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El Hechicero – Wilbur Smith

Corren los momentos más oscuros en el país del Nilo. La victoria de los invasores hicsos parece inmiente. Naja, el asesino y usurpador del trono ha logrado poner en jaque a la dinastía de la reina Lostris, y la única esperanza de restaurar el orden se encuentra en Nefer, el nieto de la desaparecida soberana. El esclavo Taita, convertido en un poderoso y casi centenario mago, deberá regresar a Tebas para defender con todas sus fuerzas a Nefer, el desvalido heredero del milenario imperio.


 

Como una serpiente al desenroscarse, la fila de carros de combate reptaba velozmente por el fondo del valle. Desde el carro que iba a la vanguardia, un muchacho levantó la vista hacia los barrancos que los rodeaban. En la roca viva se abrían las tumbas del pueblo antiguo, que perforaban el risco. Esas oscuras cavidades lo contemplaban como los ojos implacables de una legión de djinns. El joven príncipe Nefer Memnón, estremecido, apartó la vista y con la mano izquierda hizo el gesto para ahuyentar el mal. Al mirar de reojo, vio que, a través de la polvareda arremolinada, Taita lo observaba desde el carro que los seguía. El polvo había cubierto al anciano y su vehículo con una película pálida. El único ray o de sol que penetraba hasta las profundidades del hondo valle hacía centellear las partículas de mica que se habían adherido al viejo, y éste refulgía como la encarnación de un dios. Nefer agachó la cabeza con aire culpable, avergonzado de que el viejo hubiera sido testigo de su fugaz temor supersticioso. Un príncipe real de la casa de Tamosis no podía exhibir semejante debilidad justo cuando estaba a las puertas de la edad viril. Aunque Taita lo conocía mejor que nadie, pues había sido su preceptor desde la infancia. Nefer mantenía con él un vínculo más estrecho que con sus padres y hermanos. La expresión de Taita no se alteró, pero, incluso desde tan lejos, sus viejos ojos parecían penetrar hasta el centro de su ser. Lo veían todo, lo comprendían todo. Nefer volvió la cara hacia el frente y se irguió junto a su padre, que sacudió las riendas y azuzó los caballos haciendo restallar el largo látigo. Más adelante el valle se abrió abruptamente en el gran anfiteatro que contenía las inhóspitas ruinas de una gran ciudad: Gallala. Sintió una profunda emoción al ver por primera vez ese famoso campo de batalla. El mismo Taita, de joven, había combatido en ese lugar cuando el semidiós Tanus, señor de Harrab, aniquiló a las fuerzas tenebrosas que amenazaban Egipto. Hacía más de sesenta años de aquello, pero Taita le había descrito el combate con todos los detalles. Su relato había sido tan vívido que Nefer tenía la sensación de haber estado presente aquel día trascendental. Su padre, el dios y faraón Tamosis, encaminó el carro hacia las piedras caídas de la puerta en ruinas y refrenó los caballos.


Detrás de ellos, cien carros ejecutaron sucesivamente la misma maniobra. Luego sus conductores bajaron en tropel para que los animales abrevaran. Cuando el faraón abrió la boca para hablar, el polvo acumulado se resquebrajó en sus mejillas y cay ó por su pecho. —¡Comandante! —llamó al señor Naja, Gran León de Egipto, su bienamado compañero y uno de los altos mandos del ejército—. Debemos partir otra vez antes de que el sol toque las cumbres de las colinas. Deseo cruzar las dunas por la noche hasta El Gabar. En la cabeza de Tamosis, la corona azul de guerra centelleaba debido a la mica en polvo; sus enrojecidos ojos, con las motas de barro que las lágrimas habían formado en las comisuras, bajaron hacia Nefer. —Aquí es donde te dejaré con Taita. Aun sabiendo que protestar era inútil, Nefer abrió la boca para hacerlo. El escuadrón iba a enfrentarse al enemigo. El plan de batalla del faraón Tamosis era describir un círculo hacia el sur, a través de las Grandes Dunas, y serpentear entre los lagos de natrón, a fin de sorprender al enemigo por la retaguardia y abrir una brecha en su centro, por donde pudieran abatirse las legiones egipcias congregadas y a la espera frente a Abnub, a orillas del Nilo. Tamosis combinaría las dos fuerzas y, antes de que el enemigo pudiera reagruparse, avanzaría hasta más allá de Tell elDaba para tomar la ciudadela enemiga de Avaris. Era un plan brillante y audaz; si tenía éxito, pondría fin de un solo golpe a la guerra con los hicsos, que masacraba ya a dos generaciones. A Nefer se le había enseñado que la batalla y la gloria eran la razón de su existencia en esta tierra. Pero a la avanzada edad de catorce años, todavía no las conocía. Ansiaba con toda el alma ir hacia la victoria y la inmortalidad junto a su padre. Antes de que la protesta pudiera cruzar sus labios, el faraón se le anticipó: —¿Cuál es la primera obligación del soldado? —preguntó al muchacho. Nefer bajó la mirada. —La obediencia, majestad —respondió en tono suave, a desgana. —No lo olvides nunca. —El faraón asintió con la cabeza y se volvió hacia otro lado. El muchacho se sintió excluido y desdeñado. Le ardieron los ojos y le temblaron los labios, pero la mirada de Taita lo fortaleció. Después de parpadear para despejar las lágrimas, bebió un trago del odre que pendía de un lateral del carro; luego se volvió hacia el viejo hechicero, sacudiéndose airosamente los rizos apelmazados por el polvo. —Enséñame el monumento, Taita —ordenó.

Aquellas dos personas tan desiguales se abrieron paso por entre la aglomeración de carros, hombres y caballos que atestaban la estrecha callejuela de la ciudad en ruinas. Veinte soldados, completamente desnudos para resistir el calor, habían bajado a los profundos pozos y habían formado una cadena para subir con cántaros el agua, escasa y amarga. Antaño, aquellos pozos habían sido lo bastante pródigos para sustentar a una ciudad rica y populosa, instalada en plena ruta comercial entre el Nilo y el mar Rojo. Posteriormente, hacía ya varios siglos, un terremoto destrozó la capa freática y bloqueó el flujo subterráneo. La gran ciudad de Gallala murió de sed. Ahora apenas quedaba agua suficiente para saciar la sed de doscientos caballos y volver a llenar los odres antes de que los pozos quedaran secos. Taita condujo a Nefer por las calles angostas, pasando frente a templos y palacios ahora sólo habitados por lagartijas y escorpiones, hasta que llegaron a la desierta plaza central. En el medio se alzaba el monumento en honor del señor Tanus y de su triunfo contra los ejércitos de bandidos que habían estado a punto de sofocar la vida de una de las naciones más ricas y poderosas de la tierra. Era una extraña pirámide de cráneos humanos unidos entre sí y protegidos por un altar hecho de lajas rojas. Más de un millar de calaveras sonrieron al muchacho mientras leía en voz alta la inscripción del pórtico de piedra: « Nuestras cabezas cortadas son testimonio de la batalla aquí librada, en la que morimos bajo la espada de Tanus, señor de Harrab. Que todas las generaciones venideras conozcan, por los actos de ese poderoso señor, la gloria de los dioses y el poder de los hombres justos. Así se decreta en el decimocuarto año del reinado del dios faraón Mamosis» . En cuclillas a la sombra del monumento, Taita observaba al príncipe, que caminaba alrededor de la pirámide, deteniéndose cada pocos pasos con los brazos en jarras para estudiarla desde todos los ángulos. Aunque la expresión del anciano era distante, había cariño en sus ojos. Su debilidad por el muchacho provenía de su amor por dos personas. Una de ellas era Lostris, reina de Egipto. Taita era eunuco, pero fue castrado después de la pubertad, cuando y a había amado a una mujer. Entonces entregó su amor, puro merced a la mutilación física, a la reina Lostris, la abuela de Nefer. Fue una pasión tan absoluta que aun ahora, veinte años después de su muerte, ella seguía ocupando el centro de su existencia. La otra persona de la que brotaba su amor por Nefer era Tanus, señor de Harrab, a quien ese monumento estaba dedicado. Taita lo había querido más que a un hermano. Ninguno de los dos existía ya, ni Lostris ni Tanus, pero su sangre se mezclaba vigorosamente en las venas de ese muchacho. De la unión ilícita entre ambos, tantos años atrás, había surgido Tamosis, el niño que llegó a faraón, el mismo que ahora encabezaba la columna de carros de combate, el padre del príncipe Nefer. —Taita, muéstrame el lugar donde abatiste al jefe de los ladrones. —La voz de Nefer sonó quebrada por el entusiasmo y el comienzo de la pubertad—.

¿Fue aquí? —Corrió hasta la muralla derruida al sur de la plaza—. Cuéntamelo otra vez. —No, fue aquí. A este lado —dijo Taita. Luego se puso en pie para dirigirse hacia la muralla del lado este. Tenía las piernas largas, flacas como las de una cigüeña. Levantó la vista hacia la desmoronada parte superior—. El rufián se llamaba Shufti; era tuerto, y feo como el dios Seth. Para huir del combate, estaba trepando la muralla, por allí. Taita se agachó para recoger medio ladrillo de barro cocido de entre los escombros y lo arrojó hacia arriba. El cascote pasó por encima de la alta pared. —Le rompí el cráneo y lo derribé de un solo golpe. Aunque Nefer conocía, por experiencia propia, la fuerza del anciano y su legendaria capacidad de resistencia, aquel lanzamiento lo dejó atónito. « Este hombre es tan viejo como las montañas, más viejo que mi abuela, pues fue su preceptor, como ahora lo es mío. Dicen que ha presenciado doscientas inundaciones del Nilo y que construyó las pirámides con sus propias manos» . Luego preguntó: —¿Le cortaste la cabeza, Taita, y la pusiste en ese montón? —Señalaba el morboso monumento. —Conoces muy bien la historia, pues te la he contado cien veces. —Taita fingía una modesta renuencia a ensalzar sus propios actos. —¡Cuéntamela otra vez! —ordenó el príncipe. El anciano se sentó en un bloque de piedra. El chico se instaló a sus pies, lleno de alegre expectativa, y escuchó la historia ávidamente hasta que los cuernos de carnero del escuadrón convocaron a todos, con un toque que se fue desintegrando en ecos cada vez más atenuados a lo largo de los negros barrancos. —El faraón nos llama —dijo Taita, y se levantó para cruzar nuevamente el portón. Fuera de las murallas había mucho bullicio; el escuadrón se disponía a adentrarse en la zona de dunas. Los odres estaban nuevamente llenos, y los soldados revisaban y ajustaban los arneses de los animales antes de subir a los carros. El faraón Tamosis miró por encima de las cabezas de su plana mayor hacia la pareja que cruzaba las puertas.

Luego llamó con un gesto a Taita y se alejó con él hasta donde los oficiales del escuadrón no pudieran oír. El señor Naja hizo ademán de unírseles, pero Taita susurró una palabra al faraón, y éste se volvió para despedir a Naja secamente. El ofendido señor enrojeció de rabia y echó a Taita una mirada fiera y penetrante como una flecha de guerra. —Has ofendido a Naja. Algún día no me tendrás a mano para protegerte — advirtió Tamosis. —No podremos confiar en nadie —adujo el anciano— mientras no hayamos aplastado la cabeza a la serpiente de la traición que se enrosca en las columnas de tu palacio. Hasta que regreses de esta campaña en el norte, sólo tú y yo debemos saber adónde llevo al príncipe. —¡Pero es Naja! —El faraón rió sin preocuparse. Naja era como un hermano. Habían recorrido juntos el Camino Rojo. —Ni en el mismo Naja. Taita no dijo más. Por fin sus sospechas empezaban a revestirse de certezas, aunque todavía no había reunido las pruebas necesarias para convencer al faraón. —¿Sabe el príncipe por qué lo llevas al corazón del desierto? —preguntó Tamosis. —Sólo sabe que vamos a profundizar en su aprendizaje de los misterios y a capturar su ave divina. —Bien, Taita —asintió el faraón—. Siempre has sido reservado pero leal. No hay más que decir, pues lo hemos dicho todo. Vete ya, y que Horus extienda sus alas sobre ti y Nefer. —Vigila tus espaldas, majestad, pues en estos días tienes tantos enemigos detrás de ti como delante. El faraón le apretó con fuerza el brazo. Lo sintió flaco bajo sus dedos, pero duro como una rama seca de acacia. Luego regresó al lugar donde Nefer lo esperaba, junto a la rueda del carro real, con el aire dolido del cachorro al que se echa para que no moleste. —Divina majestad, en el escuadrón hay hombres más jóvenes que yo. Era un último y desesperado esfuerzo por convencer a su padre de que él debía acompañar a los carros.

El faraón sabía que el muchacho tenía razón, desde luego. Meren, nieto del ilustre general Kratas, aunque tenía tres días menos que él, iba en uno de los carros de retaguardia como lancero de su padre. —¿Cuándo me permitirás acompañarte a la batalla, padre? —Tal vez cuando hayas recorrido el Camino Rojo. Entonces ni siquiera yo podré negártelo. Era una promesa vana y ambos lo sabían. Recorrer el Camino Rojo era una dura prueba de habilidad con las armas y los caballos que pocos guerreros intentaban. Era agotadora y a menudo morían en ella hombres fuertes, en la flor de la vida y adiestrados casi hasta la perfección. Nefer estaba muy lejos de ese día. Luego el faraón, ablandando su gesto adusto, apretó el brazo a su hijo. Era la única demostración de afecto que podía permitirse ante sus tropas. —Ahora te ordeno que vay as con Taita al desierto, a capturar tu ave divina; así probarás la realeza de tu sangre y tu derecho a usar un día la doble corona. Nefer y el anciano, de pie junto a las derruidas murallas de Gallala, contemplaron el paso veloz de la columna. El faraón iba a la vanguardia, con las riendas enrolladas a las muñecas, inclinándose hacia atrás para compensar el tirón de sus caballos, con el pecho desnudo y los faldellines de lienzo azotándole las piernas musculosas; sobre su cabeza, la corona azul de guerra aumentaba su estatura y parecido con un dios. A continuación iba el señor Naja, casi igual de alto y apuesto. Su semblante era altanero y orgulloso; de su hombro pendía un gran arco curvado. Naja era uno de los guerreros más poderosos de Egipto. El faraón Tamosis le había otorgado ese nombre como título honorífico («naja» era la cobra sagrada del uraeus, la corona real) el día en que juntos triunfaron en la prueba del Camino Rojo. El militar ni siquiera se dignó echar una mirada a Nefer. El carro del faraón se había hundido ya en la boca oscura de la garganta cuando el último vehículo de la columna pasó raudo frente al príncipe. Meren, su amigo y compañero de tantas aventuras ilícitas, se le rió en la cara e hizo un gesto obsceno. Luego elevó su voz burlona, que se oy ó entre los relinchos y el estruendo de las ruedas. —Te traeré la cabeza de Apepi para que juegues —prometió al pasar. Nefer lo odió. Apepi era el rey de los hicsos. Y él no necesitaba juguetes: ya era todo un hombre, aunque su padre se negara a reconocerlo.

Los dos siguieron callados mucho después de que el carro de Meren desapareciera y el polvo se asentara. Por fin Taita se volvió sin decir palabra y se encaminó hacia donde habían atado los caballos. Ajustó la cincha que rodeaba el pecho de su cabalgadura, se remangó los faldellines y montó con un movimiento ágil, propio de un hombre mucho más joven. Una vez a horcajadas sobre el lomo desnudo del animal, pareció fundirse con él. Nefer recordó que, según la leyenda, él había sido el primer egipcio en dominar las artes ecuestres. Aún portaba el título de Maestro de los Diez Mil Carros, que le había sido otorgado por dos faraones, en sus correspondientes reinados, junto con el Oro de las Alabanzas. Él era también uno de los pocos que osaban montar a horcajadas. La may oría de los egipcios aborrecían esa costumbre que consideraban obscena y falta de dignidad, por no mencionar sus peligros. Nefer, que no tenía esos reparos, saltó al lomo de Miraestrellas, su potro favorito. Su mal humor empezaba a evaporarse. Cuando llegaron a la cumbre de las colinas, sobre la ciudad en ruinas, había recuperado casi por completo su alegría habitual. Echó una última mirada anhelante a la distante voluta de polvo que el escuadrón había dejado en el horizonte, hacia el norte, y luego le volvió la espalda con firmeza. —¿Adónde vamos, Taita? —interpeló—. Prometiste decírmelo una vez estuviéramos de camino. Taita era siempre reticente y misterioso, pero rara vez lo había sido tanto como con respecto al destino de ese viaje. —Vamos a Gebel Nagara —dijo. Nefer nunca había oído ese nombre, pero lo repitió con suavidad. Tenía un sonido romántico, evocador. El entusiasmo y la expectación le erizaron el pelo de la nuca. Contempló el gran desierto, hacia delante, donde infinidad de colinas escarpadas se extendían hasta el horizonte, azul en el calor y la distancia. Los colores de la roca viva eran asombrosos a la vista; el azul lóbrego de las nubes de tormenta, el amarillo del pájaro tejedor, el rojo de la carne herida, todos brillantes como el cristal. El calor los hacía bailar y estremecerse. Taita estudió nostálgicamente ese lugar terrible, con la sensación de quien vuelve al hogar. A ese páramo se había retirado tras la muerte de su bienamada reina Lostris. Al principio se escabulló como un animal herido.

Cuando el paso de los años se llevó parte del dolor, se descubrió nuevamente atraído por los secretos y el modo de actuar del gran dios Horus. Había ido al desierto como médico y maestro de las ciencias conocidas. Solo entre las ondulaciones del desierto había descubierto la llave para abrir las puertas de la mente y el espíritu, más allá de las cuales pocos hombres han viajado jamás. Era hombre al entrar, pero emergió como pariente del gran dios Horus, ducho en arcanos misterios que pocos humanos hubieran siquiera imaginado. Taita sólo regresó al mundo de los hombres cuando su reina Lostris lo visitó en un sueño, mientras dormía en su cueva de ermitaño en Gebel Nagara. Había vuelto a ser una doncella de quince años, fresca y núbil, rosa del desierto apenas abierta, con el rocío en los pétalos. Aun dormido sintió que se le henchía de amor el corazón, amenazando con reventarle el pecho. —Querido Taita —le había susurrado Lostris, tocándole la mejilla para despertarlo—. Tú eres uno de los dos únicos hombres que amé. Ahora Tanus está conmigo, pero antes de que tú te reúnas con nosotros tengo una tarea más que encomendarte. Nunca me fallaste y sé que ahora tampoco lo harás, ¿no es cierto, Taita? —Estoy a tus órdenes, señora. —La voz de Taita resonó de un modo extraño a sus propios oídos. —Esta noche ha nacido un niño en Tebas, mi ciudad de las cien puertas. Es el hijo de mi propio hijo. Lo llamarán Nefer, que significa puro y perfecto en cuerpo y espíritu. Mi deseo es que lleve mi sangre y la sangre de Tanus al trono del Alto Egipto. Pero en torno al bebé ya acechan grandes y diversos peligros. Sin tu ay uda no podrá triunfar. Sólo tú puedes protegerlo y guiarlo. La destreza y los conocimientos que has adquirido en estos años, a solas en el páramo, estaban destinados únicamente a ese fin. Ve con Nefer. Ve ahora mismo, deprisa, y quédate con él hasta haber completado la tarea. Luego ven a mí, querido Taita. Te estaré esperando, y tu pobre virilidad mutilada te será restaurada. Estarás a mi lado, sano y completo, tu mano en mi mano.

No me falles, Taita. —¡Jamás! —había gritado él en su sueño—. Nunca te fallé en vida. No te fallaré ahora, en la muerte. —Sé que no. Lostris le dedicó una sonrisa dulce y prolongada. Su imagen se esfumó en la noche del desierto. Él despertó con la cara mojada por las lágrimas. Reunió sus pocas pertenencias y se detuvo a la entrada de la cueva sólo para orientarse por los astros. Instintivamente buscó el brillante lucero de la diosa: había aparecido en el cielo pasados setenta días de la muerte de la reina, la misma noche en que se completaba el largo rito de embalsamamiento. Una gran estrella roja refulgía en un sitio donde antes no había nada. Taita la buscó y le hizo una reverencia. Luego se alejó a grandes pasos por el desierto occidental, rumbo al Nilo y a la ciudad de Tebas, la bella Tebas de las cien puertas. Eso había sucedido catorce años atrás. Ahora ansiaba volver a esos lugares silentes, pues sólo allí sus poderes podían recuperar toda su fuerza, a fin de ejecutar la tarea que Lostris le había encomendado. Sólo allí podría pasar parte de esa fuerza al príncipe. Pues sabía que las tenebrosas potencias que ella le había anunciado y a se estaban reuniendo a su alrededor. —¡Vamos! —dijo al muchacho—. Vamos a apresar tu ave divina. Tres noches después de abandonar Gallala, cuando la constelación de los Asnos Salvajes llegó al cenit en el cielo septentrional, Tamosis detuvo al escuadrón para abrevar los caballos y comer apresuradamente carne secada al sol, dátiles y tortas frías de mijo. Luego ordenó volver a montar. No se hizo sonar el cuerno de carnero, pues se encontraban en un territorio a menudo patrullado por los carros hicsos. La columna reanudó la marcha al trote. El paisaje cambiaba radicalmente. Por fin salían del páramo hacia el pie de las colinas, sobre el valle del río.

Hacia abajo, a la luz de la luna, se distinguía la franja de vegetación densa, lejana y oscura que marcaba el curso del Nilo, la Gran Madre. Habían completado el amplio rodeo en torno de Abnub y estaban detrás del cuerpo principal del ejército hicso a orillas del río. Aunque eran muy pocos para enfrentarse a un enemigo tan poderoso como Apepi, eran los mejores conductores de carros de los ejércitos de Tamosis, lo cual equivalía a decir que eran los mejores del mundo. Más aún: tenían a su favor el elemento sorpresa. Cuando el faraón propuso por primera vez aquella estrategia, aduciendo que él encabezaría personalmente la expedición, su estado mayor se opuso con toda la vehemencia que se puede expresar contra la palabra de un dios. Hasta el viejo Kratas, que en otros tiempos había sido el guerrero más temerario y salvaje de todos los ejércitos egipcios, se mesó la densa barba blanca, aullando: —¡Por el desgarrado y purulento prepucio de Seth! No te cambié los pañales sucios para después enviarte directamente a los amantes brazos de Apepi. —Él era, quizá, el único que podía atreverse a hablar de esa manera a un rey dios—. Manda a otro a esa misión tan irrelevante y guía tú mismo la primera columna de ataque, si eso te divierte, pero no desaparezcas en el desierto para que te devoren los djinns y los demonios necrófagos. Tú eres Egipto. Si Apepi se te lleva, se nos lleva a todos.

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