada mal el haberlo apuntado en la libreta. Mérovée.


Hacer uno como si pensara en otra cosa, la única forma de que el recuerdo se concretase por sí solo, con naturalidad, sin forzarlo. Mérovée. Bosmans iba caminando por la avenida de L’Opéra a eso de las siete de la tarde. ¿Era por la hora? ¿Por el barrio, cerca de Les Grands Boulevards y de la Bolsa? Ahora le veía la cara a Mérovée. Un joven de pelo rubio y rizado, con chaleco. Lo veía incluso vestido de botones, uno de esos botones que están a la entrada de los restaurantes o en la recepción de los grandes hoteles, con aspecto de niños prematuramente envejecidos. También este, este Mérovée, tenía la cara ajada, aunque fuera joven. Por lo visto se nos olvidan las voces. Y, no obstante, oía aún el timbre de aquella voz —un timbre metálico—, una entonación afectada para decir insolencias que pretendían ser las de un niño arrabalero o un dandy. Y luego, de repente, una risa de viejo. Era cerca de la Bolsa, a eso de las siete de la tarde, la hora de salida de las oficinas. Los empleados iban pasando en grupos compactos, y eran tantos que daban empujones por la acera y lo arrastraban a uno en la corriente. El Mérovée aquel y otras dos o tres personas del mismo grupo salían del edificio. Un joven grueso de piel blanca, inseparable de Mérovée, bebía siempre sus palabras con expresión a la vez ofuscada y admirativa. Un rubio de cara huesuda llevaba gafas de cristales tintados y un anillo de sello; y guardaba silencio las más de las veces. El mayor de los tres debía de andar por los treinta y cinco años. Bosmans recordaba su cara con mayor nitidez aún que la de Mérovée: una cara abotagada y una nariz corta que, bajo el remate del pelo moreno pegado y peinado hacia atrás, le daban expresión de bulldog. No sonreía nunca y se comportaba de forma muy autoritaria. A Bosmans le había parecido entender que era, en la oficina, el jefe de los otros. Les hablaba con severidad, como si tuviera a su cargo educarlos; y ellos lo escuchaban como alumnos aplicados. Mérovée apenas si se permitía de vez en cuando un comentario insolente. Bosmans no recordaba a los demás miembros del grupo. Sombras. Notaba de nuevo el malestar que le causaba ese nombre, Mérovée, al volverle a la memoria dos palabras: la «Alegre Pandilla». Un día en que, a última hora de la tarde, Bosmans estaba esperando como de costumbre a Margaret Le Coz delante del edificio, Mérovée, el jefe y el rubio de gafas con cristales tintados salieron antes que ella y se le acercaron.

El jefe le preguntó a bocajarro: —¿Quiere entrar en la Alegre Pandilla? Y Mérovée rio con su risa de viejo. Bosmans no sabía qué responder. El otro, con la misma cara severa y ojos duros, le dijo: «La Alegre Pandilla somos nosotros», y a Bosmans le pareció más bien cómico porque había adoptado una entonación lúgubre. Pero, al mirarlos a los tres aquella tarde, se los imaginó con unos bastones gruesos en la mano, por los bulevares, golpeando de vez en cuando a un transeúnte por sorpresa. Y, en todas esas ocasiones, se habría oído la risa quebradiza de Mérovée. Les dijo: —Eso de la Alegre Pandilla… dejen que me lo piense. Ellos parecían chasqueados. En realidad, apenas si llegó a conocerlos. Sólo había estado a solas con ellos en cinco o seis ocasiones. Trabajaban en la misma oficina que Margaret Le Coz y ella era quien se los había presentado. El moreno con cara de bulldog era su superior y tenía que ser amable con él. Un sábado por la tarde se encontró en el bulevar de Les Capucines a Mérovée, al jefe y al rubio de gafas tintadas. Salían de un gimnasio. Mérovée se empeñó en que fuera a tomar con ellos «una copa y una pasta». Acabaron en la acera de enfrente del bulevar, en una mesa del salón de té La Marquise de Sévigné. Mérovée parecía encantado de la vida de habérselos llevado a ese local. Llamó a una de las camareras con tono de parroquiano y encargó con voz cortante «té y pastas». Los otros dos lo miraban con cierta indulgencia, lo que sorprendió a Bosmans en lo referido al jefe, tan severo habitualmente. —¿Qué? ¿Y en lo de nuestra Alegre Pandilla…, ha tomado ya una decisión? Mérovée le hizo la pregunta a Bosmans con tono seco. Y este buscaba un pretexto para levantarse de la mesa. Por ejemplo, decirles que tenía que ir a llamar por teléfono. Y dejarlos plantados. Pero pensaba en Margaret Le Coz, que era compañera suya en la oficina. Corría el riesgo de volver a encontrarse con ellos todas las tardes cuando fuera a buscarla. —¿Qué? ¿No le apetece ser miembro de nuestra Alegre Pandilla? Mérovée insistía, cada vez más agresivo, como si quisiera provocar a Bosmans.

Era como si los otros dos se estuvieran preparando para presenciar un combate de boxeo; el moreno de cara de bulldog con una leve sonrisa; y el rubio, impasible tras las gafas tintadas. —¿Saben? —manifestó Bosmans con voz sosegada—. Desde que salí del internado y del cuartel no me entusiasman las pandillas. A Mérovée lo desconcertó la respuesta y rio con su risa de viejo. Cambiaron de tema. El jefe, con voz circunspecta, le explicó a Bosmans que iban dos o tres veces por semana al gimnasio. Allí practicaban varias artes, entre ellas el boxeo francés y el judo. Y había incluso una sala de armas con un profesor de esgrima. Y los sábados se apuntaban a algún cross o a alguna carrera en pista de ceniza en el bosque de Vincennes. —Debería venir a hacer deporte con nosotros… A Bosmans le daba la impresión de que se lo estaban ordenando. —Estoy seguro de que no hace suficiente deporte. El jefe le clavaba la mirada en los ojos a Bosmans y a este le costaba sostenérsela. —¿Qué? ¿Va a venir a hacer deporte con nosotros? Le iluminaba la gruesa cara de bulldog una sonrisa. —Un día de la semana que viene, ¿le parece? ¿Lo apunto en la calle de Caumartin? Esta vez Bosmans no sabía ya qué contestar. Sí, aquella insistencia le recordaba los lejanos tiempos del internado y del cuartel. —Hace un rato me dijo que no le gustaban las pandillas, ¿no? —le preguntó Mérovée con voz chillona—. Seguramente prefiere la compañía de la señorita Le Coz. A los otros dos pareció darles apuro ese comentario. Mérovée seguía sonriente, pero pese a todo era como si temiera la reacción de Bosmans. —Desde luego. No cabe duda de que está usted en lo cierto —respondió con suavidad Bosmans. Se separó de ellos en la acera. Se alejaron entre la muchedumbre; el jefe y el rubio de gafas tintadas caminaban juntos. Mérovée, algo más atrás, se volvía para hacerle un gesto de despedida. ¿Y si lo estuviera engañando la memoria? A lo mejor fue otra tarde, a las siete, delante del edificio de la oficina, cuando estaba esperando a que saliera Margaret Le Coz.

Unos años después, a eso de las dos de la madrugada, pasaba en taxi por el cruce de la calle de Le Colisée con la avenida de Franklin-Roosevelt. El taxista se detuvo en el semáforo en rojo. Enfrente mismo, al filo de la acera, había alguien quieto, muy tieso, que llevaba abrigo de esclavina y sandalias de tiras sin calcetines. Bosmans reconoció a Mérovée. Tenía la cara más flaca y el pelo cortado al rape. Allí estaba, apostado, y cada vez que pasaba uno de los escasos coches que circulaban, esbozaba una sonrisa. Más bien un rictus. Hubiérase dicho que estaba haciendo la calle para clientes de ultratumba. Era una noche de enero particularmente cruda. A Bosmans le entraron ganas de acercársele y hablar con él, pero se dijo que no lo reconocería. Lo seguía viendo a través del cristal trasero y lo vio hasta que el coche giró en el Rond-Point. No podía apartar la vista de aquella silueta inmóvil con abrigo negro de esclavina y se acordó de pronto del joven grueso de piel blanca que iba con frecuencia con Mérovée y parecía admirarlo tanto. ¿Qué habría sido de él? Bosmans tenía decenas y decenas de fantasmas así. Imposible ponerle nombre a la mayoría. En tales casos se contentaba con escribir una imprecisa indicación en la libreta. La chica morena de la cicatriz, que iba siempre a la misma hora en la línea de metro Porte d’Orléans-Porte de Clignancourt… Eran casi siempre una calle, una estación de metro, un café los que los ayudaban a resucitar del pasado. Se acordaba de la mendiga de la gabardina, con pinta de exmodelo de pasarela, con la que se había cruzado en varias ocasiones en diferentes barrios: calle de Le Cherche-Midi, calle de L’Alboni, calle de Corvisart… Lo había dejado asombrado que, entre los millones de habitantes que hay en una gran ciudad como París, fuera posible toparse con la misma persona con largos intervalos de tiempo y, en todas las ocasiones, en un lugar muy distante del anterior. Le preguntó qué le parecía a un amigo que hacía cálculos de probabilidades consultando los ejemplares del periódico Paris-Turfác los últimos veinte años para apostar en las carreras. No, no había respuesta para eso. Bosmans pensó entonces que el destino a veces insiste. Te cruzas dos o tres veces con la misma persona. Y si no le dices nada, pues peor para ti. ¿La razón social de aquella oficina? Algo así como «Richelieu Interim». Sí, digamos: Richelieu Interim. Un edificio grande de la calle de Le Quatre-Septembre, sede antaño de un periódico.

Una cafetería en la planta baja, en donde había quedado a veces con Margaret Le Coz porque aquel año el invierno fue crudo. Pero prefería esperarla en la calle. La primera vez subió incluso a buscarla. Un ascensor enorme de madera clara. Fue por las escaleras. En todos los pisos, en las puertas de dos hojas, una placa con el nombre de una sociedad. Llamó en la que ponía Richelieu Interim. Se abrió automáticamente. Al fondo de la estancia, del otro lado de algo parecido a un mostrador en que se apoyaba una cristalera, estaba sentada Margaret Le Coz en uno de los escritorios, lo mismo que otras personas que tenía alrededor. Golpeó el cristal; ella alzó la cabeza y le indicó con un ademán que la esperase abajo. Siempre se quedaba aparte, al filo de la acera, para que no lo atrapase la corriente de quienes salían del edificio a la misma hora mientras sonaba un timbre estridente. Al principio, le daba miedo no verla entre aquel gentío y le propuso que llevase ropa que le permitiese localizarla: un abrigo rojo. Le daba la impresión de estar acechando a alguien a la llegada de un tren, a alguien a quien intenta uno reconocer entre los viajeros que le pasan por delante. Cada vez son menos. Allá atrás, hay quienes se han retrasado y aún se están bajando del último vagón; y no ha perdido uno del todo la esperanza… Margaret trabajó quince días en un anexo de Richelieu Interim no muy distante, por la zona de Notre-Dame-des-Victoires. También ahí la esperaba a las siete de la tarde en la esquina de la calle de Radziwill. Salía sola del primer edificio a la derecha y, al verla acercarse, Bosmans pensó que Margaret Le Coz no corría ya el riesgo de desaparecer entre el gentío, un temor que notaba a ratos desde la primera vez que se vieron. Aquella tarde, en el terraplén de la plaza de L’Opéra, se habían concentrado unos manifestantes frente a una hilera de CRS [1] que formaban una cadena a lo largo del bulevar, en apariencia para guardar el paso de un cortejo oficial. Bosmans consiguió escurrirse entre el gentío hasta la boca del metro antes de que cargasen los CRS. Cuando apenas había bajado unos cuantos peldaños ya estaban retrocediendo a su espalda los manifestantes, empujando a quienes estaban ya en las escaleras. Perdió el equilibrio y arrastró consigo a una joven con gabardina que iba delante de él; y ambos, ante la presión de los demás, se pegaron a la pared. Se oían sirenas de policía

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