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El Fraude de la Sábana Santa y las Reliquias de Cristo – Juan Eslava Galán

Un artista anónimo del siglo XIV descubrió los principios de la fotografía y falsificó el sudario de Cristo. Hoy, aquella reliquia ha dado origen a una seudociencia, la sindonología, sustentada por poderosas asociaciones y sectas de todo el mundo. El objeto de la sindonología es probar con argumentos científicos que Cristo fue Dios. Para ello, científicos poco escrupulosos, e incluso claramente mendaces, no han vacilado en emplear las técnicas más avanzadas de la era espacial en apoyo de un gigantesco fraude y de un gran negocio encubierto bajo el pretexto de la religión. Este libro, en el que la ironía y el humor se aúnan con el rigor histórico, denuncia no sólo los manejos de los sindonólogos sino el resto de fraudes perpetrados con supuestas y pintorescas reliquias de Cristo a lo largo de la Historia: los abundantes Santos Prepucios, los Santos Pañales, las innumerables astillas de la Cruz, el guardarropa de la Virgen, los Santos Rostros y Verónicas, las Santas Espinas, los Santos griales, los Santos lugares… y todo el inmenso arsenal de mentiras fraguado para estafar a los crédulos devotos.


 

Sucedió en Venecia, como a las once de la mañana del domingo 8 de octubre de 1981. El que esto escribe se encontraba saboreando un cappuccino en la terraza de la cafetería Florian, en la Arcada Nueva, cuando la quietud del apacible lugar se vio turbada por un aullar de sirenas y un chirriar de neumáticos procedente de la calle contigua. Era la policía, que nunca está donde se la necesita. Dos individuos habían irrumpido en la iglesia de San Jeremías y secuestrado, a punta de pistola, el cuerpo momificado de santa Lucía después de forzar la urna de cristal que lo protege. Se sospechaba de una organización poderosa, algunos apuntaban a la mafia siciliana. La santa, además del martirio que soportó en vida, cuando fue mal degollada por orden del tirano de Siracusa, había sufrido, ya muerta, dos secuestros: en 1039 la robaron los bizantinos; en 1204, los venecianos. A ello hay que sumar las mutilaciones para obtener reliquias. Los sicilianos, aunque reclamaban a santa Lucía como suya, sólo poseían uno de sus dedos, un meñique que arrancó, de un mordisco, un resuelto peregrino siracusano en un besamanos de la santa. El secuestro de la momia de santa Lucía (por cierto, recuperada a los pocos días, después de satisfecho el rescate correspondiente) nos llevó a interesarnos por el complejo mundo de las reliquias. En sus comienzos judaicos, el cristianismo fue muy enemigo de las reliquias. La religión judía abominaba de cuanto hubiera estado en contacto con un cadáver; recordemos la Biblia: « Quien toque a un cadáver será impuro durante siete días» (Núm. 19, 11). Como se sabe, o se va sabiendo, los cristianos no dejaron de ser judíos hasta, por lo menos, un siglo después de la muerte de Jesús, y aun así, durante mucho tiempo, continuaron observando las doctrinas higiénicas judaicas en lo que se refiere a la impureza de los difuntos. Ello determinó que no comenzaran a venerar reliquias hasta el siglo III, cuando tomaron su propio camino, más próximo a las religiones de los gentiles, especialmente de los griegos y romanos, entre los cuales sí era costumbre adorar reliquias y objetos sagrados. Se suponía que las ilustres carroñas y sus pertenencias estaban impregnadas de gracia divina e irradiaban energía benéfica sobre las personas que se acercaban a ellas, el poder sobrenatural que los griegos llaman chárís. Las primeras autoridades del cristianismo, los santos padres, aprobaron y estimularon el culto a los sagrados despojos como medio de afianzar la religión. Naturalmente, como insistían en proclamarse herederos de la Biblia, escudriñaron el libro santo hasta dar con una justificación para su cambio de actitud, aunque fuera traída por los pelos. El pasaje bíblico que dice « Enterraron los restos de José que los hijos de Israel habían traído de Egipto» les vino como anillo al dedo en la probanza de que los israelitas llevaron consigo reliquias en su peregrinación por el desierto. Además, ¿no se habían separado las aguas del Jordán por virtud del manto de Eliseo?, ¿no se obró una resurrección por virtud del profeta?, ¿no se curó la hemorroísa con sólo tocar el manto de Jesús? (Mt. 9, 20).


Desde el siglo IV, los cristianos dieron en venerar reliquias de los santos y más especialmente las de Cristo, que se iban incorporando rápidamente al ávido mercado. El problema radicaba en que nadie había conservado reliquias de Jesús ni de ningún apóstol o santo anterior al siglo III, pero ello no impidió fabricarlas o « descubrirlas» (inventio) para atender a la creciente demanda. Así, una de las primeras peregrinas a los Santos Lugares, la monja Egeria, pudo fortalecer su fe con la contemplación de la piedra sobre la que Moisés rompió las primeras Tablas de la Ley; la zarza ardiente donde Dios se manifestó, que estaba todavía viva y echaba brotes; el horno donde los impíos israelitas fundieron el becerro de oro; y hasta la columna del palacio de Caifás donde azotaron a Jesús, que, por cierto, conservaba las marcas de las manos, de la barbilla y de la nariz del Salvador. A finales del siglo IV ya se había producido la invención de las principales reliquias de Cristo. A este núcleo inicial formado por la Verdadera Cruz y, algo después, por los clavos y la columna de la flagelación, se incorporaron, en el siglo V, la corona de espinas, y en el VI, la lanza y la vara que le sirvió de cetro. En el siglo VII, san Juan Damasceno enumeraba las reliquias de Cristo conocidas en sus días: El monte Sinaí y Na.za.rel, el pesebre de Belén y la cueva, el Golgota Santo, el leño de la cruz, los clavos, la esponja, la caña, la lanza sagrada portadora de salvación, el vestido, la túnica, los lienzos sepulcrales (toüs sindonas), las vendas (ta spárgana), el Santo Sepulcro, fuente de nuestra resurrección, la piedra del sepulcro, el monte santo de Sión y el de los Olivos, la probática piscina, el dichoso recinto de Getsemaní. (Solé, p. 71). En el siglo VI no existía iglesia por humilde que fuera que no contara con sus propias reliquias. Inevitablemente, muchas de estas eran repetidas y procedían de traficantes que las suministraban a donde era menester. El mundo estaba lejos de convertirse en la aldea global que es ahora y no importaba demasiado que hubiese muelas de santa Apolonia en doscientos y pico santuarios e iglesias, o que hubiese dos cabezas de san Juan, treinta clavos de Cristo y dos docenas de santos prepucios. No obstante se hizo necesario establecer una jerarquía de reliquias. Las verdaderamente importantes, cuerpos enteros, cabezas, eran reliquiae insignes; las más menudas reliquiae non insignes, entre las cuales las había notabiles (una mano, un pie) y exiguae (un diente, un cabello). Sobre ello hubo sus más y sus menos. El santo obispo Victricio de Ruan declaró que la virtud no es proporcional al fragmento de la reliquia: « Los santos no sufren merma alguna porque se dividan sus reliquias. En cada trozo se oculta la misma fuerza que en el total» , lo que alivió a muchas conciencias estrechas. Muy pronto, a los restos de cadáveres se unieron objetos que hubieran estado en contacto con el difunto, ropas o instrumentos de su martirio. En especial proliferaron reliquias de la Virgen y de Jesús hasta abarcar todo lugar u objeto mencionado en los Evangelios. Al propio tiempo, la avidez por las reliquias hacía que en cuanto fallecía un monje o religioso con fama de santidad diversas ciudades se disputaran la posesión de su cadáver y a veces se lo robaran unas a otras. También, inevitablemente, comenzaron a inventarse santos para otorgar marchamo verdadero a muchas falsas reliquias. El que comenzó esta práctica fue san Ambrosio, verdadero zahorí de reliquias, gracias a un sexto sentido definido como cierto sentimiento ardiente que lo llevaba a detectar la presencia de cuerpos santos. Él fue el que en 386 descubrió los sepulcros de los santos Gervasio y Protasio en Milán. Finalmente, a la falsificación de originales se sumó la fabricación de réplicas.

La copia de una reliquia se impregnaba de la virtud de la original por contacto simple. Era lo que se llamaba branden o palliola. Por este procedimiento, los papas multiplicaron algunas importantes reliquias para corresponder con regalos baratos pero estimadísimos a los fieles súbditos que sufragaban sus empresas. El fetichismo mágico de las reliquias, alentado por la jerarquía eclesiástica, que obtenía de él buenos dividendos tanto espirituales como dinerarios, fue en aumento hasta transformarse en obsesión. Hasta tal punto que a veces la codicia de una reliquia justificó extorsiones, asesinatos y hasta guerras. Las Cruzadas descargaron sobre Occidente un aluvión de reliquias, la inmensa may oría de ellas falsas, especialmente las pertenecientes a los tres primeros siglos del cristianismo. La inflación alcanzó sus máximas cotas en los siglos XIV y XV, cuando la industria de fabricación de reliquias daba trabajo a algunos reputados talleres del mundo mediterráneo oriental. Circunstancia sorprendente y casi rayana en el milagro: el mercado nunca se saturó, sino todo lo contrario, la demanda se mantenía por encima de la oferta. Por espacio de varios siglos, potentados, santuarios e iglesias rivalizaron en la posesión de reliquias. En 1509, el príncipe elector Federico el Sabio legó a la iglesia palatina de Witemberg su colección de cinco mil cinco reliquias (muchas de ellas adquiridas por él personalmente en Tierra Santa). Entre las más importantes figuraban cinco gotas de la leche de la Virgen, cuatro cabellos y tres retalitos de su camisa. Las reliquias más peregrinas hicieron su aparición en cantidades sorprendentes. En el obispado de Maguncia, dentro de artísticos relicarios, se veneraban plumas y huevos del Espíritu Santo. En otros santuarios había estiércol del estercolero del santo Job, un producto que, según la autorizada opinión de san Juan Crisóstomo, « aumenta la sabiduría y fortalece la paciencia» . La fiebre de las reliquias no sólo afectaba a las instituciones. Muchas personas devotas llevaban consigo, pendientes del cuello o prendidos de la ropa, diminutos relicarios portátiles o filacterias (que no debemos confundir con los amuletos llevados por los paganos con idéntica finalidad protectora, del mismo modo que tampoco confundimos el apostolado de la Iglesia con el proselitismo de las otras religiones o sectas). En la Reforma, muchas voces críticas se alzaron contra las reliquias. El prepucio de Nuestro Señor, yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Anversia. […] Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y el uno echó santa Helena, madre del emperador Constantino, en el Adriático para calmar una tempestad, y el otro hizo fundir en almete para su hijo, y del otro hizo un freno para su caballo, y agora hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en París y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della en la Cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño, pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. […] Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen […] sería para haceros morir de risa. (Bataillon, p. 378). Estas y otras cosas escribía el erasmista español Alfonso de Valdés hacia 1529 queriendo demostrar que el saqueo de Roma por Carlos V fue un castigo divino al papado por los excesos en que había incurrido, entre los cuales no era el menor el de alentar el culto a las reliquias y fomentar la superstición.

Valdés, ingenuo o adulador, creyó que después del terrible escarmiento, el cristianismo se renovaría y vio al emperador Carlos como un restaurador de las esencias de la Iglesia primitiva a gloria de Dios y bien de la Cristiandad. No fue así, que la Iglesia de la Contrarreforma siguió anclada en sus abusos, y el Concilio de Trento, lejos de limitar el culto a las reliquias, lo estimuló al declarar que no se requiere la absoluta certeza de la autenticidad de una reliquia para adorarla (De Veneratione Sanctorum, sesión 25). Naturalmente, la pasión por las reliquias arreció. Solamente en la colección particular de Sancho Dávila, obispo de Jaén, encontramos no menos de trescientas de ellas, entre las cuales sólo citaremos las de Cristo que encabezan la lista: De su Cruz preciosíssima algunos pedaços. Otro del venerable título de la misma Santa Cruz. Tres espinas enteras de su Corona. Del sudario que pusieron sobre su cabeça sacratíssima en el Sepulcro. Tierra del mismo sepulcro y de la piedra con que se cerró la puerta. De vna mimbre de los acotes con que fue acotado. Otro pedaço de la coluna en que fue atado. De la púrpura que le vistieron en casa del Rey Herodes. De la esponja en que le dieron hiél y vinagre estando en la Cruz. De la caña que lleuaua en la mano guando le mostraron al pueblo, diziendo: Ecce homo. Tierra con sangre de su Diurna magostad, hallada en San Juán de Letrán en el Pontificado de Clemente VIII. Tierra del huerto de Gethsemaní en que sudó sangre orando. De vna vestidura que truxo en la niñez el Señor. Del pesebre en que le reclinó su madre santíssima recién nacido. De vna piedra donde puso los pies quando subió a los cielos dexándola señalada con ellos. De la Mesa en que cenó Iesu Christo N. S. quando instituyó el santíssimo Sacramento. De los manteles y pan que en ella se puso. Vna esmeralda del Cáliz que simio en esta sagrada cena. (Sancho Dávila, p. 4).

No es extraño que algunas de estas reliquias se repitan en la colección de la catedral de Mallorca. Probablemente los fabricantes y distribuidores eran los mismos. Veamos: Porción del pesebre de Belén donde la Virgen reclinó a Jesús. Tierra de Nazaret en donde Cristo pasó su vida oculta. Piedra del lugar donde Cristo fue bautizado. Parte de la túnica de Cristo, tocada la cual fue curada la hemorroísa. Parte de la columna a la que ataron a Jesús para azotarlo. Tres de las espinas con que fue atravesada la cabeza de Cristo. Porción de la vestidura blanca que Herodes mandó poner a Cristo. Porción de púrpura con la que fue cubierto Cristo después de ser azotado y coronado de espinas. Porción de la esponja que, empapada de hiél y vinagre, aplicaron a los labios de Cristo. Fragmentos de la Vera Cruz. Porciones de piedra del monte Calvario donde Cristo fue crucificado. Porción de la lanza de Longino. Porción de la piedra donde Cristo fue colocado al descenderlo de la Cruz. Porción del sepulcro donde Cristo fue depositado. (Sánchez, p. 40). La colección de Mallorca, como la de Sancho Dávila, abarca varios cientos de reliquias, muchas de ellas de santos y santas tan interesantes como santa Afrodita y santa Acracia, mártires, y san Venéreo. Ningún concilio se ha atrevido a desatar lo que Trento ató. Incluso el posmoderno Vaticano II ha sancionado que « de acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas» . Aunque en algún caso la reliquia no fuera verdadera, los fieles no y erran formalmente en su culto, porque siempre lo hacen con la tácita condición de venerarla « si es verdadera» (Sala, p. 20).

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1 comentario

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  1. El Catolisismo explicado a las ovejas, me parecio muy interesante.

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