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El exilio y el reino – Albert Camus

Hacía un rato que una mosca flaca revoloteaba en el interior del ómnibus que sin embargo tenía los vidrios levantados. Insólita, iba de aquí para allá sin ruido, con vuelo extenuado. Janine la perdió de vista, luego la vio posarse sobre la mano inmóvil de su marido. Hacía frío. La mosca se estremecía a cada ráfaga de viento arenoso que rechinaba contra los vidrios. A la débil luz de la mañana de invierno, con gran estrépito de hierros y ejes, el coche rodaba, cabeceaba, apenas avanzaba. Janine miró al marido. Mechones de pelo grisáceo en una frente estrecha, la nariz ancha, la boca irregular, Marcel tenía el aspecto de un fauno mohino. A cada desnivel del camino Janine sentía que se echaba contra ella. Luego Marcel dejaba caer el pesado vientre entre las piernas separadas, con la mirada fija, de nuevo inerte y ausente. Sólo sus grandes manos sin vello, que parecían aun más cortas a causa de la franela gris que le sobrepasaba las mangas de la camisa y le cubría las muñecas, tenían el aire de estar en acción. Apretaban tan fuertemente una valijita de tela que él llevaba entre las rodillas que no parecían sentir el ir y venir vacilante de la mosca. De pronto se oyó distintamente el alarido del viento y la bruma mineral que rodeaba el coche se hizo aun más espesa. Como si manos invisibles la arrojaran, la arena granizaba ahora a puñados sobre los vidrios. La mosca sacudió un ala friolenta, encogió las patas y se echó a volar. El ómnibus acortó la marcha y estuvo a punto de detenerse. Después el viento pareció calmarse, la niebla se aclaró un poco y el coche volvió a tomar velocidad. En el paisaje ahogado en el polvo, se abrían agujeros de luz. Dos o tres palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas en metal, surgieron a través de la ventanilla para desaparecer un instante después. —¡Qué país! —dijo Marcel. El ómnibus estaba lleno de árabes que simulaban dormir, envueltos en sus albornoces. Algunos habían recogido los pies sobre el asiento y oscilaban más que los otros con el movimiento del coche. Su silencio, su impasibilidad, terminaron por fastidiar a Janine; tenía la impresión de que hacía días que viajaba con aquellos mudos acompañantes. Sin embargo, el coche había salido al amanecer de la estación terminal del ferrocarril y desde hacía dos horas avanzaba en la fría mañana por una meseta pedregosa, desolada, que por lo menos al partir extendía sus líneas rectas hasta horizontes rojizos. Pero se había levantado un viento que, poco a poco, se había tragado la inmensa extensión.


A partir de entonces los pasajeros ya no habían visto nada; uno tras otro se habían callado y habían navegado silenciosos en medio de una especie de noche en vela, enjugándose de vez en cuando los labios y los ojos irritados por la arena que se infiltraba en el coche. —¡Janine! El llamamiento de su marido la sobresaltó. Y una vez más pensó qué ridículo era ese nombre para una mujer corpulenta y robusta como ella. Marcel quería saber dónde estaba la valija de las muestras. Con el pie Janine exploró el espacio vacío de debajo del asiento y topó con un objeto que, según ella decidió, era la valija. En verdad, no podía agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo, en el colegio era la primera en gimnasia; la respiración nunca le fallaba. ¿Tanto tiempo había pasado desde entonces? Veinticinco años. Veinticinco años no eran nada, puesto que le parecía que era ayer cuando vacilaba entre la vida libre y el matrimonio, ayer aun cuando pensaba con angustia en los días en que acaso envejecería sola. Pero no estaba sola, aquel estudiante de derecho que nunca quería separarse de ella se encontraba ahora a su lado. Había terminado por aceptarlo, aunque era un poquito bajo y a ella no le gustaba mucho aquella risa ávida y breve. ni los ojos negros, demasiado salientes. Pero le gustaba su valentía frente a la vida, condición que compartía con los franceses de este país. También le gustaba su aire desconcertado cuando los hechos o los hombres defraudaban su expectación. Sobre todo le gustaba sentirse amada y él la había colmado de asiduidades. Al hacerle sentir con tanta frecuencia que para él ella existía, la hacía existir realmente. No, no estaba sola… El ómnibus, haciendo sonar estridentemente la bocina, se abría paso a través de obstáculos invisibles. Sin embargo, en el interior del coche nadie se movía. Janine sintió de pronto que la miraban y volvió la cabeza hacia el asiento que prolongaba el suyo del otro lado del corredor. Aquél no era un árabe y Janine se asombró de no haber reparado en él al salir. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del Sahara Y un quepis de lienzo sobre la cara curtida de chacal, larga y puntiaguda. La examinaba fijamente, con sus ojos claros y con una especie de insolencia. Janine enrojeció súbitamente y se volvió hacia el marido, que continuaba mirando hacia adelante la bruma y el viento. Se arrebujó en el abrigo, pero continuaba viendo aún al soldado francés, alto y delgado, tan delgado, con su chaquetilla ajustada, que parecía hecho de una sustancia seca y friable, una mezcla de arena y huesos. En ese momento vio las manos flacas y la cara quemada de los árabes que estaban delante de ella y advirtió que, a pesar de sus amplias vestimentas, parecían holgados en los asientos donde su marido y ella apenas cabían.

Ajustó contra sí los pliegues de] abrigo. Con todo, no era tan gruesa, sino más bien alta y opulenta, carnal y todavía deseable —bien lo advertía por la mirada de los hombres—, con su rostro un tanto infantil y los ojos frescos y claros que contrastaban con aquel cuerpo robusto que era —bien lo sabía ella— tibio y sedante. No, nada ocurría como lo había imaginado. Cuando Marcel habla querido llevarla consigo para ese viaje, ella había protestado. Marcel lo proyectaba desde hacía mucho tiempo, exactamente desde el fin de la guerra, en el momento en que los negocios volvieron a normalizarse. Antes de la guerra, el pequeño comercio de tejidos que había heredado de los padres, cuando renunció a sus estudios de derecho, les permitía vivir con bastante holgura. En la costa los años do juventud pueden ser felices. Pero a él no le gustaban mucho los esfuerzos físicos, de manera que muy pronto había dejado de llevarla a las playas. El pequeño automóvil ya no salía de la ciudad sino para el paseo de los domingos. Marcel prefería pasar el resto del tiempo en su tienda de telas mnlticolores, a la sombra de las arcadas de ese barrio a medias indígena, a medias europeo. Vivían en tres habitaciones sobre la tienda, adornadas con colgaduras árabes y muebles berberiscos. No habían tenido hijos. Los años habían pasado en la penumbra que ellos conservaban con las celosías semicorridas. El verano, las playas, los paseos y hasta el cielo estaban lejos. Nada parecía interesar a Marcel salvo sus negocios. Janine había creído descubrir su verdadera pasión, el dinero; y a ella no le gustaba eso, sin saber demasiado por qué. Después de todo, aprovechaba ese dinero. Él no era avaro; por el contrario, generoso, sobre todo con ella. «Si me ocurriera algo», decía, «estarías a salvo». Y en efecto, hay que ponerse a salvo de la necesidad. Pero de lo demás, de lo que no es 1a necesidad más elemental, ¿cómo ponerse a salvo? Y era eso lo que, de tarde en tarde, Janine sentía confusamente. Mientras tanto, ayudaba a Marcel a llevar sus libros comerciales y a veces hasta lo reemplazaba en la tienda. Lo más duro era el verano, cuando el calor mataba hasta la dulce sensación del tedio.

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