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El Gobernador – Robert Kirkman & Jay Bonansinga

Grimes, Glenn y Michonne, descubren el pueblo de Woodbury cuando buscaban los restos de un helicóptero que se había estrellado. Allí se encuentran con una retorcida combinación de deporte y perversión; como si se tratara de un circo, los muertos vivientes se enfrentan los unos a los otros por un trozo de ser humano. Y todo es obra de El Gobernador, el déspota que fundó y controla Woodbury. Pero ¿Cómo llegó hasta aquí? En un principio, cuando la epidemia comenzó, Philip, reunió a un gran grupo de supervivientes alrededor de cuatro calles de la ciudad y se denominó a sí mismo: El Gobernador. Parecía un líder justo y fuerte, pero pronto su lado maquiavélico salió a relucir. Esta es su historia…


 

Brian Blake, acurrucado a oscuras, rodeado de humedad, con el miedo atenazándole el pecho y un dolor punzante en las rodillas, piensa que si tan sólo tuviera otro par de manos podría taparse los oídos y tal vez mitigar el ruido que hacen las cabezas humanas al ser aplastadas. Desgraciadamente, Brian sólo tiene dos manos y ahora mismo las necesita para taparle las orejas a la niña que tiene al lado, dentro del armario. La niña, de siete años, no deja de temblar entre sus brazos, se estremece con cada ¡chas! que se produce fuera de forma intermitente. Y luego viene el silencio; sólo se oy e el ruido de las pisadas pegajosas en el suelo cubierto de sangre y una oleada de susurros crispados procedente del vestíbulo. Brian tose otra vez. No puede evitarlo: lleva días luchando contra ese condenado catarro, esa molestia obstinada que no logra quitarse de encima y que le afecta las articulaciones y le provoca sinusitis. Le pasa todos los años en otoño, cuando llegan a Georgia los días fríos, húmedos y sombríos. La humedad le cala los huesos y absorbe toda su energía, le roba el aliento. Y ahora nota la penetrante puñalada de la fiebre cada vez que tose. Un nuevo ataque de tos lo obliga a doblarse con un movimiento seco. Resuella mientras sigue presionándole las orejas a la pequeña Penny. Sabe que con tanto ruido atrae la atención de todo lo que hay al otro lado de la puerta del armario, por los rincones de la casa, pero no puede hacer nada. Al toser, ve estelas de luz, minúsculas filigranas de fuegos artificiales que surcan sus pupilas ciegas. El armario, de apenas metro y medio de ancho por uno de fondo, está oscuro como un pozo y apesta a naftalina, heces de rata y madera vieja. Hay unas fundas de plástico para abrigos colgadas que en la oscuridad le rozan la cara. Su hermano menor, Philip, le dijo que podía toser en el armario. Que ahí dentro podía toser todo lo que le saliera de los cojones, aunque atrajera a los bichos. Pero que más le valía no pasarle el catarro a su niña. De lo contrario, Philip le abriría la cabeza. El ataque de tos pasa.


Instantes después, nuevas pisadas torpes que alteran el silencio en el exterior del armario: otra de esas cosas muertas que entra en la zona de matanza. Brian le aprieta más las orejas a Penny, que se estremece ante otro movimiento de la Sonata del Cráneo Aplastado en Re menor. Si tuviera que describir el barullo que le llega desde fuera de su escondite, Brian Blake se remontaría a los días en que tuvo una tienda de música que fracasó y diría que las cabezas que reventaban sonaban como la sinfonía de percusión que seguramente tocarían en el infierno: como un ocurrente descarte de Edgard Varèse o un místico solo de batería de John Bonham, con versos y estribillos que se van repitiendo… La pesada respiración de los humanos, las pisadas arrastradas de otro cadáver semoviente, el silbido de una hacha, el golpe seco del acero al hundirse en la carne… Y un final apoteósico: el ¡plaf! del peso muerto, húmedo, contra el parquet pringoso. El cambio de ritmo en la acción le produce otro escalofrío febril que le recorre la espalda. Vuelve a hacerse el silencio. Ahora que los ojos ya se le han acostumbrado a la oscuridad, Brian distingue el primer reguero de espesa sangre de arteria colándose por debajo de la puerta. Parece aceite de motor. Aparta suavemente a su sobrina del charco que se extiende y la coloca junto a las botas y paraguas alineados a la pared del fondo. Los bajos del vestido vaquero de Penny Blake tocan la sangre. La niña retira la tela rápidamente y frota la mancha como si el mero hecho de absorber la sangre pudiera infectarla. Otro ataque de tos convulsa hace que Brian se incline. Trata de combatirlo tragándose las punzadas como de cristales rotos que siente en la garganta seca y rodea a la niña con los brazos. No sabe qué hacer ni qué decir. Quiere ayudar a su sobrina, susurrarle algo que la tranquilice, pero no se le ocurre ni una sola cosa que pueda hacerlo. El padre de la niña sí sabría qué decir. Philip sí. Siempre sabe qué decir. Philip Blake es el tipo que dice las cosas que todo el mundo desearía haber dicho. Dice lo que hay que decir y hace lo que hay que hacer. Como ahora. Está ahí fuera con Bobby y Nick haciendo lo que hay que hacer, mientras Brian se arrebuja en la oscuridad como un conejo asustado, deseando saber qué decirle a su sobrina. Teniendo en cuenta que Brian Blake es el may or de los dos hermanos, es extraño que siempre hay a sido el debilucho. Con apenas un metro setenta y cinco de estatura contando el tacón de las botas, Brian Blake es un espantapájaros esquelético que casi no llena los vaqueros pitillo y la raída camiseta de Weezer que viste. Una perilla, varias pulseras de macramé y una mata de pelo oscuro a lo Ichabod Crane completan la estampa de joven bohemio de treinta y cinco años atrapado en el limbo de Peter Pan que ahora está arrodillado en la penumbra, envuelto en olor a naftalina. Brian coge aire con dificultad y baja la mirada hacia los ojos de cervatillo de Penny, que parece haber visto un fantasma, a juzgar por el horror mudo que invade su rostro en la oscuridad del armario.

Siempre ha sido una niña tranquila, con una piel como de porcelana que le confiere a su rostro un aspecto casi etéreo. Pero desde la muerte de su madre, se ha encerrado en sí misma y se ha vuelto tan pálida y estoica que casi parece traslúcida, con esos mechones de cabello azabache ensombreciendo sus enormes ojos. Durante los últimos tres días apenas ha pronunciado palabra. Es cierto que han sido tres días fuera de lo normal y también que el trauma no afecta a los niños igual que a los adultos, pero Brian teme que Penny esté sumiéndose en algún tipo de estado de shock. —Saldremos de ésta, pequeña —le susurra Brian con una tos angustiada como punto final. Ella dice algo sin mirarlo. Lo dice entre dientes, con la mirada fija en el suelo, mientras una lágrima rueda por su mejilla sucia. —¿Qué has dicho, Pen? —Brian se agacha junto a ella y le seca la lágrima. Vuelve a decirlo otra vez, y otra y otra, pero no parece que se lo diga a Brian. Es más como un mantra, o una plegaria, o un conjuro: —No saldremos de ésta nunca, nunca, nunca, nunca. —Chist. Le coge la mano, la presiona contra los pliegues de su camiseta. Nota el calor del rostro de la niña apoy ado en las costillas. Le tapa las orejas de nuevo al oír el golpe seco de otra hacha que rompe la membrana de un cuero cabelludo, quiebra la dura corteza de un cráneo y rasga las capas gelatinosas y grises del lóbulo occipital. Hace un ruido como el de un bate de béisbol al golpear una pelota mojada de softball, una eyaculación de sangre, como una fregona azotando el suelo, seguida de un espantoso puntapié sordo y mojado. Curiosamente eso es lo que peor lleva Brian: el ruido amortiguado de un cuerpo hueco, húmedo, al caer sobre las lujosas baldosas de cerámica. Las fabricaron expresamente para aquella casa con motivos e incrustaciones aztecas. Es una casa preciosa… o por lo menos, lo era. Los ruidos cesan de nuevo. Una vez más, se impone un silencio empapado y atroz. Brian reprime la tos, la aguanta como si fuera la tapa de un surtidor de fuegos artificiales a punto de estallar, porque quiere oír bien los cambios que de un segundo a otro se producen en los jadeos del otro lado de la puerta y en las pisadas pegajosas que se arrastran a través de las vísceras. Pero ahora todo está en silencio. Brian nota que la niña se le acerca; se está preparando para otra salva de hachazos, pero todo sigue en calma. Poco después, a escasos centímetros, se oye el pestillo y el pomo del armario gira; a Brian se le pone la carne de gallina. Se abre la puerta.

—Vale, despejado. Esa voz de barítono, curtida a base de whisky y tabaco, proviene de un hombre que atisba los recovecos del armario. Parpadea en la penumbra y el sudor le empapa la cara, congestionada por el esfuerzo de despachar zombies. Philip Blake lleva en la mano, callosa, una hacha bañada en restos repugnantes. —¿Seguro? —pregunta Brian. Haciendo caso omiso de su hermano, Philip le echa un vistazo a su hija. —Todo controlado, cielo, papá está aquí. —¿Estás seguro? —insiste Brian con un golpe de tos. Philip mira a su hermano. —Tápate la boca cuando tosas, ¿quieres, campeón? Brian repite con un hilo de voz: —¿Estás seguro de que no queda ninguno? —Bichito —le dice Philip a su hija con su deje sureño y una gran ternura tras las brasas de violencia que empiezan a apagarse en sus ojos—, necesito que te quedes aquí un segundo, ¿vale? No te muevas hasta que papá diga que puedes salir. ¿De acuerdo? La chiquilla, pálida, asiente con una inclinación de cabeza casi imperceptible. —Venga, campeón —insta Philip a su hermano mayor para que abandone las sombras—, échame un cable con la limpieza. Brian se pone en pie con dificultad y se abre camino entre los abrigos. Al salir del armario, la luz del vestíbulo lo deslumbra y pestañea. Observa, tose y sigue observando. Durante un instante, tiene la sensación de que la fastuosa entrada de la casa colonial de dos pisos, iluminada por candelabros de cobre de diseño, está siendo redecorada por unos técnicos con parálisis cerebral. Las paredes de escay ola lucen grandes franjas de salpicaduras rojo burdeos. Los zócalos y las molduras están adornadas con motivos de Rorschach en blanco y rojo. Y entonces identifica las formas del suelo. Seis cuerpos con los miembros dislocados yacen en cúmulos sanguinolentos. Su edad y género han quedado difuminados por la carnicería: la tez, jaspeada y lívida; los cráneos, desfigurados. El más grande está tumbado en un charco de bilis que se va extendiendo al pie de la escalera de caracol. Otro cuerpo, tal vez la señora de la casa, tal vez una anfitriona cordial conocida antes por su tarta de melocotón y su hospitalidad sureña, está despatarrada sobre el entarimado blanco, desencajada toda ella, con un reguero de materia gris brotándole del cráneo partido. A Brian Blake la visión le produce arcadas. Siente cómo se le dilata la garganta.

—Muy bien, caballeros, manos a la obra —ordena Philip a sus dos colegas, Nick y Bobby, y a su hermano. Pero a Brian el latido de su corazón apenas le deja oír. Hay más restos. A lo largo de los últimos dos días, Philip ha empezado a llamar a esos a los que destruyen « cerdos agridulces» ; y ahí están, tendidos en el zócalo oscurecido del umbral que da al salón. Tal vez fueran los adolescentes que vivían allí, o tal vez visitas que sufrieron lo contrario a la hospitalidad sureña al recibir la mordedura de un infectado. Los cuerpos yacen en estallidos de fluido arterial. Uno de ellos, con la cabeza abierta y bocabajo, como una cazuela volcada, sigue bombeando sus fluidos escarlata por todo el suelo con la abundancia de una boca de incendios rota. Un par de los restantes aún tienen hachas pequeñas incrustadas en la cabeza, hundidas hasta la empuñadura, como banderas que hubieran plantado unos exploradores triunfantes en territorio hasta entonces virgen. Brian se lleva la mano a la boca como si con ello pudiera detener la marea que le sube por el esófago. Nota unos golpecitos en la coronilla, como si una polilla revoloteara y chocara contra su cuero cabelludo. Mira hacia arriba. Está cayendo sangre desde la araña del techo y una gota le aterriza en la nariz. —Nick, trae una de esas lonas que hemos visto en… Brian cae de rodillas, se inclina hacia adelante y vomita sobre el parquet. La humeante avalancha de bilis color caqui riega las baldosas y se mezcla con el rastro de los caídos. Las lágrimas le arden en los ojos mientras expulsa cuatro días de angustia. Philip Blake suelta un suspiro tenso, aún presa del subidón de adrenalina. Durante un momento no se digna a ayudar a su hermano, sino que se queda donde está, deja el hacha ensangrentada y pone los ojos en blanco. Es un milagro que a Philip no se le hay an desgastado ya los ojos de tanto mirar al cielo, desesperado ante el comportamiento de su hermano. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? El pobre idiota era de la familia y la sangre es la sangre, sobre todo en los momentos excepcionales como éste. Sí que tienen un cierto parecido; eso Philip no lo puede remediar. Alto, delgado, vigoroso y con la musculatura fibrosa propia de los trabajadores físicos, Philip Blake comparte con su hermano los rasgos oscuros: ojos almendrados y cabello negro azabache, herencia de su madre mexicana. Su nombre era Rosa García y su fisonomía ha predominado en la familia sobre la del padre, un alcohólico corpulento, tosco, con ascendencia escocesa e irlandesa llamado Ed Blake. Pero Philip, tres años menor que Brian, se había llevado todo el músculo. Ahí está con su metro ochenta y pico y sus vaqueros desgastados, las botas de trabajo y la camisa de lino, el bigote a lo Fu Manchú y los tatuajes de preso, como buen motero. Se dispone a desplazar su figura imponente hasta su descompuesto hermano y a soltarle algún comentario ácido, pero se detiene.

Oy e algo que no le gusta al otro lado del vestíbulo. Bobby Marsh, un amigo suyo del instituto, se limpia una hacha en los pantalones de talla XXL al pie de la escalera. Dejó los estudios y, con treinta y dos años y el pelo castaño y grasiento recogido en una cola baja, no está exactamente obeso, pero sí tiene un claro problema de sobrepeso; es sin duda el tipo de tío al que sus compañeros del instituto Burk County llamarían bola de grasa. Bobby profiere una risilla nerviosa, aguda, que hace que le tiemble la barriga, mientras mira cómo Brian Blake vomita. Es una risa insípida y vacía, como un tic, que Bobby parece no saber dominar. Empezó a reírse así hace tres días, cuando uno de los primeros muertos vivientes apareció en una estación de servicio cerca del aeropuerto de Augusta. Era mecánico. Salió de su escondite con el mono empapado de sangre y un trozo de papel higiénico enganchado en el talón; habría convertido al gordo de Bobby en su almuerzo de no haber sido porque Philip intervino y molió a palos al bicho con una ganzúa. El descubrimiento del día fue que un fuerte golpe en la cabeza los tumba de forma limpia. Aquello provocó más risillas nerviosas por parte de Bobby — obviamente un mecanismo de defensa— y bastante parloteo histérico en torno a si se debía « al agua, tío, como pasó con la puta Peste Negra» . Pero Philip no quería saber en aquel momento por qué les había tocado aquella tormenta de mierda, y seguro que ahora tampoco. —¡Eh! —interpela Philip a la mole—. ¿Te sigue pareciendo gracioso todo esto? La risilla de Bobby se apaga. Al otro lado de la habitación, junto a una ventana que da al oscuro patio trasero —ahora mismo envuelto por la noche—, una cuarta figura los observa incómoda. Es Nick Parsons, otro amigo de la infancia de Philip, de treinta y pico años, menudo, delgado, con pinta de estudiante de colegio privado y corte de pelo al cero, estilo deportista. Nick es el religioso del grupo y al que más le ha costado hacerse a la idea de que tenía que destruir cosas que antes eran humanas. Tiene los pantalones militares y las deportivas salpicados de sangre, y una mirada traumatizada que sigue a Philip mientras se acerca a Bobby. —Lo siento, tío —masculla Bobby. —Mi hija está ahí —dice Philip con la cara casi pegada a la de Marsh. La inestable mezcla química de rabia, miedo y dolor puede entrar en combustión en cualquier momento en el interior de Philip Blake. Bobby mira al suelo cubierto de sangre. —Lo siento, lo siento. —Trae las lonas, Bobby. A dos metros de él, Brian Blake, aún a cuatro patas, acaba de expulsar el contenido de su estómago y sigue jadeando. Philip se acerca a su hermano may or y se arrodilla a su lado.

—Échalo todo. —Estoy… aj… —replica Brian con voz ronca mientras se sorbe la nariz y trata de construir un pensamiento completo. Philip le pone la mano, enorme, mugrienta y callosa, en el hombro. —Tranquilo, hermano. Tú échalo. —Lo… lo siento. —No importa. Brian consigue dominarse y se limpia la boca con el dorso de la mano. —¿Habéis acabado con todos? —Sí. —¿Seguro? —Sí. —¿Has mirado… en todas partes? En el sótano y por ahí. —Sí, señor, en todas partes: incluso en los dormitorios y en el ático. El último salió al oír tu puta tos, haces tanto ruido como para despertar a los muertos. Era una adolescente. Quería una de las papadas de Bobby para almorzar. Brian traga con dificultad y dolor. —Esa gente… vivía aquí.

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