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El guitarrista – Luis Landero

Hace mucho tiempo (cuando yo ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor) fui guitarrista, y aún antes trabajé de aprendiz en un taller mecánico: al taller se bajaba por una rampa en espiral, y ya la primera vez que entré allí tuve la sensación de haber caído en la trampa de la hormiga león, esas larvas que parecen garrapatas o arañas y que viven en el suelo, junto a los caminos, donde excavan unos conos de arena muy bien cernida y granulada por cuya pendiente resbalan sin remedio las víctimas, y cuanto más intentan escapar más resbalan, y cuanto más resbalan tanto más se afanan en huir. Entretanto, la hormiga león, oculta bajo tierra, sin prisas, sin apuro, sin comparecer jamás en el escenario del drama, sólo tiene que esperar el instante de asomar las garras y apoderarse de su presa, ya extenuada y rendida, y arrastrarla con ella a su guarida de tinieblas. Y ahí concluye la historia. Eso fue lo que pensé el primer día que llegué al taller y me hundí en sus entrañas, que estaba cayendo en una trampa de la que ya nunca iba a salir. Por lo demás, recuerdo que en aquellos tiempos madrugaba muchísimo, que llevaba las uñas siempre sucias, con restos ya enquistados de grasa, y astilladas y rotas por las herramientas y las sustancias corrosivas, y que el pelo y las manos, por más que me lavara, me restregara y hasta me perfumara, me olían irremediablemente a aceite, a trapos de borra, a petróleo usado, a goma podrida de neumático. Con ese tufo yo iba y venía por el Madrid de entonces, siempre deprisa y siempre a punto de llegar tarde a todas partes. Como no tenía tiempo de ir a comer a casa, mi madre me ponía el almuerzo en una tartera de aluminio, y con la tartera, los libros, los cuadernos, todo en el mismo lote, y todo pringado de grasa y contaminado del olor a mecánica, me apresuraba al atardecer para llegar con hora a una academia nocturna que había en un pasaje cercano a la Gran Vía, en un quinto piso sin ascensor, donde estudiaba un montón de asignaturas descabaladas del bachillerato, además de mecanografía y contabilidad, de modo que cuando volvía a casa era ya muy tarde, las calles estaban solitarias y oscuras y yo caminaba muy deprisa y a veces oía resonar el eco de mis pasos muy lejos, en una dimensión irreal, y siempre más deprisa, como si la noche fuese un desagüe que me succionaba junto con los últimos residuos del día, y más y más aprisa, porque aún tenía que sacar tiempo para ordenar y pasar a limpio los apuntes, hacer los deberes y estudiar las lecciones, primero en la cocina, mientras comía la cena tibia que mi madre me dejaba en el horno, y luego tumbado en la cama, a la luz del flexo, mientras luchaba por no caer rendido de cansancio y de sueño. Si era lunes o jueves, todavía escuchaba en la radio un programa que daban después de medianoche, donde recitaban poemas con voces susurrantes y cálidas. Voces que parecían hablarte desde dentro mismo de la conciencia. Que pronunciaban muy bien las sílabas, como desmenuzando el significado de cada palabra, y que se cernían sobre las pausas hasta llenarlas también de un segundo sentido. Eran poemas tristes, con música de fondo también triste. Y, cuanto más tristes, más me gustaban y me consolaban y me llenaban el alma de orgullo, de dramatismo, de nobleza. En el silencio de la noche, las palabras escuchadas en la oscuridad parecían purificarse y purificarme a mí de las indignidades y miserias del día. También a veces leía alguna novela, Cuán verde era mi valle, Sinuhé el egipcio, El conde de Montecristo, pero sólo una página o dos, porque enseguida me iba hundiendo en el sueño. Y no había acabado de dormirme, según mis cálculos, cuando oía como un estruendo el susurro apremiante de mi madre: «¡Émil, Émil! ¡Arriba! ¡Vamos, date prisa, que ya vas con retraso!». Así era mi vida por entonces. Por si fuese poco, los sábados y los domingos estaban también contaminados de tiempo laboral. Tenía por ejemplo que hacerle encargos a mi madre. Mi madre era costurera y trabajaba por su cuenta. Arreglaba todo tipo de prendas usadas, chaquetas, pantalones, jerséis, abrigos, uniformes militares, sotanas, trajes de novia y de primera comunión, y una vez hasta uno de torero. Ella los estiraba, los encogía, les daba la vuelta, los transformaba, los dejaba como de estreno. A lo mejor de una capa hacía una falda y una blusa, y aún le sobraba tela para combinarla con otros retales y confeccionar una bufanda o un chaleco. Los fines de semana yo tenía que hacer la entrega y recogida de prendas, a veces en barriadas del extrarradio, o ir a las grandes casas de venta al por mayor a comprarle lana, telas, botones, cremalleras. También me usaba de referencia y de modelo para tomar medidas y me vestía de juez, de novio, de cura, de teniente

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