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El Hombre Anumérico – John Allen Paulos

En este brillante ensayo, al alcance de cualquier lector, el matemático norteamericano John Allen Paulos nos revela cómo nuestra incapacidad para aprender la ley de los grandes números, y todas las probabilidades que conllevan, desinforman políticas de gobierno, confunden decisiones personales y aumentan nuestra vulnerabilidad ante todo tipo de pseudociencias. ¿Por qué sabemos tan pocas matemáticas? ¿Es voluntaria o no esa resistencia nuestra a comprender ese aspecto siempre más presente en nuestra vida diaria? ¿Cuál es el coste social e individual de esta ignorancia? Para que entendamos mejor sus argumentos sobre los grandes números y las probabilidades, el autor recurre a divertidas y cotidianas anécdotas ilustrativas. Comprendemos entonces sin esfuerzo por qué nos empeñamos en jugar a la lotería o en acudir a astrólogos y adivinos, por qué suspendemos viajes por temor a atentados terroristas, no sabemos cuadrar una cuenta bancaria o pensamos que poco importa un billón de pesetas de más o de menos en los presupuestos del Estado, por qué perdemos tanto tiempo en nimiedades y cometemos tantas torpezas evitables. Dejemos, pues, de ser anuméricos, o analfabetos en matemáticas, y veremos que, según Douglas Hofstadter, autor de «Gödel, Escher, Bach» (Metatemas 9), «nuestra sociedad sería totalmente distinta si cualquiera pudiera entender realmente las ideas de este importante libro (…) que podría constituir una auténtica revolución en la enseñanza de las matemáticas». Y añade el gran Isaac Asimov: «Inteligente análisis de las locuras que engendra la falta de comprensión de la ciencia y de las matemáticas».


 

« Las mates siempre fueron mi asignatura más floja» . « Un millón de dólares, mil millones o un billón. No importa cuánto siempre y cuando hagamos algo por resolver el problema» . « Jerry y yo no iremos a Europa, con tantos terroristas…» . El anumerismo, o incapacidad de manejar cómodamente los conceptos fundamentales de número y azar, atormenta a demasiados ciudadanos que, por lo demás, pueden ser perfectamente instruidos. Las mismas personas que se encogen de miedo cuando se confunden términos tales como « implicar» e « inferir» , reaccionan sin el menor asomo de turbación ante el más egregio de los solecismos numéricos. Me viene a la memoria un caso que viví en cierta ocasión, en una reunión, donde alguien estaba soltando una perorata monótona sobre la diferencia entre constantemente y continuamente. Más tarde, durante la misma velada, estábamos viendo las noticias en TV, y el hombre del tiempo dijo que la probabilidad de que lloviera el sábado era del 50 por ciento y también era del 50 por ciento la de que lloviera el domingo, de donde concluyó que la probabilidad de que lloviera durante el fin de semana era del 100 por ciento. Nuestro supuesto gramático no se inmutó lo más mínimo ante tal observación y además, cuando le hube explicado dónde estaba el error, no se indignó tanto, ni mucho menos, como si el hombre del tiempo se hubiera dejado un participio. De hecho, a menudo se presume del analfabetismo matemático, contrariamente a lo que se hace con otros defectos, que se ocultan: « A duras penas soy capaz de cuadrar mi talonario de cheques» . « Soy una persona corriente, no una persona de números» . O también: « Las mates siempre me sentaron mal» . Este travieso enorgullecerse de la propia ignorancia matemática se debe, en parte, a que sus consecuencias no suelen ser tan evidentes como las de otras incapacidades. Por ello, y porque estoy convencido de que la gente responde mejor a los ejemplos ilustrativos que a las exposiciones generales, en este libro examinaremos muchos casos de anumerismo que se dan en la vida real: timos bursátiles, elección de pareja, las revistas de parapsicología, declaraciones de medicina y dietética, el riesgo de atentados terroristas, la astrología, los récords deportivos, las elecciones, la discriminación sexista, los OVNI, los seguros, el psicoanálisis, las loterías y la detección del consumo de drogas, entre otros. He procurado no pontificar demasiado ni hacer demasiadas generalizaciones espectaculares acerca de la cultura popular o sobre el sistema educativo de los Estados Unidos, pero me he permitido hacer unas cuantas observaciones generales que espero sean suficientemente apoyadas por los ejemplos que aporto. En mi opinión, algunos de los bloqueos para el manejo de los números y las probabilidades con cierta desenvoltura se deben a una respuesta psicológica muy natural ante la incertidumbre y las coincidencias, o al modo en que se ha planteado el problema. Otros bloqueos son atribuibles a la ansiedad, o a malentendidos románticos acerca de la naturaleza y la importancia de las matemáticas. Una consecuencia del anumerismo, de la que raramente se habla, es su conexión con la creencia en la pseudociencia. Aquí estudiaremos la interrelación entre ambas. En una sociedad en la que la ingeniería genética, la tecnología láser y los circuitos en microchip incrementan a diario nuestra comprensión del mundo, resulta especialmente lamentable que una parte importante de la población adulta crea aún en las cartas del Tarot, en la comunicación mediúmnica y en los poderes del Cristal.


Peor aún es el gran vacío que separa las valoraciones que hacen los científicos sobre determinados riesgos y la inquietud que estos despiertan en la mayoría de la gente, vacío que a la larga nos puede producir bien una ansiedad paralizante e infundada, bien unas demandas de seguridad absoluta económicamente inviables. Los políticos rara vez sirven de ayuda en este aspecto, por cuanto trafican con la opinión pública y están poco dispuestos a aclarar los probables riesgos y concesiones que conlleva cualquier política. Como el libro se ocupa principalmente de varias insuficiencias, la falta de perspectiva numérica, la apreciación exagerada de coincidencias que no tienen otro significado, la aceptación crédula de la pseudociencia, la incapacidad de reconocer los convenios sociales, etc., en gran medida tiene un tono más bien demoledor. No obstante, espero haber sabido evitar el estilo excesivamente serio y el tono de reprimenda común a muchas tentativas semejantes. De principio a fin, el enfoque es ligeramente matemático, y se echa mano de conceptos de la teoría de la probabilidad y la estadística que, a pesar de tener un significado profundo, se pueden captar con sólo una pizca de sentido común y un poco de aritmética. Es raro encontrar discusiones sobre muchas de las ideas que se presentan aquí en un lenguaje accesible para un público amplio, y pertenecen al tipo de cuestiones a las que mis estudiantes suelen contestar con la pregunta: « Bueno, pero ¿va para examen?» . Como no habrá examen, el lector podrá disfrutar de ellas gratis, y saltarse impunemente aquellos párrafos que de vez en cuando le parezcan demasiado difíciles. Una de las aseveraciones en la que se insiste en el libro es que las personas anuméricas tienen una marcada tendencia a personalizar: su imagen de la realidad está deformada por sus propias experiencias, o por la atención que los medios de comunicación de masas prestan a los individuos y a las situaciones dramáticas. De ello no se desprende que los matemáticos hayan de ser necesariamente impersonales o formales. No lo soy yo, ni tampoco lo es el libro. Al escribirlo, mi objetivo ha sido interesar a las personas que, aunque cultas, son anuméricas, o por lo menos a aquellas que, sintiendo temor ante las matemáticas, no experimenten un pánico paralizante. El esfuerzo de escribir el libro habrá valido la pena si sirve para empezar a aclarar cuánto anumerismo impregna nuestras vidas, tanto en su aspecto privado como en el público. 1 Ejemplos y principios Dos aristócratas salen a cabalgar y uno desafía al otro a decir un número más alto que él. El segundo acepta la apuesta, se concentra y al cabo de unos minutos dice, satisfecho: « Tres» . El primero medita media hora, se encoge de hombros y se rinde. Un veraneante entra en una ferretería de Maine y compra una gran cantidad de artículos caros. El dueño, un tanto reticente y escéptico, calla mientras va sumando la cuenta en la caja registradora. Cuando termina, señala el total y observa cómo el hombre cuenta 1.528,47 dólares. Luego cuenta y recuenta el dinero tres veces. Hasta que el cliente acaba por preguntar si le ha dado la cantidad correcta, a lo que el de Maine contesta de mala gana: « Más o menos» . Una vez, el matemático G. H. Hardy visitó en el hospital a su protégé, el matemático hindú Ramanujan.

Sólo por darle conversación, señaló que 1729, el número del taxi que le había llevado, era bastante soso, a lo que Ramanujan replicó inmediatamente: « ¡No, Hardy! ¡No! Se trata de un número muy interesante. Es el menor que se puede expresar como suma de dos cubos de dos maneras distintas» . Números grandes y probabilidades pequeñas La facilidad con que la gente se desenvuelve con los números va de la del aristócrata a la de Ramanujan, pero la triste realidad es que la may oría está más próxima al aristócrata. Siempre me sorprende y me deprime encontrar estudiantes que no tienen la menor idea de cuál es la población de los Estados Unidos, de la distancia aproximada entre las costas Este y Oeste, ni de qué porcentaje aproximado de la humanidad representan los chinos. A veces les pongo como ejercicio que calculen a qué velocidad crece el cabello humano en kilómetros por hora, cuántas personas mueren aproximadamente cada día en todo el mundo, o cuántos cigarrillos se fuman anualmente en el país. Y a pesar de que al principio muestran cierta desgana (un estudiante respondió, simplemente, que el cabello no crece en kilómetros por hora), en muchos casos su intuición numérica acaba mejorando espectacularmente. Si uno no tiene cierta comprensión de los grandes números comunes, no reacciona con el escepticismo pertinente a informes aterradores, como que cada año son raptados más de un millón de niños norteamericanos, ni con la serenidad adecuada ante una cabeza nuclear de un megatón, la potencia explosiva de un millón de toneladas de TNT. Y si uno no posee cierta comprensión de las probabilidades, los accidentes automovilísticos le pueden parecer un problema relativamente menor de la circulación local, y al mismo tiempo pensar que morir a manos de los terroristas es un riesgo importante en los viajes a ultramar. Sin embargo, como se ha dicho a menudo, las 45.000 personas que mueren anualmente en las carreteras norteamericanas son una cifra próxima a la de los norteamericanos muertos en la guerra del Vietnam. En cambio, los 17 norteamericanos muertos por terroristas en 1985 representan una pequeñísima parte de los 28 millones que salieron al extranjero ese año: una posibilidad de ser víctima entre 1,6 millones, para ser precisos. Compárese esta cifra con las siguientes tasas anuales correspondientes a los Estados Unidos: una posibilidad entre 68.000 de morir asfixiado; una entre 75.000 de morir en accidente de bicicleta; una entre 20.000 de morir ahogado y una entre sólo 5.300 de morir en accidente de automóvil. Enfrentada a estos grandes números y a las correspondientes pequeñas probabilidades, la persona anumérica responderá con el inevitable non sequitur: « Sí, pero ¿y si te toca a ti?» , y a continuación asentirá con la cabeza astutamente, como si hubiera hecho polvo nuestros argumentos con su profunda perspicacia. Esta tendencia a la personalización es, como veremos, una característica de muchas personas que padecen de anumerismo. También es típica de esta gente la tendencia de sentir como iguales el riesgo de padecer cualquier enfermedad exótica rara y la probabilidad de tener una enfermedad circulatoria o cardíaca, de las que mueren semanalmente 12.000 norteamericanos. Hay un chiste que en cierto modo viene al caso. Una pareja de ancianos, que andará por los noventa años, visita a un abogado para que le tramite el divorcio. El abogado trata de convencerles de que sigan juntos. « ¿Por qué se van a divorciar ahora, después de setenta años de matrimonio? ¿Por qué no siguen como hasta ahora? ¿Por qué ahora precisamente?» . Por fin, la ancianita responde con voz temblorosa: « Es que queríamos esperar a que murieran los chicos» .

Para captar el chiste hace falta tener una idea de qué cantidades o qué lapsos de tiempo son adecuados a cada contexto. Por el mismo motivo, un patinazo entre millones y miles de millones, o entre miles de millones y billones debería hacernos reír también, y en cambio no es así, pues demasiado a menudo carecemos de una idea intuitiva de tales números. La comprensión que muchas personas cultas tienen de ellos es mínima, ni siquiera son conscientes de que un millón es 1.000.000, que mil millones es 1.000.000.000 y que un billón es 1.000.000.000.000. En un estudio reciente, los doctores Kronlund y Phillips, de la Universidad de Washington, demostraban que la mayoría de apreciaciones de los médicos acerca de los riesgos de distintas operaciones, tratamientos y mediciones eran completamente erróneas (incluso en sus propias especialidades), y a menudo el error era de varios órdenes de magnitud. En cierta ocasión tuve una conversación con un médico que, en un intervalo de unos veinte minutos, llegó a afirmar que cierto tratamiento que estaba considerando: a) presentaba un riesgo de uno en un millón; b) era seguro al 99 por ciento; y c) normalmente salía a la perfección. Dado que hay tantos médicos que piensan que por lo menos ha de haber once personas en la sala de espera para que ellos no estén mano sobre mano, esta nueva muestra de su anumerismo no me sorprende lo más mínimo.

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2 comentarios

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  1. excelente ayuda para los q esquivas las matemát

  2. Muchísimas gracias, Me gustaría compartir libros ¿hay alguna manera?

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