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El Hombre que se Esfumó – Maj Sjöwall & Per Wahlöö

El inspector Beck está a punto de empezar sus vacaciones cuando un importante periodista sueco llamado Alf Matsson desaparece de repente. Matsson fue visto por última vez en Hungría, así que es ahí donde Beck empieza su investigación. Pero una vez que llega a Budapest, descubre que se trata de una pista falsa. Beck sospecha que se trata de un caso de espionaje comunista, pero ¿por qué le sigue la policía y por qué le insisten que no hay nada extraño en la desaparición de Matsson? El hombre que se esfumó (1966) es una excepcional novela de suspense de acción trepidante, fina ironía y una magistral captación de ambientes, elementos que enmarcan de manera singular una trama admirablemente construida


 

Introducción La primera vez que fui a Estados Unidos, en 1979, tuve que comprar otra maleta para traerme todos los libros a casa. Descubrir que había libreros especializados en literatura de misterio fue, de alguna manera, como ir al cielo sin tener que morir primero. Había numerosos autores de literatura negra cuyos libros sólo podían adquirirse allí —irónicamente, algunos de ellos británicos— y, en aquellos días anteriores a Internet, la única manera de conseguirlos consistía, al parecer, en ir allí físicamente y comprarlos. Cosa que hice. En cantidades industriales. Entre los libros de la bolsa de viaje había diez paperbacks, editados en el formato negro de Vintage Press. Se trataba del decálogo de novelas policíacas escritas por el matrimonio sueco formado por Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Habían estado en mi lista de libros de lectura obligada desde el momento en que supe de ellos gracias a Bloody Murder, el libro en el que Julian Symonds ofrece una insuperable visión panorámica del género negro. Dice allí: « Se les podría clasificar de novelas policíacas, pero los autores se interesan más por las implicaciones filosóficas del crimen que por el mero procedimiento policial… Tienen un carácter marcadamente individual y son muy buenas» . Supongo que fue una jugada un tanto arriesgada comprar las diez novelas sin más recomendación que ésa. Pero es una jugada de la que nunca me he arrepentido. Cuando se lee la serie de Martin Beck con ojos del siglo XXI, es casi imposible advertir lo revolucionarios que resultaban en el momento de su primera aparición, hace más de cuarenta años. Son muchos los elementos que aparecen por primera vez en estas novelas que luego se han hecho esenciales, hasta el punto de convertirse en lugares comunes del subgénero del procedimiento policial. Numerosos componentes que damos por descontados y que nos hacen incluso suspirar de tedio, tienen sus raíces en la obra de una pareja de periodistas metidos a escritores de novela negra. A mediados de la década de 1960, cuando Sjöwall y Wahlöö comenzaron a escribir, eran y a numerosos los ejemplos de novela de procedimiento policial. Si retrocedemos hasta la época dorada de la década de 1930, encontramos, entre los pioneros, al inspector Alley n de Ngaio Marsh y al inspector French, de Freeman Wills Crofts. Tras ellos vinieron, en rápida sucesión, personajes como el Gideon de J. J. Marric y, al otro lado del Atlántico, Ed McBain. Común a todos estos ejemplos de roman policier es su compromiso con el statu quo. Su mundo se divide en negro y blanco, el bien y el mal, la razón y la sinrazón, sin perturbadoras áreas grises intermedias. Hombres malos —y, excepcionalmente, mujeres malas— hacen cosas malas y, con ello, quedan necesariamente abocados a un mal fin.


Los oficiales de policía son honrados y respetables padres de familia que creen en el imperio de la ley y en la justicia administrada por su propia mano. Un policía corrupto es casi impensable. Un policía incompetente, sólo un poco menos. El protagonista de la serie puede tener un compañero, invariablemente de menos talento y a menudo más fornido, pero apenas se hace mención del resto de la brigada, cuya labor rutinaria pasa, en su mayor parte, desapercibida (MacBain, más adelante, se convirtió en una excepción a esta regla, pero en las primeras novelas de la serie sobre el Distrito 87, Steve Carella ocupa invariablemente el centro de la escena). El procedimiento policial era siempre patrimonio de un héroe particular. No había espacio para compartir el candelero. Los libros de Sjöwall and Wahlöö son diferentes. Aunque generalmente conocidos como las novelas de Martin Beck, en realidad no tratan de un individuo. Son piezas de coral. Beck no es una especie de inconformista solitario que actúa enteramente al margen de las reglas y con mal disimulado desprecio hacia los pobres mortales que le rodean. Y tampoco es un genio portentoso dotado de un talento extraordinario, ante el cual los mortales retroceden estupefactos, contemplando cómo inexorablemente los conduce a la resolución del desconcertante misterio. Tampoco tiene glamour. Ni es vástago de familia noble, ni marido de una famosa retratista, ni un personaje extravagante que resuelve misterios incomprensibles arqueando una de las dos cejas. No, Martin Beck no es ninguna de estas cosas. Es un hombre incansable, de mediana edad, con problemas de estómago, cuyo matrimonio se va desintegrando lentamente a lo largo de la serie. Y no por una turbulenta infidelidad o por un choque de los sistemas de creencias, sino más bien por la especie de callada desesperación que surge entre dos personas que una vez se amaron pero que de repente y a no tienen nada en común, además de los hijos y el domicilio. Es también una especie de idealista, obligado por su oficio a afrontar el abismo entre lo que realmente existe y lo que debería existir en un mundo ideal. Su vida está impregnada por la conciencia de este abismo, que le lleva a deprimirse y, en ocasiones, al fatalismo sobre si lo que hace sirve, en realidad, de algo. Además, forma parte de un equipo cuy os miembros son personajes plenamente caracterizados. Sus fuerzas y flaquezas quedan contrapesadas por las de sus colegas. Él se apoya en ellos de la misma manera que ellos en él. Se trata de un mundo en el que las ideas se ponen en común, en el que ningún individuo tiene el monopolio de la perspicacia, de la ocurrencia brillante. Las tareas monótonas, tediosas, no se realizan fuera de escena, encomendadas a subalternos irrelevantes. Martin Becky sus subordinados comparten la acción y la rutina. A lo largo de las diez novelas, se ponen a prueba tanto las amistades como las enemistades, y todos los personajes quedan retratados como individuos dotados de virtudes y vicios, en distinta medida.

Todo esto sería, por sí mismo, suficiente para distinguir estos libros, diferenciándolos del montón. Pero Sjöwall y Wahlöö añaden además otros elementos que ponen de manifiesto la singularidad de su visión. Las tramas, por ejemplo, no tienen nada que envidiar a las de nadie, tanto en temática como en estructura. A veces es el punto de partida lo que resulta sorprendente: una situación aparentemente anómala que conduce, sutilmente, al corazón de algo mucho más tenebroso. Otras veces, en cambio, es la elección de la cuestión de fondo lo que nos desconcierta: somos inducidos a creer que estamos ante un determinado tipo de historia, pero, de repente, nos hallamos en un lugar completamente distinto. Sea cual sea el rumbo que tome la historia, Sjöwall y Wahlöö siempre encuentran maneras para coger desprevenido al lector, obligándonos a revisar nuestra forma de ver el mundo. Y luego está ese aspecto que Julian Symonds captó tan sagazmente: su interés por los aspectos filosóficos del crimen. Actualmente, se da por hecho que la novela negra es capaz de analizar la sociedad, de arrojar luz sobre nosotros mismos. La mejor novela negra contemporánea nos enseña cómo funciona nuestra sociedad, poniendo de manifiesto los estratos y patrones sociales. Puede retirar la superficie, dejando al descubierto lo bueno y lo malo, y puede valerse tanto de los personajes como de las tramas para fustigarnos por nuestros pecados. Pero en los tiempos en que Sjöwall y Wahlöö comenzaron a escribir, todas estas tareas estaban encomendadas a los novelistas de la literatura de prestigio. De los escritores de género negro sólo se esperaba entretenimiento. El dúo sueco demostró así que había una forma distinta de escribir sobre el crimen. La mirada de Martin Beck y sus colegas es un espejo en el que se refleja la sociedad sueca de la época, en la que los ideales del estado de bienestar comenzaban a ceder bajo el peso de la realidad de la vida diaria. Tratan incansable e inquebrantablemente sobre lacras y problemas sociales, aunque sin olvidar nunca que están escribiendo novelas, no panfletos. Saben revestir sus preocupaciones sociales en tramas de acción trepidante, sin perder nunca de vista la necesidad de mantener enganchado al lector. El resultado final, aunque serio en sus pretensiones, dista mucho de ser lúgubre. Sjöwall y Wahlöö tienen el don del humor. Éste se pone de manifiesto en el ingenio de Beck, negro y malicioso, pero también en la farsa disparatada que estalla de vez en cuando, generalmente protagonizada por Kristiansson y Kvant, un par de agentes tan estúpidos como desafortunados. Sus interludios bufonescos resultan tan divertidos para el lector como frustrantes para los detectives. Antes de Sjöwall y Wahlöö, una pareja semejante de « Keystone Kops» hubiera sido impensable, pues vienen a minar la seriedad de la investigación policial, trasladándola directamente al ámbito de la conducta humana normal. En muchos aspectos, no obstante, El hombre que se esfumó constituye una excepción respecto de las otras novelas. En su mayor parte, la acción se desarrolla fuera de Suecia, en Budapest, en un momento en que la Guerra Fría seguía siendo un inquietante rumor de fondo en la vida de todo el mundo. En buena parte del libro, Beck está solo en un país extraño, sin apoy o y sin una comprensión visceral de la sociedad en la que intenta operar. Su investigación sobre la desaparición de un periodista sueco parece estrellarse a cada momento contra un muro, y se hace cada vez más desconcertante a medida que se producen nuevas revelaciones.

Pronto caemos en la cuenta de que Beck no va a poder resolver el caso por sí mismo. Y para conseguir que las piezas encajen, revelando una verdad que consigue ser a la vez banal y original, se ve obligado a recurrir a la ayuda de sus colegas en Suecia y de fuentes inesperadas en la propia Budapest. En 1971, con El alegre policía, Sjöwall y Wahlöö ganaron el premio Edgar a la mejor novela, concedido por la Asociación de Escritores de Misterio de EE. UU. Sigue siendo, todavía hoy, la única novela traducida que ha obtenido este galardón. Para mí, esto no es particularmente sorprendente. Y les puedo asegurar que, si leen sus libros, acabarán dándome la razón. A mí, y a los demás escritores de serie negra, que somos plenamente conscientes de cuánto le debemos a esta pareja de periodistas suecos, metidos a novelistas. Val McDermid 1 La habitación era pequeña y estaba destartalada. La ventana carecía de cortinas, y fuera se veía una pared contra incendios, gris, con armazones oxidados y un anuncio de margarina Pellerin, y a descolorido. El cristal de la mitad izquierda de la ventana había desaparecido, sustituido por un trozo de cartón mal cortado. El empapelado tenía un dibujo floral, pero tan desvaído por el hollín y las manchas de humedad que apenas era visible. En algunos sitios estaba despegado, y habían intentado repararlo con cinta adhesiva y papel de envolver. En la habitación había una estufa, seis piezas de mobiliario y un cuadro. Frente a la estufa, una caja de cartón llena de cenizas y una cafetera de aluminio abollada. El extremo del lecho daba a la estufa, y la ropa de cama se limitaba a una gruesa capa de periódicos viejos, un edredón andrajoso y una almohada a rayas. El cuadro representaba a una rubia desnuda, de pie ante una balaustrada de mármol, y colgaba a la derecha de la estufa, de modo que cualquiera que se acostase en la cama podía verla antes de quedarse dormido e inmediatamente después de despertar. Por lo visto, alguien había agrandado los pezones y los genitales de la mujer con un lápiz. En la otra parte de la habitación, cerca de la ventana, había una mesa redonda y dos sillas de madera, una de las cuales había perdido el respaldo. Sobre la mesa se veían tres botellas de vermú vacías, una botella de refresco y dos tazas de café, entre otras cosas. El cenicero estaba boca abajo, y entre las colillas, los tapones y las cerillas apagadas, había algunos sucios terrones de azúcar, un pequeño cortaplumas abierto y un trozo de embutido. Una tercera taza de café había caído al suelo, rompiéndose. De bruces, sobre el gastado linóleo, entre la mesa y la cama, había un cadáver. Sin duda, se trataba de la misma persona que había retocado el cuadro e intentado remendar el empapelado con cinta adhesiva y papel de envolver. Era un hombre y yacía con las piernas juntas, los codos apretados contra las costillas y las manos alzadas hacia la cabeza, como en un esfuerzo por protegerse.

Llevaba una camiseta de malla y pantalones raídos. Cubrían sus pies rotos calcetines de lana. Sobre él habían volcado un gran aparador que le ocultaba la cabeza y el pecho. La tercera silla de madera estaba tirada junto al cadáver. El asiento tenía manchas de sangre y en la parte superior del respaldo había, claramente visibles, huellas de manos. El suelo estaba plagado de trozos de cristal. Algunos procedían de la puerta del aparador, otros de una semidestrozada botella de vino, arrojada sobre un montón de ropa interior sucia junto a la pared. Lo que quedaba de la botella estaba cubierto con una fina capa de sangre reseca. Alguien había trazado un círculo blanco a su alrededor. La foto era casi perfecta en su clase, tomada con el mejor objetivo gran angular de que disponía la policía, con una luz artificial que resaltaba los detalles. Martin Beck soltó la fotografía y la lupa, se levantó y se dirigió a la ventana. Fuera reinaba el verano sueco. Es más, hacía calor. Sobre el césped del parque Kristineberg dos chicas tomaban el sol en bikini. Tumbadas de espaldas, con las piernas separadas y los brazos abiertos. Eran jóvenes y delgadas, o esbeltas como se dice ahora, y podían hacerlo con cierta gracia. Fijándose bien en ellas, consiguió incluso reconocerlas: dos oficinistas de su propio departamento. Esto significaba que eran las doce pasadas. Por la mañana se ponían el traje de baño, un vestido de algodón, sandalias… y se iban a trabajar. A la hora del almuerzo se quitaban el vestido y se tumbaban en el parque. Práctico. Con desánimo recordó que pronto tendría que abandonar todo esto y trasladarse a la Jefatura Sur de Policía, en el conflictivo barrio en torno a Västberga Allé. A sus espaldas, oyó cómo alguien abría la puerta de golpe y entraba en la habitación. No tuvo que volverse para saber quién era. Stenström.

Stenström seguía siendo el más joven del departamento. Era de suponer que, tras él, vendría toda una generación de policías que ya ni siquiera llamarían a la puerta. Pensó Martin Beck. —¿Cómo va? —le preguntó. —No muy bien, contestó Stenström. Estuve allí hace un cuarto de hora y seguía negándolo todo. Martin Beck dio media vuelta, se acercó al escritorio y miró de nuevo la foto del lugar del crimen. En el techo, por encima del colchón de los periódicos, el edredón andrajoso y el almohadón a rayas, se veían los contornos de una vieja mancha de humedad. Parecía un caballito marino o, con un poco de buena voluntad, una sirena. Se preguntó si el hombre que yacía en el suelo le habría echado tanta imaginación. —No importa —siguió Stenström oficiosamente—. Acabará cayendo con las pruebas técnicas. Martin Beck no respondió. En cambio, señaló hacia el grueso informe que Stenström había dejado caer sobre su mesa y preguntó: —¿Qué es eso? —Las actas del interrogatorio de Sundbyberg. —¡Quita esa basura de ahí! Mañana empiezo mis vacaciones. Dáselo a Kollberg. O a quien quieras. Martin Beck tomó la fotografía y subió un tramo de escaleras, abrió una puerta y se encontró con Kollberg y Melander. Allí hacía mucho más calor que en su despacho, seguramente porque las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Kollberg y el sospechoso estaban sentados frente a frente, uno a cada lado de la mesa, completamente quietos. Melander, un hombre alto, se hallaba de pie junto a la ventana, con la pipa en la boca y los brazos cruzados. Miraba fijamente al sospechoso. En una silla junto a la puerta se sentaba un agente con pantalones de uniforme y camisa azul claro, que balanceaba la gorra sobre su rodilla derecha. Nadie hablaba y lo único que se movía era la cinta de la grabadora. Martin Beck se situó a un lado, justo detrás de Kollberg, uniéndose al silencio general.

Se oía a una avispa estrellarse contra la ventana, tras las cortinas. Kollberg se había quitado la chaqueta y desabotonado el cuello de la camisa que, aun así, aparecía empapada de sudor entre los gruesos omóplatos. La mancha húmeda cambiaba lentamente de forma y se extendía hacia abajo, en paralelo a la espina dorsal. El hombre al otro lado de la mesa era bajo y ligeramente calvo. Vestía con desaliño y sus dedos, aferrados a los brazos de la butaca, estaban descuidados, con las uñas sucias y mordidas. Su rostro era delgado y enfermizo, de líneas débiles y evasivas alrededor de la boca. La barbilla le temblaba ligeramente y sus ojos parecían nublados y acuosos. Hipó y dos lágrimas corrieron por sus mejillas. —Bueno —dijo Kollberg sombríamente—. ¿Así que le diste en el cráneo con la botella hasta romperla? El hombre asintió. —¿Y luego seguiste golpeándole con la silla cuando estaba ya en el suelo? ¿Cuántas veces? —No sé. No muchas. Pero bastantes. —Ya lo creo. Y luego volcaste el aparador sobre él y saliste de la habitación. Y mientras tanto, ¿qué hizo el tercero de vosotros, el tal Ragnar Larsson? ¿No trató de intervenir, de detenerte? —No hizo nada. Pasaba. —No empieces a mentir otra vez. —Estaba dormido. Era el que más borracho estaba. —Procura hablar un poco más alto, ¿vale? —Estaba echado sobre la cama, dormido. No se dio cuenta de nada. —No. Pero luego se despertó y se fue a la policía. Bueno, hasta ahí todo está claro.

Pero hay algo que aún no comprendo. ¿Por qué terminó así la cosa? No os habíais visto nunca, antes de conoceros en aquella cervecería… —Me llamó maldito nazi. —A cualquier policía le llaman nazi varias veces a la semana. Centenares de personas me han llamado nazi, esbirro de la Gestapo y cosas todavía peores; pero nunca he matado a nadie por ello. —Me lo dijo una y otra vez, maldito nazi, maldito nazi, maldito nazi, cochino nazi, oink, oink. Era lo único que decía. Y se puso a cantar. —¿A cantar? —Sí, para cabrearme. Para fastidiarme. Sobre Hitler. —Vaya, ¿le habías dado motivos para hablar así? —Le dije que mi vieja era alemana. Pero eso fue antes. —¿Antes de empezar a beber? —Sí, y entonces me dijo que no importaba qué fuera la vieja de uno. —¿Y cuando iba a la cocina agarraste la botella y le diste por detrás? —Sí. —¿Cayó? —Bueno, cayó de rodillas. Y empezó a echar sangre. Entonces me dijo: « Puto nazi de mierda, ahora vas a ver» . —¿Y seguiste golpeándole? —Tuve… miedo. Era más alto que yo y… usted no sabe cómo se siente uno… todo empieza a dar vueltas y más vueltas y se pone al rojo vivo… no sabía lo que hacía. El hombre se estremeció violentamente. —Ya basta —dijo Kollberg y apagó la grabadora—. Dale de comer y pregúntale al médico si le puede suministrar algo para dormir. El agente que estaba junto a la puerta se levantó, se puso la gorra y se llevó al homicida, agarrándolo del brazo. —Adiós, por ahora. Te veré mañana —dijo Kollberg ensimismado.

Al mismo tiempo escribía mecánicamente en el papel que tenía delante: « Confesó llorando» . —¡Menudo elemento! —exclamó. —Cinco condenas anteriores por agresión —explicó Melander—. Lo negó todas las veces. Lo recuerdo bien. —Ya habló nuestra computadora viviente —comentó Kollberg. Se levantó pesadamente y se quedó mirando con fijeza a Martin Beck. —¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. Vete ya de vacaciones y deja en nuestras manos las tendencias criminales de las clases inferiores. Por cierto, ¿adónde vas? ¿Al archipiélago? Martin Beck asintió. —Buena decisión —comentó Kollberg—. Yo fui primero a Rumania y me achicharré en la play a de Mamaia. Y luego volví aquí y me cocí. ¡Un plan perfecto! ¿No tienes teléfono allí? —No. —¡Excelente! Bueno, voy a darme una ducha. Anda, ¡lárgate y a! Martin Beckreflexionó. La sugerencia tenía sus ventajas. Entre otras cosas se iría un día antes. Se encogió de hombros. —Vale, me voy. Hasta la vista, colegas. Nos vemos dentro de un mes.

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