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El Guardián de los Sueños – Sherrilyn Kenyon

Somos los Dolophoni. Diligentes. Vigilantes. Feroces e ineludibles. Sirvientes de las Furias, somos la mano derecha de la justicia y nadie permanece en pie ante nosotros. Hijo de Guerra y Odio, Cratus ha pasado la eternidad luchando para los dioses antiguos que le dieron la vida. Es la muerte para cualquiera que se cruce con él. Hasta el día en que se autoimpone exilio. Ahora un antiguo enemigo ha sido liberado, y nuestros sueños han sido elegidos como campo de batalla. La única esperanza que tenemos es el único dios que juró que nunca volvería a luchar. Como una Dream-Hunter, Delphine ha pasado la eternidad protegiendo a la humanidad de los predadores que cazan en nuestro estado de inconsciencia. Pero ahora sus aliados han sido convertidos y los Dream-Hunters necesitan un nuevo líder. Cratus es su única esperanza. Si no puede ganarle para su causa, la humanidad será masacrada y el mundo que conocemos no existirá.


 

Irían a buscarlo. Cratos se encontraba en el punto más alto del Olimpo, con la vista clavada en la maravillosa puesta de sol. El horizonte se teñía con pinceladas de tonos pastel, recordándole a un reluciente e irisado ópalo girasol. No había sitio más bello que ese, y quería ver ese anochecer una vez más antes de entregarse para sufrir su justo castigo. No pediría clemencia. No era necesario. Él mejor que nadie conocía la ira de Zeus. Durante siglos había sido el martillo del dios olímpico y había ejecutado su justicia. En ese momento la justicia iba a por él. —Huye y huiré contigo. Miró la pequeña figura de su hermana Niké.


En contraste con sus alas negras, las de su hermana eran de un blanco níveo. Niké llevaba la melena rizada negra recogida con una cinta blanca, del mismo color que su túnica. Era la personificación de la victoria y había sido su cómplice a lo largo de toda su vida. Ellos, junto al resto de sus hermanos, habían sido los centinelas de Zeus. Como sus queridos guardianes, el dios padre los había valorado más que a sus propios hijos. Hasta que Cratos cometió un pecado imperdonable: perdonar una vida que debió arrebatar. Él no estaba en posición de cuestionar a su señor, solo de cumplir sus órdenes. Aún no entendía por qué lo había hecho. Todos sabían que la compasión era un sentimiento desconocido para él. Sin embargo, allí estaba… « Hora de morir.» Cratos suspiró. —No puedo pedirte algo así, akribos. Tú sigues teniendo el favor de Zeus. No te expongas a perderlo por mí. Además, nadie puede huir de la justicia olímpica. Lo sabes tan bien como yo. Da igual dónde me esconda, me encontrarán. Niké le cogió la mano y se la llevó a la cara. —Sé por qué lo hiciste y te respeto por ello. Pero eso no cambiaba nada. « A lo hecho, pecho» , pensó. Ya no le quedaba nada más que afrontar el castigo. Apartó la vista del sol para mirar a su hermana, que seguía de pie junto a él, con la mejilla apretada contra su insensible mano. A lo largo de toda la eternidad ella era la única en quien había confiado de verdad. Su hermana, con aquellos arrebatadores ojos azules, con un valor y una lealtad sin igual.

Haría cualquier cosa por ella. Pero no podía sacrificarla por su propia estupidez. —Quédate aquí, estarás a salvo. Niké le apretó la mano con más fuerza. —Preferiría estar contigo, hermano. Hasta el final, como siempre. Le acarició la mejilla con ternura y después apartó la mano y miró hacia el lugar donde los templos de los dioses se alzaban entre la exuberante vegetación, al igual que huevos de oro y piedras preciosas en un nido. —Quédate aquí, Niké… Por favor. La vio asentir con la cabeza, pero también se percató de su renuencia. —Lo hago porque tú me lo pides. Tras entregarle a Niké su y elmo dorado como recuerdo de las batallas que habían librado juntos, Cratos le dio un beso en la frente y emprendió el descenso hacia la morada de los dioses. Con una conciencia tan pesada como su escudo, tuvo que apoy arse en la gruesa lanza para mantenerse firme. Tal como le había prometido, Niké se quedó en la montaña, pero sentía su mirada mientras caminaba. Su ofrecimiento para huir juntos lo atormentaba. Sin embargo, no tenía por costumbre huir ni doblegarse ante nada. Era un guerrero, solo sabía pelear. Era su única razón de ser. Y pelearía hasta la muerte. Más aún, se negaba a darles a sus enemigos la satisfacción de llevarlo ante Zeus encadenado. Había vivido según sus normas y moriría de la misma manera. Solo. Sin estremecerse, sin pedir clemencia y sin demostrar miedo. Era un digno final, se dijo. Después de todas las vidas que había segado sin miramiento en nombre de Zeus, ese sería su castigo. Se detuvo delante de la puerta de doble hoja que conducía al lugar de reunión de los dioses.

Había caminado entre ellos cientos de miles de veces. Pero esa sería su última vez. Con la cabeza bien alta abrió la enorme puerta dorada. En cuanto lo hizo, se produjo un silencio total, ya que todos los presentes contuvieron el aliento a la espera del castigo que le impondría Zeus. En su trono Zeus se quedó estupefacto, con expresión amenazadora y terrible. La mirada de Cratos voló hacia la derecha del estrado, el lugar que había ocupado durante siglos. Ya no podría volver a hacerlo. Inspiró hondo para armarse de valor y soltó el escudo junto a la puerta. El seco ruido metálico resonó con fuerza en el silencio y reverberó en el vacío de su corazón. Aun así nadie se movió. Ni siquiera se agitaron las túnicas de las mujeres. Con los ojos clavados en Zeus, levantó la lanza para arrojarla con todas sus fuerzas y clavarla en la pared que Zeus tenía detrás, justo por encima de su cabeza… Un último acto de rebeldía que provocó un jadeo colectivo entre todos los dioses. Acto seguido se quitó la espada de la espalda y la tiró a los pies de Ares. A continuación se quitó el carcaj y el arco, que procedió a entregarle a Artemisa. A cada paso que daba en dirección a Zeus, se quitaba un trozo de su armadura y lo dejaba caer al suelo de mármol. Primero fueron los brazales, seguidos de las grebas y la coraza, para terminar con el cinto. Cuando llegó hasta Zeus solo llevaba el taparrabos marrón. Plegó las alas y agachó la cabeza en silenciosa sumisión al regente de los dioses. Zeus maldijo mientras sacaba un ray o de su reluciente carcaj para cruzarle la cara. Cratos probó su sangre y sintió un dolor terrible en la cara y en el ojo. Se cubrió la mejilla con una mano y notó cómo la cálida sangre resbalaba entre sus dedos. —¡Cómo te atreves a presentarte aquí después de lo que has hecho! ¡Nadie me desafía! El siguiente golpe tumbó a Cratos y lo lanzó por el suelo. El frío mármol le quemó la piel y le magulló todo el cuerpo. Acabó a los pies de Apolo. El dios lo miró con repugnancia y desdén, tras lo cual se apartó de la línea de fuego de Zeus.

Cratos se limpió la sangre de la mejilla, que goteaba de su cara hasta el suelo, antes de ponerse en pie. No pudo hacerlo. Zeus le plantó el pie en la espalda y lo mantuvo boca abajo. —Me has desobedecido. Quiero que me supliques clemencia. Cratos negó con la cabeza. —Nunca suplico. Zeus comenzó a darle patadas y le atravesó un hombro con un rayo, clavándolo al suelo. Cratos gritó a causa del terrible dolor que sentía y que acompasaba los latidos de su corazón. —¡Perro insolente! ¿Te atreves a seguir desafiándome? —No… —Dejó de hablar con un gruñido cuando Zeus le clavó otro rayo en el costado y un tercero en el otro hombro. Con gesto asqueado Zeus se apartó de él y miró a los dioses allí congregados con expresión dominante. —¿Alguno quiere hablar en defensa de esta cucaracha rebelde? Con el ojo que seguía intacto, Cratos miró a sus congéneres. Uno a uno todos se dieron la vuelta. Hera, Afrodita, Apolo, Atenea, Artemisa, Ares, Hefesto, Poseidón, Deméter, Helios, Hermes, Eros, Hipnos… y todos los demás. Pero lo que le dolió de verdad fue ver que su madre y sus hermanos, Zelo y Bía, también le daban la espalda. Se apartaron de él y desviaron la mirada, avergonzados. Que así fuera. En el fondo sabía que Niké habría hablado a su favor. Pero su hermana había cumplido su promesa y se había quedado en la montaña. Zeus lo atravesó con otro rayo que seguramente también le habría dolido mucho, pero su cuerpo y a no asimilaba más dolor. —Parece que no le importas a nadie. Menuda sorpresa. Cratos soltó una carcajada, tras lo cual escupió sangre, al recordar el día que había obligado a Hefesto a encadenar a Prometeo a una piedra para que recibiera su castigo eterno. El dios no había querido cumplir las órdenes y lo había llamado despiadado por insistir en que cumplieran la desalmada orden de Zeus. Cratos se había burlado de la compasión y de la debilidad de Hefesto.

Y después le había dicho que era mejor ser el verdugo que la víctima. Pero le había llegado el momento de sufrir. No era de extrañar que nadie intercediera por él. Se lo merecía. Zeus lo levantó por el cuello. Tenía el cuerpo insensibilizado por los rayos que seguían atravesándoselo, de modo que solo pudo mirar a la cara al dios padre. —¿Vas a recoger tus armas y a luchar por mí? Cratos negó con la cabeza. Jamás volvería a ser un perro que obedecía ciegamente los caprichos de su amo. —Pues en ese caso sufrirás durante toda la eternidad y me suplicarás clemencia todos los días. 1 Nueva Orleans, 2009 6.000 años después… más o menos (siglo arriba, siglo abajo) Delfine se detuvo para orientarse mientras miraba los antiguos edificios con balcones de hierro forjado o de madera tallada, aunque muchos tenían las ventanas tapiadas con tableros. Qué ciudad más rara… claro que tampoco estaba acostumbrada al plano humano, solo a los sueños humanos. En ellos el mundo de los hombres parecía totalmente distinto. Aquel lugar, con todo ese ruido y esas luces, la desconcertaba. Por no mencionar el espantoso hedor de algo que debía de ser algún tipo de excremento… Dio un respingo, sobresaltada por un estruendo horrible segundos antes de que un coche pasara por su lado a toda velocidad. Fobos la agarró del brazo y le dio un tirón para que se colocara a su lado en la desnivelada acera. —Cuidado. Si te atropella un coche, te dolerá. —Lo siento. No estaba atenta. Fobos asintió con la cabeza antes de recorrer la calle con la mirada, donde había varios coches aparcados delante de unas casas tan juntas que Delfine se preguntó si no compartirían una pared. —El taller debería ser aquel. Delfine miró el punto que él le señalaba. « TALLER LANDRY, RECAMBIOS Y REPARACIONES.» —¿Seguro que está ahí? Fobos la miró con sorna.

—Su presencia no es lo que me provoca dudas, sino el recibimiento que va a darnos. Tendremos suerte si no nos destripa a los dos más rápido incluso de lo que lo haría Noir. —Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. Pero pronto la tuvo húmeda de nuevo. Delfine jamás había estado en un lugar donde hiciera tanto calor. El pobre Fobos, vestido de negro de la cabeza a los pies, no llevaba el atuendo más apropiado. Parecía tan incómodo por el calor como ella. Siempre había pensado que Fobos era uno de los dioses más atractivos con el cabello tan negro y las facciones tan marcadas. Alto y delgado, se movía con elegancia y rapidez. Algo que aterraba a sus enemigos y que lo convertía en letal durante una pelea. Su trabajo inspiraba temor, y hubo un tiempo en el que junto con su gemelo, Deimos, sembraba el pánico en los antiguos campos de batalla. Más recientemente habían ejercido de guerreros para las Erinias, castigando a todo aquel que ofendía a los dioses. Hasta que todo cambió dos días antes. Se estremeció al recordarlo. Aunque no debería sentir nada, aún tenía un enorme nudo en el estómago por el horror que había presenciado. Aún intentaba recomponer su mundo tras el cruel ataque de Noir. —Repíteme por qué nos han asignado esta tarea —le dijo a Fobos. —Porque no estábamos allí cuando Zeus lo desterró, así que no debería odiarnos tanto como al resto de los dioses. —Resopló con desdén—. Sobre todo porque somos de los pocos que seguimos con vida y no hemos sido capturados por el enemigo. Qué reconfortante… No, no lo era. Además, eso no garantizaba que Cratos les hiciera caso, mucho menos que los ay udara. —¿Crees que tenemos alguna posibilidad? —La misma que un cubito de hielo en el ecuador. Pero Cratos obtiene sus poderes de la misma Fuente Primigenia que alumbró a Noir. Si no lo tenemos de nuestro lado, lo llevamos crudo.

Delfine seguía teniendo sus dudas. Zeus los había enviado para que le pidieran un favor a un antiguo dios que seguramente los destriparía nada más verlos. Jamás había visto a Cratos, pero su pésima reputación era legendaria. No tenía piedad con nadie. Su brutalidad solo tenía parangón con su inequívoca fuerza de voluntad. Aunque Zeus había sellado sus poderes divinos, los otros dioses seguían temiéndolo. Ese detalle decía muchísimo de su carismática personalidad. El propio Hefesto le había advertido que era imposible razonar con Cratos. Aquel hombre estaba furioso y era despiadado… Mucho antes de que el castigo lo hubiera vuelto loco. —¿Estás seguro de que no queda otra alternativa? La expresión de Fobos se ensombreció. —Han matado a más de la mitad de tu gente, y a la mía le dan hasta en el carnet cada vez que salen. De verdad, lo último que me apetece hacer es arrastrarme delante de este gilipollas. Pero era un mal menor. —Zeus es quien debería hacerlo —masculló ella mientras se enjugaba el sudor de la frente. Fobos resopló. —¿Quieres ser tú quien se lo sugiera? Pues no. El dios padre no toleraba que nadie cuestionara sus decisiones. Delfine entrecerró los ojos. —La brillante idea es tuya, Fobos. Así que tú primero. —¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? Delfine le lanzó una mirada desdeñosa. Dado que era medio humana, experimentaba más emociones que sus hermanos los Cazadores Oníricos, pero estaban entumecidas si se comparaban con las emociones humanas. —Si pudiera odiar, seguramente te odiaría. Fobos aspiró el aire entre dientes de forma ruidosa. —Pues que sepas que el sexo siempre es mejor cuando la mujer está furiosa y te odia.

—Dado que nunca me he liado con una mujer, no puedo saberlo. —Le dio un empujoncito en el hombro para que se pusiera en marcha—. Tenemos una misión que cumplir, Dolofoni. Recuerda que si fracasamos, tu gemelo morirá. —Créeme, no se me ha olvidado. —Cruzó la calle con paso firme. Delfine lo siguió pese al mal presentimiento que la asaltaba. La cosa no iba a acabar bien. Lo presentía. Entraron en la oficina del taller, donde encontraron a una niña garabateando en un papel y a una mujer de unos treinta años sentada al escritorio de metal. La mujer era bastante guapa, de ojos castaños y pelo oscuro. Al verlos, los miró con una enorme sonrisa. —¿En qué puedo ayudarles? Fobos se adelantó para acercarse al escritorio. —Buscamos a un hombre llamado Cratos. La mujer frunció el ceño. —No conozco a nadie que se llame así. Lo siento. A lo mejor trabaja en el taller del final de la calle. Fobos se rascó la cabeza, tan desconcertado como Delfine. —Estoy segurísimo de que trabaja en este taller. Mis fuentes son totalmente fiables, de verdad. La niña se pasó una mano por la nariz y se subió las gafas con el nudillo. —¿Están buscando a un amigo, mamá? —Haz los deberes, Mollie. —Y después dijo, dirigiéndose de nuevo a Fobos —: Miren, lo siento muchísimo, pero no he oído ese nombre en la vida. Llevo trabajando aquí cinco años y les aseguro que ninguno de nuestros mecánicos se llama así.

Además, no es un nombre fácil de olvidar, ¿no les parece? —El teléfono comenzó a sonar y colocó la mano sobre el auricular—. ¿Puedo ay udarles en algo más? —No. —Fobos se acercó al ventanal que conectaba el despacho con el área de taller, donde había varios hombres con monos azules y grises trabajando en varios coches. Delfine lo imitó y se quedó helada al ver al hombre que estaban buscando. ¡Por todos los dioses! Era imposible pasarlo por alto. Con razón era el dios de la fuerza y el hijo de Palas, la representación de la guerra… Su cuerpo irradiaba poder y fuerza. Medía más de metro ochenta y su cuerpo era puro músculo. Mientras lo observaba, Cratos se limpió la grasa de las manos con un trapo azul oscuro. Tenía el mono gris desabrochado, con las mangas atadas a la cintura, dejando al descubierto un torso ataviado con una camiseta negra que resaltaba todavía más sus músculos. Unos tatuajes tribales de color negro le decoraban los brazos desde las muñecas hasta los hombros. Sin embargo, fue su cara la que le arrancó un jadeo. Jamás había visto a un hombre tan guapo, una belleza que solo quedaba empañada por la cicatriz irregular que tenía a un lado de la cara y que se extendía desde la sien hasta la oreja. Llevaba el ojo derecho cubierto por un parche negro, y a juzgar por la profundidad de la cicatriz se preguntó si habría perdido el ojo por completo a causa de la herida. No obstante, la cicatriz no le restaba belleza. De hecho, la aumentaba porque le otorgaba un aspecto más duro. Su cabello negro, húmedo por el sudor, enmarcaba un rostro que parecía acero cincelado. Llevaba barba de dos días. De él emanaba un poder feroz. Fuerte y letal, dicho poder indicaba que debería estar en un campo de batalla, espada en mano y matando o desmembrando a sus enemigos, no encerrado en un taller, arreglando coches. Era todo lo que le habían contado y más. Que los dioses los ay udaran… Le sorprendería muchísimo que no los matara nada más verlos. Fobos la miró por encima del hombro. —Desde luego que está aquí. La secretaria frunció el ceño al colgar el teléfono y ver a Cratos por el ventanal. —¿Buscan a Jericó? Fobos miró a la mujer.

—Ese es Cratos. La secretaria señaló al hombre al que Delfine se había comido con los ojos. —Es Jericó Davis. Solo lleva con nosotros un par de semanas. ¿Tiene problemas con la justicia o algo? Porque si han venido para entregarle una citación… —No. Nada de eso. —Fobos la miró con una sonrisa casi encantadora—. Somos viejos amigos. La mujer entrecerró los ojos, en absoluto convencida. —En fin, si no se llama Jericó Davis, debemos saberlo. Landry cumple la ley a rajatabla. No aceptamos convictos ni maleantes. Es un negocio respetable y queremos que lo continúe siendo. Fobos levantó las manos. —No se preocupe, le aseguro que no es un convicto. Solo necesito hablar con él un momento. La secretaria resopló. —Ha dicho que lo conocía. —Y es verdad. —¿Y cómo piensa hablar con él si es mudo? Fobos miró de repente a Delfine, que estaba tan sorprendida como él por ese detalle. Seguro que Zeus no habría sido tan cruel para… ¿Acaso estaba loca o qué? ¡Por supuesto que podría haberlo sido! Con el estómago revuelto por la idea, Delfine miró de nuevo hacia « Jericó» , que estaba inclinado sobre el capó de otro coche. ¿Qué le habrían hecho exactamente? Zeus le había arrebatado su condición divina, y seguramente había hecho lo mismo con su voz y con su ojo. Conseguir que los ay udara parecía cada vez más imposible. —Quédate aquí —le dijo Fobos al tiempo que ponía la mano en el pomo de la puerta que conducía al taller. Delfine no pensaba discutir.

Prefería enfrentarse a un león enfurecido antes que intentar convencer de que los ay udara a un hombre al que los dioses habían destrozado. ¿Por qué motivo iba a ay udarlos? Con un ray ito de esperanza se acercó al ventanal para ver a Fobos. Cerró los ojos y se abrió al éter para escuchar la conversación. El taller era un hervidero de ruidos mecánicos y además sonaba en la radio « Live y our life» , de T. I. Varios hombres charlaban y bromeaban mientras trabajaban. Uno de ellos estaba tarareando la canción, aunque desafinaba bastante, mientras inflaba las ruedas de un Jeep rojo. Fobos se detuvo junto al Dodge Intrepid blanco que estaba arreglando Cratos. Cratos alzó la vista y su cara se quedó petrificada durante un segundo, tras el cual bajó de nuevo la cabeza y siguió con el trabajo. Fobos se acercó más. —Tenemos que hablar. Cratos no le hizo caso. —Cratos… —No sé qué está haciendo aquí —dijo un hombre may or con un mono como el de Cratos al tiempo que se detenía junto a Fobos—, pero está perdiendo el tiempo si quiere hablar con el bueno de Jericó. El chico no puede hablar. — Meneó la cabeza—. Claro que tampoco le hace falta. Tiene unas manos mágicas para los coches. —Miró a los demás y se echó a reír—. Mira que intentar hablar con Jericó… —Se oyeron más risas antes de que el hombre se pusiera a trabajar en el Jeep rojo. —Jericó —Fobos lo intentó de nuevo—, por favor, solo necesito un minuto. Si las miradas pudieran matar, Fobos habría caído fulminado en ese momento. Jericó agitó la llave que tenía en la mano antes de acercarse a otro coche. Fobos miró a Delfine, quien se encogió de hombros. No tenía ni idea de cómo convencerlo. Fobos lo siguió mientras suspiraba.

—Vamos, sé que… Jericó se volvió hacia él tan rápido que Delfine no captó el movimiento hasta que tuvo a Fobos sobre el capó de un coche, inmovilizado por el cuello. —Vete a la mierda y muérete, cabrón —masculló en el griego antiguo de los dioses mientras golpeaba con saña la cabeza de Fobos contra el capó. Los mecánicos que oyeron su ronco bramido se detuvieron para mirarlo. —¡La leche! —dijo un negro muy alto y delgado—. Si sabe hablar… ¿Alguien sabe qué idioma es? —¿Ruso? —No, creo que es alemán. —Tío —dijo un muchacho al tiempo que sujetaba a Cratos del brazo—, vas a abollar el capó y tendrás que pagarlo de tu sueldo. Cratos hizo una mueca y soltó a Fobos, que se deslizó por el capó como un muñeco de trapo. De hecho, estaba a punto de caerse al suelo cuando consiguió frenar la caída. Fobos se puso en pie con el rostro desencajado. Al hablar empleó el mismo idioma para que los humanos no pudieran entenderlo. —Necesitamos tu ay uda, Cratos. Cratos lo golpeó con el hombro al pasar junto a él, arrancándole una mueca de dolor y obligándolo a frotarse el brazo. Se concentró de nuevo en el coche que había estado arreglando. —Cratos está muerto. —Eres el único que puedes… Cratos masculló: —Estáis muertos para mí. Todos. Ahora, largo. Delfine proy ectó sus pensamientos en la mente de Fobos. —¿Quieres que entre? —No. No creo que sirva de nada. —Y dirigiéndose a Cratos, añadió—: El destino del mundo está en tus manos. ¿Es que no te importa?

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