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El Enigma del Faraón – Sir Steve Stevenson

Agatha Mistery, aspirante a detective con un olfato extraordinario, rueda por el mundo con el chapucero de su primo Larry, su fiel mayordomo y el gato Watson para resolver los misterios más intrincados. EL ENIGMA DEL FARAÓN: Egipto, Valle de los Reyes. Un grupo de arqueólogos está a punto de sacar a la luz la tumba de un misterioso faraón. Podría resultar un descubrimiento revolucionario… Lástima que hayan robado la preciosa tablilla que contiene las indicaciones para llegar a la tumba. ¡Éste es un caso que sólo los aspirantes a detectives Agatha y Larry Mistery pueden resolver!


 

En lo más alto del Baker Palace, en el piso quince, había una gran terraza repleta de paneles solares. En el centro se alzaba un ático cuadrado y macizo como un búnker. Tras las ventanas de vidrios opacos se entreveía una única habitación en la que reinaba un desorden atroz: cables, monitores, antenas y aparatos electrónicos de última generación compartían el espacio con bolsas de basura, cajas de pizzas y ropa tirada de cualquier manera por todas partes. El único habitante del ático era un chico de catorce años, larguirucho y de pelo negro, que roncaba despatarrado sobre un sofá. Por la noche, había dejado conectados sus siete ordenadores para descargar datos provenientes de medio mundo y, en la penumbra, las luces intermitentes de los LED brincaban sobre su cara. Fuera del apartamento, Londres permanecía envuelto en una neblina lechosa. Aquel año, el verano abrasaba a los turistas con una tórrida opresión, y el Támesis parecía una cinta de alquitrán reluciente. No muy lejos del Baker Palace, el Big Ben daba las seis de la mañana. Larry Mistery no oyó los repiques de la campana y siguió durmiendo como un tronco. Él no era un joven madrugador. Prefería no hacer nada durante todo el día y empezar a estudiar cuando caía la noche, a ser posible con la minicadena sonando a toda pastilla. Sus notas escolares no dejaban lugar a la duda: Larry obtenía buenos resultados en informática y era un desastre en todo lo demás. —En vez de asistir a esa escuela tan extravagante, podrías estudiar qué sé yo, ingeniería —protestaba su madre—. ¡En la familia Mistery faltan Ingenieros! Larry, encogiéndose de hombros, le contestaba: —Te olvidas del abuelo Angus, mamá. Trabaja en el CERN de Ginebra, estudia las micropartículas subatómicas, es genial. Y la conversación acababa con su madre diciendo entre suspiros: —Es un científico, no un ingeniero normal. ¡Todos los Mistery tenéis el vicio de dedicaros a las ocupaciones más estrafalarias! Tras su divorcio, la madre de Larry hablaba de los Mistery como de una familia de chiflados; empezando por su exmarido, Samuel Mistery, campeón de curling, una disciplina olímpica practicada por muy pocos deportistas, y siguiendo con los demás parientes: ¡una interminable lista de extravagantes! 6.15: segundo intento. En un monitor se encendió el mensaje ALARMA ROJA, acompañado de las sirenas de Star Trek y de una voz metálica que repetía incesantemente: « ¡A los botes salvavidas!» . Esta vez, la cara del chico fue el blanco de unos láseres estroboscópicos, como si la habitación se hubiese convertido en el puente de una astronave. Pero todo fue en vano: Larry dio media vuelta y hundió la cabeza en la almohada.


Pocos segundos después volvía a roncar profundamente. 6.30: último intento. Primero sonó el despertador del teléfono, varias veces, y las persianas subieron zumbando, mientras la minicadena disparaba a todo volumen el éxito del momento. Después, el vecino golpeó la puerta gritando: —¡Que esto no es una discoteca, gandul! Pero nada. Finalmente, a las 6.36, en medio de aquel infernal guirigay, se oyó un insignificante BLIP. Salía de un artefacto de titanio parecido a un móvil colgado de la pared por un fino cordel, justo sobre el sofá. El débil BLIP sonó en los oídos de Larry como un cañonazo. Sin levantarse, el chico alargó la mano y cogió el artefacto. Con un rápido movimiento, se lo puso ante los ojos medio cerrados. Apretó un par de botones y en la pantalla apareció un inquietante mensaje. Larry lo ley ó de un tirón, y sus ojos se abrieron como platos. —¿Hoy ? —gritó—. ¡Imposible! Se levantó de un salto y miró a su alrededor. Un desastre. Recogió varios mandos y apagó alarmas, timbres y altavoces. —No hay tiempo para ordenarlo todo. Tengo que…, tengo que…, ¿qué tengo que hacer? —exclamó. Se sentó en el brazo de una silla y pulsó velozmente los teclados de los siete ordenadores, que volvieron a la vida con blancos destellos. —¡Ah, oh! ¡Le enviaré un correo! —dijo en voz alta—. Pero ¿lo leerá a tiempo Agatha? Consultó otra vez el mensaje que había aparecido en el artefacto e hizo una mueca de dolor. —¡No, no puedo! ¡Si tienen mi correo bajo control, será el fin! ¿Adónde había ido a parar el móvil? Lo encontró entre unas cajas de hamburguesas vacías y recorrió febrilmente la agenda. —Adams… Adrián… ¡Oh, Agatha, es ella! Estaba a punto de marcar el número. De repente se detuvo.

¿Y si habían colocado un micrófono en el móvil? ¡Siempre eran los mejores en estas cosas! —No te pongas nervioso, Larry —susurró para sí mismo—. Piensa, reflexiona, medita: ¿cómo puedo avisar a Agatha sin que ellos se enteren? Estuvo un minuto jugueteando con el cabello, y se decidió. Salió a la terraza, abrió la portezuela de la pajarera y cogió a su paloma de confianza. —¡Ha llegado el momento de que te pongas en marcha! ¡Los primos Mistery te necesitan! Recorriendo a vuelo de pájaro la periferia londinense, el pálido color gris de los edificios se interrumpe con una inesperada mancha verde: más de una hectárea de floridos prados, plácidas fuentes, estanques con nenúfares, huertos botánicos y tranquilos senderos arbolados. En el parque se alza una vieja mansión Victoriana de tejado azul, la Mistery House, la residencia de Agatha Mistery, de doce años, y sus padres. Agatha paseaba en zapatillas y bata, esquivando los chorros giratorios del sistema de riego. El olor a hierba recién segada le producía agradables cosquillas en la nariz. Una nariz pequeña y respingona, herencia de la familia Mistery. La muchacha llevaba en la mano una taza de té humeante que saboreaba a pequeños sorbos. Era de calidad Shui Xian, de color calabaza claro, con un regusto afrutado. En una palabra: excelente. Avanzó a paso ligero por el camino y llegó a una glorieta; allí se sentó en un balancín de color lila y dejó la taza al lado de una pila de cartas. Eran publicidad, recibos pendientes de pago y las típicas y melindrosas postales de vacaciones de sus amigas. Agatha ni siquiera se tomó la molestia de leerlas. De reojo, vio un paquete a los pies de la mesa. Estaba cubierto de sellos, matasellos y timbres postales. ¿Qué contendría? —¿Mister Kent? —gritó Agatha. El mayordomo de Mistery House asomó la cabeza por detrás de un macizo de hortensias, armado con unas gigantescas tijeras de jardín. Estaba cortando las ramas rebeldes, vestido con un esmoquin negro que parecía más adecuado para una noche de gala. —Buenos días, miss Agatha. —Mister Kent agitó las tijeras e insinuó una sonrisa sin mover su mandíbula de granito. Era la máxima expresividad que se podía esperar de un exboxeador profesional como él. —¿Y esto? —le preguntó Agatha alzando el misterioso paquete—. ¿De dónde ha salido? —De los Andes, miss Agatha. —¡Entonces lo envían mamá y papá! La muchacha no perdió más tiempo: se sentó con las piernas dobladas y empezó a desenvolver el paquete.

Al hacerlo, observó más detenidamente la secuencia de timbres postales. —El primer timbre es de Laguna Negra, en Perú —dijo en voz alta. Levantó la vista, sonriente—. Ellos están allí ahora, ¡a cuatro mil metros de altitud! —Exacto, señorita. —Y después viene el de la oficina de correos de Ica, la provincia andina — prosiguió ella, muy concentrada—. Luego Lima, la capital de Perú, y… ¡qué extraño! ¿Tú también lo ves? —¿Qué debería ver, miss Agatha? —Este matasellos, bajo el franqueo « Por avión» . —Agatha se mordió los labios—. Pone Ciudad de México… Mister Kent lo confirmó con un gesto de su cabeza. —Y, finalmente, el último trayecto: ¡de Ciudad de México a Londres, autentificado en el aeropuerto de Stansted! —concluyó Agatha. Lo celebró con un sorbo de Shui Xian, y después sacó de un bolsillo su libreta y la abrió por una página en blanco—. ¿Tienes un bolígrafo? —preguntó al may ordomo. Agatha nunca perdía la ocasión de anotar cualquier información que consideraba curiosa. Como todos los miembros de la familia Mistery, había decidido seguir una carrera fuera de lo común. Quería ser escritora de novela negra. Y no una cualquiera: ¡la mejor! Así que entrenaba continuamente su prodigiosa memoria, consultaba enciclopedias sobre los temas más variados y, cuando podía, viajaba a todos los rincones del planeta. La atención a los detalles era su fuerte. —¿Y el bolígrafo? —volvió a preguntar. El may ordomo estaba bloqueado, paralizado, y la miraba fijamente con una expresión indescifrable. —¿Ocurre algo, mister Kent? Él sacó una pluma estilográfica dorada del bolsillo interior de su americana y se la entregó, tosiendo ligeramente. —De verdad, no desearía parecer indiscreto… —empezó, avergonzado—. Pero ¿no abre el paquete de sus padres, miss Agatha? —¡Ay, claro, qué despistada! —La dueña de la casa arrancó la cinta adhesiva y abrió la caja de cartón. Mister Kent, obviamente, y a sabía que en su interior estaba el regalo para Agatha, que cumplía doce años, pero fue el primero en poner unos ojos como platos cuando se reveló el contenido. —¿Un cacto? —soltó. La muchacha tenía las mejillas encendidas. —¡Pero es un ejemplar muy raro! —exclamó como si estuviera en el séptimo cielo.

Junto con aquella especie de calabaza verde llena de espinas, en la caja había también una tarjeta de felicitación. Agatha, tesoro: Tu padre y yo estamos muy contentos por haber encontrado para ti la última planta que queda en el mundo de Indionigro petrificus. Puedes plantarla en la parcela 42. Añádele un poco de tierra arenosa, pero nada de agua. ¡Ten muchísimo cuidado! Y no olvides ponerte los guantes de trabajo: las espinas contienen una poderosa toxina paralizante que produce una muerte aparente de unas cuantas horas. Un beso muy, muy fuerte, tu madre. —¡Una toxina paralizante! Por las barbas de la reina, ¡justo lo que necesitaba! —se alegró Agatha. Se despidió inmediatamente del may ordomo y, con el paquete bajo el brazo, corrió hacia el invernadero. El sol resplandecía sobre la majestuosa estructura de acero con techo y paredes de vidrio. Cuando entró en el invernadero, la temperatura se volvió enseguida asfixiante. Al menos, había quince grados más que en el exterior, y el aire no circulaba. Agatha paseó la mirada a su alrededor: de la arena granulosa surgían tallos de todas las formas y medidas, algunos bajos y redondos como bolas de billar, otros esbeltos y con las ramas hacia arriba, simulando groseros maniquíes. Parecía un panorama de película del Oeste. —Parcela 37…, parcela 38…, aquí, ¡la 42! Al lado de un grupo de chumberas había un cuadrado de terreno completamente libre. Agatha puso la caja delicadamente en él y fue a buscar un par de guantes. También cogió un libro de botánica y otro sobre venenos. Nunca se sabe lo que puede pasar. En cuanto se puso los guantes de trabajo, se le escapó la risa: debían de ser de mister Kent, pues como mínimo eran cinco tallas mayores que los suyos. Con prudencia, ató los cordeles a las muñecas. Mientras observaba el Indionigro petrificus empezó a imaginar la trama de un libro sobre la « muerte aparente» : un asesino que escenificaba su propio funeral y regresaba a escondidas para vengarse. —Ejem —intervino entonces el mayordomo—. Tenemos un pequeño problema. —¿Un problema, mister Kent? ¿Qué tipo de problema? —Se trata de Larry, señorita. —¿Larry ? ¿Qué quiere? —Creo que debe verlo usted en persona, miss Agatha. Agatha se quitó los guantes con un profundo suspiro y siguió al mayordomo fuera del invernadero, hasta situarse bajo un gran arce.

En una rama había una paloma que se removía inquieta. Y con razón. Watson, el gato siberiano de Agatha, la observaba medio oculto entre los helechos y ya se relamía los bigotes. —¡Ven aquí. Watson! —le gritó la chica. El gato dirigió a la paloma una mirada como queriendo decir: « La próxima vez, te vas a enterar» . Después se enroscó muy zalamero alrededor de las piernas de su pequeña dueña. Agatha no se dejó ablandar. Trepó al árbol y cogió la paloma. Desató un pequeño cilindro de latón que tenía en una pata y lanzó al aire al ave, que se fue batiendo las alas con fuerza. En el cilindro de latón había un papel enrollado. Aunque Agatha ya estaba acostumbrada a las sorpresas, ésta superaba todas las anteriores. AGENTE LM14, SALIDA HACIA EGIPTO 10.45 HORAS, AEROPUERTO DE HEATHROW. PASAJES RESERVADOS. DETALLES ENIGMA DURANTE EL TRAYECTO. Sin bajar del árbol, Agatha miró la hora: acababan de dar las siete. —¡Prepara las maletas, mister Kent! —gritó—. ¡Salida inmediata! —¿Clima? Agatha lo pensó un momento. —Hará mucho calor, supongo —murmuró—. Yo diría que debemos llevar ropa de lino y algodón. Sahariana y pantalones cortos… —Como desee, miss Agatha. El may ordomo desapareció en el interior de Mistery House, con un famélico Watson pisándole los talones. Agatha, en cambio, bajó del árbol y se dirigió directamente a su habitación para consultar el árbol genealógico de la familia. Se trataba de un enorme planisferio en el cual estaban señalados la residencia, la ocupación y el grado de parentesco de todos los Mistery, al menos de todos aquellos de los que se tenía noticia.

La muchacha puso un dedo sobre Egipto y encontró una tía en Luxor. —¡Melania Mistery! —exclamó—. ¡Criadora de dromedarios! Satisfecha, levantó el auricular del teléfono y comunicó a la tía Melania su llegada. Media hora después, todos estaban preparados para salir. Agatha llevaba un conjunto colonial, y mister Kent, una graciosa camisa hawaiana. Cargaron en la limusina tres grandes maletas, el mortal Indionigro petrificus (siempre podía ser de utilidad) y a Watson, que inmediatamente se hizo un ovillo sobre las rodillas de su dueña. Sólo quedaba una incógnita: ¿llegaría a tiempo Larry? Los padres de Agatha tenían alergia a los medios de transporte normales. Coleccionaban planeadores, alas delta y globos para recorrer el campo inglés, y cuando estaban en países lejanos preferían moverse a lomos de una mula, en todoterrenos desvencijados o en viejos barcos de vapor. —Nosotros, los Mistery, somos gente aventurera —decía riendo su padre—. ¿Un avión de línea? ¡Ja, ja, ja! ¡No se puede comparar con el encanto de un transatlántico como el Titanic! Agatha meneaba la cabeza. —Papá, que el Titanic se hundió después de chocar contra un iceberg —le recordaba. Entonces, él daba dos o tres chupadas a su pipa y cambiaba de tema. Agatha también disfrutaba con la aventura, pero, para ella, la comodidad de los modernos medios de transporte era indiscutible. Sobre todo cuando tenía prisa. Después del trayecto en limusina entre el tráfico londinense, Agatha y mister Kent encontraron los pasajes reservados a sus nombres en el punto de facturación y poco después subieron al lujoso Boeing 777 de Egyptair que volaría directo a Luxor. Inmersos en la frescura del aire acondicionado, se sentaron en una fila situada hacia el medio del avión y dejaron la caja de Watson en el asiento central, el reservado para Larry. El gato siberiano estaba acostumbrado a volar y ya dormía como un tronco. Agatha hundió la nariz en sus lecturas. Había llevado consigo unos volúmenes de botánica y de venenos y diversas guías de Egipto. Empezó por el libro sobre venenos, donde buscó información acerca de la toxina del Indionigro petrificus. mister Kent, en cambio, luchaba para encontrar una posición cómoda: el asiento no se adecuaba a su corpulencia de peso pesado. Al final, como decidió estirar una pierna en medio del pasillo, no paró de pedir excusas a los viajeros que tropezaban con ella. Llegaron grupos de turistas, sobre todo familias que se iban de vacaciones y parejas jóvenes en viaje de luna de miel. El avión se llenó enseguida, mientras el retumbo de los motores aumentaba sus decibelios con el paso de los minutos. Faltaba poco para despegar.

Cuando el comandante dio la bienvenida por los altavoces, mister Kent arqueó las cejas. —¿Y mister Larry? —preguntó preocupado—. ¿Dónde se habrá metido? Agatha lo vio en la puerta de entrada. —Está discutiendo con una azafata —suspiró—. ¡Típico! Ambos aguzaron los oídos para escuchar la conversación. —Le repito que no es un móvil, así que no tengo que apagarlo ni siquiera durante el despegue —le decía Larry a la joven asistente de vuelo—. Es una consola de nueva generación, ¡nada más! —¿Tan pequeña? ¡Enséñemela! —ordenó ella ásperamente. Resoplando, Larry desenganchó su artefacto especial de titanio de la bandolera, apretó un botón y se lo entregó. La azafata contempló incrédula la pantalla que centelleaba y pareció que se relajaba. —¿También se puede jugar al Super Mario? —preguntó—. ¿Dónde se compra? El chico recuperó el artefacto con una habilidad impresionante. —Es una pieza única —le confesó con cierto tono burlón—. ¡No se vende! —Pero…, pero… —Lo siento… ¿Ahora puedo pasar? Sin esperar la respuesta, Larry avanzó presuntuosamente por el pasillo. El truquillo de la pantalla falsa de Super Mario había salido a la perfección. Se sentía como un auténtico agente secreto. Agatha agitó la mano para saludarlo, pero él iba silbando muy ufano, distraído con sus pensamientos. —¡Cuidado, Larry ! —le advirtió su prima. —¿Cómo, qué? Demasiado tarde. El chico no reparó en la pierna de mister Kent, tropezó con ella y dio con su cuerpo en tierra. Soltó un grito de dolor e, inmediatamente, sin levantarse, se puso a buscar algo bajo los asientos de los pasajeros. —¿Dónde está? —gritó—. ¡No lo encuentro! Agatha intentó calmarlo. —¿Qué buscas, Larry? ¿Puedo ay udarte? Con cara de consternación, el chico señalaba la bandolera y hablaba de forma atropellada. —¡No encuentro el Ey eNet! ¡Estoy acabado! ¡Adiós investigación! Eso explicaba tanta aprensión. El EyeNet era el artefacto ultratecnológico que la escuela de detectives entregaba a todos sus alumnos.

Larry nunca se separaba de él; sin su aparato se sentía perdido. —Ha ido a parar a la caja de Watson —intervino mister Kent. Larry se precipitó a recuperarlo, olvidando un pequeño detalle: ¡él no le caía nada bien al gato! De hecho, en cuanto introdujo una mano en la jaula. Watson reconoció su olor y le mordió en un dedo. —¡Ay! —chilló Larry. Pero por fin había recuperado su valioso juguete, y esto bastó para tranquilizarlo. Se hundió en su asiento con un profundo suspiro de alivio. —Es dura la vida del detective comentó Agatha con tono irónico. —¡Y que lo digas, primita! Poco después, el avión despegó y atravesó las pálidas nubes londinenses. El cielo adquirió muy pronto un límpido color azul. Recuperada la quietud, llegó el momento de hablar de la misión de Larry. —Dame todos los detalles de la investigación, agente LM14 —atacó Agatha. —Ay, sí, casi los había olvidado… —¡Venga, primo! Larry le habló del mensaje que había recibido aquella mañana desde la escuela. Tenía que hacer el examen de Prácticas Investigadoras: le daban tres días para descubrir a los culpables de un robo arqueológico que había tenido lugar en una excavación del Valle de los Rey es. —Más concretamente, se trata de una tablilla relacionada con un misterioso faraón —añadió. —¿Una tablilla? ¿Podrías precisar más? —Sólo sé eso. Agatha. —¿Seguro? Larry se echó las manos a la cabeza, avergonzado. —Bueno, aún no he comprobado todos los archivos, quería hacerlo contigo… —¿Pues a qué esperamos? —¡Ay, sí, vale! El chico extrajo de su mochila los aparatos necesarios: tres pequeños auriculares y un cable USB. Conectó las diversas piezas al EyeNet y encendió la pantalla incrustada en el asiento que tenia delante. Después, accionó muy orgulloso su aparato. En la pantalla apareció un distinguido señor, con bigotito y sombrero, que se presentó como el agente UM60. —Luxor, antigua capital de Egipto, llamada en otros tiempos Tebas —empezó con mucha calma el profesor de Prácticas Investigadoras—. Se alza sobre la orilla oriental del Nilo y es famosa por sus templos en honor al Sol. Pero usted, agente LM14, deberá ir a la orilla opuesta, donde se pone el sol y donde los faraones duermen en sus tumbas milenarias: la infinita necrópolis conocida como el Valle de los Rey es.

¿Recuerda la maldición de Tutankamón? Larry se estremeció, mientras que Agatha se quedó hipnotizada con las imágenes que se sucedían en la pantalla. Parecía un curso intensivo sobre las maravillas arqueológicas de Egipto. —¡Recuerde que es un examen, no un viaje turístico! —volvió a tomar la palabra el profesor—. ¡Descubra al culpable del robo, agente LM14, o me veré obligado a suspenderlo! Larry dio un salto sobre su asiento. Tenía la frente empapada de sudor: los exámenes le ponían nervioso. Por eso, cuando emprendía una misión, siempre hacía que Agatha lo acompañase. Mientras, el agente UM60 puso fin a su discurso. —Obviamente, podrá consultar todos nuestros dosieres sobre Egipto, pero deberá recoger las pistas sobre el terreno. ¿Ha quedado claro? En aquel momento se interrumpió la comunicación. El rostro del profesor fue sustituido por una desmesurada lista de archivos: mapas por satélite, mensajes codificados, vídeos de profundización… —Es peor de lo que me imaginaba —gimió Larry. Agatha le dio un golpecito en el hombro. —No te desanimes —dijo con tono alegre—. ¡Nos divertiremos de lo lindo, y a lo verás! Se quitaron los auriculares, y entonces se dieron cuanta de las furibundas miradas que les dirigían los demás viajeros. La azafata apasionada por Super Mario también parecía furiosa. —¿Quién de ustedes es el agente LM14? —preguntó cruzándose de brazos. Silencio absoluto. Larry se iba haciendo cada vez más pequeño y ocultaba los ojos bajo la visera de la gorra que se había puesto a toda pastilla. —Soy yo —mintió mister Kent—. ¿Qué ocurre, señorita? —¿No se ha dado cuenta de la que ha organizado? —¿Qué intenta decirme? —¡Este extraño documental ha invadido todas las pantallas del avión! —¿De verdad? —¡Nuestros clientes tienen derecho a ver la película que deseen, y le exijo que no se vuelva a entremeter! Esta frase fue subray ada por estruendosas protestas. Mister Kent no se inmutó. —Como desee, señorita. Mis más sinceras disculpas. Habían montado una buena. En cuanto se fue la azafata, Agatha le dio las gracias al may ordomo por su rapidez y se volvió hacia su primo. —¡Creo que tendremos que dejarlo para después, Larry! —dijo con una sonrisa.

—Tienes razón —se mostró de acuerdo él—. Examinaremos los documentos a la sombra de las pirámides. ¿Qué te parece? Agatha lo miró divertida. —Si no me falla la memoria, primito, ¡ni en Luxor ni en el Valle de los Rey es hay pirámides! Larry hizo una mueca. —No hay pirámides —dijo para sí mismo—. Realmente, soy un detective de andar por casa.

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