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El Fantasma de Canterville – Oscar Wilde

Es una parodia de los relatos de terror en la que un embajador estadounidense, Hiram B. Otis, se traslada con su familia a un castillo encantado en Inglaterra. Lord Canterville, dueño anterior del castillo, le advierte que el fantasma de Sir Simon de Canterville pulula por el castillo desde que este asesinó a su esposa Lady Eleonore de Canterville. Pero el Sr. Otis, estadounidense moderno y práctico, desoye sus advertencias. Así, la familia estadounidense de míster Hiram B. habita en la mansión, burlándose constantemente del fantasma debido a su indiferencia ante los sucesos paranormales.


 

Cuando míster Hiram B. Otis, ministro de los Estados Unidos de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran locura, porque la finca estaba embrujada. Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se crey ó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones. —Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King’s College de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca. —Milord —respondió el ministro—, también me quedaré con los muebles y el fantasma bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y turbulentos, que recorren el Viejo Continente escandalizándolo, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa, vendrán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno. —El fantasma existe; me lo temo —dijo lord Canterville, sonriendo—, aunque quizá se resista a las ofertas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia. —¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa. —Realmente —dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación de míster Otis—, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente que yo le previne. Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase. La señora Otis, que con el nombre de miss Lucrecía R.


Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil magnífico. Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cay ó nunca en ese error. Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad. A decir verdad, era completamente inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia, dirigiendo al grupo alemán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato. Miss Virgina E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con mirada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan grande en el joven duque de Cheshire, que le propuso matrimonio allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella misma noche a Eton, bañado en lágrimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y Rayas [1] porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia. Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullándose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Ligeras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, levantando su rabo blanco. Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas de lluvia. En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto. Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echaron pie a tierra y dijo, con la singular cortesía de los buenos tiempos antiguos: —Les doy la bienvenida a Canterville Chase. La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por madera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba preparado el té. Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pusieron a curiosear en torno suy o, mientras la señora Umney iba de un lado para otro. De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney: —Creo que han vertido algo en ese sitio. —Sí, señora —contestó la señora Umney en voz baja—.

En ese lugar se ha vertido sangre. —¡Qué horror! —exclamó la señora Otis—. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente. La vieja sonrió y con voz misteriosa repuso: —Es sangre de lady Eleonore de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1565. Sir Simon la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse. —Todo eso son tonterías —exclamó Washington Otis—. El producto quitamanchas, el limpiador incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante. Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese intervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro. —Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría —exclamó en tono triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración. Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relámpago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmay ó. —¡Qué clima más atroz! —dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero—. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar. —Querido Hiram —replicó la señora Otis—, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya? —Descontaremos eso de su salario. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contratiempo iba a ocurrir en la casa. —Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas… que pondrían los pelos de punta a un cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de las cosas terribles que pasaban aquí. A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas. La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.

Capítulo II La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario. Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado. —No creo —dijo Washington—, que tenga la culpa el limpiador Paragon; lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fantasma. En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco, pero al otro día, por la mañana, había reaparecido. A la tercera mañana volvió a estar allí, y, sin embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave la señora Otis. Desde entonces la familia empezó a interesarse por aquello. Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas. La señora Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a Myers y Podmore [2] basado en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas. La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recay ó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de espera y de receptibilidad que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Fanny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno y el hominy [3] aun en las mejores casas inglesas, la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir Simon de Canterville. A las once la familia se retiró, y a las once y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió una luz y miró la hora. Era la una en punto. Míster Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. Míster Otis se puso las zapatillas, cogió una aceitera alargada de su tocador y abrió la puerta, y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos.

Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos. —Mi distinguido señor —dijo míster Otis—, permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas. Le he traído para ello el engrasador Tammany Sol Naciente. Dicen que es eficacísimo, y que basta una sola aplicación. En la etiqueta hay varios certificados de nuestros adivinos más ilustres que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las velas, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea. Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó la aceitera sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama. El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que perder, así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa, de nuevo, recobró su tranquilidad. Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años, fue injuriado tan groseramente. Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, cuando estaba mirándose en el espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas solo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces tuvo que estar bajo el cuidado de sir William Gull convertido en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse al amanecer y descubrir un esqueleto sentado en un sillón, al lado de la lumbre, entretenido en leer su diario, tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la Iglesia y rompió sus relaciones con el señalado escéptico Voltaire. Recordó también la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado ahogándose en su vestidor, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar antes de morir que por medio de aquella carta había timado la suma de cincuenta mil libras a Jaime Fox, en casa de Grookford. Y juró que aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes hazañas le volvían a la memoria. Vio desfilar al may ordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales; y a la bella lady Steelfield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como con un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de « Rubén el Rojo, o el niño estrangulado» , su debut como « Gibeón el Flaco, o el vampiro del páramo de Bexley» y el furor que causó una noche solitaria de junio jugando a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de tenis. ¡Y después de todo para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador marca Sol Naciente y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable.

Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de manera semejante. Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación. Capítulo III Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el desayuno, la conversación sobre el fantasma fue extensa. El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al ver que su ofrecimiento no había sido aceptado. —No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma —dijo—, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era correcto tirarle una almohada a la cabeza… Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos. —Pero, por otro lado —prosiguió míster Otis—, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca Sol Naciente, nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas. Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el piso de la biblioteca. Era realmente muy extraño, y a que la señora Otis cerraba la puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas. Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron también frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como es natural, estos cambios caleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda. La segunda aparición del fantasma fue un domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el hall. Bajaron, apresuradamente y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas, mientras, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus cerbatanas, le lanzaron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que solo se adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un profesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver y, conforme a la etiqueta californiana, le intimaba a levantar los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a todos en la mayor oscuridad. Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas. Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves, francesas, dejaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consiguiente, lanzó su carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extinguirse, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, la señora Otis.

—Me temo —dijo la dama— que esté usted indispuesto y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, podrá comprobar que este es un remedio excelente. El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se crey ó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable [4] Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vacilar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance. Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener y a fuerzas para llevar una armadura. Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, si no ya, por motivos razonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow [5] , cuy as poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con frecuencia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres. Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado calurosamente por la Reina Virgen en persona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del y elmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha. Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre. No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado en las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquel era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada. Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el detergente Paragon de Pinkerton. Después de reducir al temerario y despreocupado joven a una condición de terror abyecto, entraría en la habitación que ocupaban el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la señora Otis y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos terribles del osario. En cuanto a la pequeña Virginia aún no tenía decidido nada.

No le había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis. A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pechos, con objeto de producirles la sensación de la pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se quedasen paralizados de terror. Enseguida, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo, moviendo el globo de un solo ojo en su órbita, como el personaje de « Daniel el mudo, o el esqueleto del suicida» , papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en este, como en su otro papel de « Martín el demente, o el misterio enmascarado» . A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse. Durante algunos instantes le inquietaron las estrepitosas carcajadas de los gemelos, que se divertían indudablemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama. Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino. La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo graznaba en el hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la famila Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta. Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada. Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que hacía que hasta las tinieblas le maldijesen a su paso. Hubo un momento en que le pareció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan solo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha, mascullando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de vez en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington. Allí hizo una breve parada. El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento. Con una risa maligna dio la vuelta al ángulo del corredor. Pero apenas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas manos huesudas.

Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata; la boca semejaba un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simon, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente.

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