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El enigma de Colon y los descubrimientos d – Juan Eslava Galan

Cuando los marinos de Colón desembarcaron en América, los nativos los tomaron por ángeles. Y ellos, entre perplejos y regocijados, se dejaban acariciar por las hermosas y reidoras indias, y se hacían guiños prometiéndoselas muy felices al verlas tan desinhibidas, completamente en cueros con la salvedad del sucinto tanga. (Tanga, sí, aunque Colón lo nombra con otras palabras: «Las mujeres traen una cosa de algodón que les cobija su natura y no más». Y añade: «Y son ellas de muy buen acatamiento». ¿No habían de serlo tratándose de ángeles?). Ninguno de los marineros malolientes, analfabetos, glotones y rijosos que componían la chusma llegada de Palos se desveló aquella noche meditando sobre el origen de las ingenuas criaturas que habían encontrado. Tampoco los sesudos doctores y teólogos de las universidades europeas indagaron sobre el asunto hasta que ulteriores exploraciones fueron conformando la cruda y sorprendente realidad: las tierras descubiertas al otro lado del Atlántico no eran Japón ni China, ni pertenecían a los confínes de Asia: se trataba de un continente enteramente nuevo, un Nuevo Mundo que no sólo no encajaba en los dogmáticos esquemas científicos del Antiguo sino que, más bien, los desencajaba. La diversidad cultural de las tierras aparecidas en medio del océano era abrumadora. Se contaban hasta dos mil sociedades distintas y no todas ellas compuestas por salvajes ignorantes y subdesarrollados. Las ciudades incas y aztecas eran más populosas y estaban mejor urbanizadas que las europeas. Los boquiabiertos conquistadores no salían de su asombro ante aquellas urbes «cuyos edificios surgen del agua, todos hechos de piedra, y parecen una visión encantada». La desconcertante realidad americana planteaba un arduo problema teológico: si en la Biblia, revelación divina libre de error, no aparecía mención alguna de los indios, ¿de dónde procedían, entonces? Si el género humano desciende de Adán y Eva, o de la familia de Noé, ¿dónde encajaban los indios americanos? No cabía ya considerarlos animales. En 1537, la autoridad incuestionable del papa Pablo III había sancionado que tenían alma. ¿Cómo entender, entonces, que no se mencionaran en la Biblia? Se imponía una explicación lógica: necesariamente tenían que proceder del Viejo Mundo. Pero ¿en qué naves llegaron a América?, ¿en qué época? El origen de los indios fue la gran controversia de los intelectuales europeos durante un par de siglos. Luego fue perdiendo interés y cedió su paso a otra diatriba igualmente interesante que dura hasta nuestros días. A saber: ¿descubrió algún europeo América antes que Colón? En el último siglo y medio muchas personas se han esforzado en demostrarlo. Algunas incluso no han vacilado en falsificar pruebas arqueológicas con tal de probar sus descabelladas hipótesis. Últimamente incluso recurren a novísimas ciencias para probar añejos mitos, y esgrimen ante las escépticas narices de los historiadores un análisis cromosómico del algodón precolombino presuntamente revelador de la procedencia asiática de la planta. Si aceptáramos tan sólo la cuarta parte de estas teorías, el cuadro resultante nos mostraría una América concurridísima antes de la llegada de Colón. Por allí pasaron, de acuerdo con distintos autores, pelasgos, egipcios, cretenses, fenicios, cartagineses, celtas, romanos, chinos, japoneses, hindúes, tártaros, irlandeses, etruscos, vikingos, bretones, galeses, daneses, portugueses, y hasta los enigmáticos templarios. Es disculpable debilidad de muchos americanos modernos ese inconfesado anhelo por enriquecer su joven historia con aportaciones del admirado mundo mediterráneo. Quieren ennoblecer sus raíces. Sienten nostalgia arqueológica de una relación directa con las viejas y prestigiosas culturas europeas y adolecen, al propio tiempo, de ese inconsciente rechazo criollo del gallego abusón del que descienden. Es lo que los psicólogos denominan odio al padre.


Ellos prefieren soñar en que fueron descubiertos por el abuelo. Su más secreto anhelo es incorporar a la historia del mundo tres milenios de anodina prehistoria americana. Y, finalmente, la última y más candente cuestión: ¿conocía Colón la existencia del Nuevo Mundo antes de su histórico viaje? ¿Había visitado América anteriormente o había tenido noticia cierta de un predescubridor? ¿Qué hay de cierto en la leyenda del piloto desconocido? Muchas preguntas para las que intentaremos ofrecer cumplida respuesta en las páginas siguientes. Nada nos autoriza a poner en duda que antiguos navegantes pudieran haber alcanzado América. Técnicamente resulta bastante fácil: para llegar hasta el Caribe basta con colocar un velero en el corredor de los vientos alisios que soplan constantemente desde la zona nordeste de las Canarias. Esto es lo que hizo Colón. Tradicionalmente se ha aceptado como dogma que antes de Colón no existieron navios capaces de arrostrar la travesía trasatlántica. Pero la arqueología naval demuestra que los barcos fenicios no tenían nada que envidiar a las naos y carabelas que llevaron a los españoles al Nuevo Mundo. Ni siquiera puede decirse que los conocimientos de navegación del tiempo de Colón fueran sustancialmente superiores a los de los fenicios. También ellos sabían calcular la latitud por la altura del sol. Lo que ocurre es que estos conocimientos, como tantos otros, se archivaron en los oscuros desvanes de la Edad Media para volver a ser descubiertos muchos siglos después. CAPÍTULO 1 ¿Faraones en América? En las orillas del Mississippi, en Iowa y las Dakotas se vienen encontrando inscripciones egipcias desde hace un siglo. El más somero examen demuestra que se trata de falsificaciones perpetradas por domingueros aficionados. No obstante, algunos autores insisten en señalar paralelismos entre las construcciones aztecas y mayas y los monumentos del antiguo Egipto. ¿Se inspiraron los mayas y aztecas en colonizadores egipcios o son culturas autóctonas? Los partidarios de la colonización egipcia de América escrutan afanosamente en busca de indicios que confirmen su teoría. Por ejemplo, la influencia de mineros egipcios, presuntamente llevados a América por navegantes fenicios, en los indios wabanaki de Nueva Inglaterra. La hipótesis egipcia es muy sugerente, pero las pruebas que aporta no pueden ser más endebles. A pesar de ello, el aventurero noruego Thor Heyerdahl se empeñó en demostrar que los navios egipcios de papiro pudieron cruzar el Atlántico dos mil años antes de Cristo. En 1970 zarpó del puerto marroquí de Safi, a bordo del Ra II, reconstrucción arqueológica de un navio egipcio (anteriormente había fracasado el experimento con un Ra I que naufragó frente a las Antillas). Después de cincuenta y seis días de travesía llegó a las Barbados. Uno de los tripulantes del Ra I, el español Santiago Genovés, organizó, años después, otra travesía del Atlántico, esta vez en bal15 sa. La Acali zarpó de Canarias e invirtió cien días en alcanzar las costas de México. Si admitimos que los egipcios pudieron llegar a América partiendo de las riberas africanas del Atlántico, ¿por qué no aceptar que también pudieron llegar los negros que vivían y pescaban en aquellas costas desde tiempo inmemorial? Una vez más se recurre a la arqueología para probar la aventurada hipótesis. Esas esculturas olmecas, generosas de labios y aplastadas de narices, ¿no serán retratos africanos? ¿Era oriundo de África el dios negro azteca Tezcatlipoca? Incluso los contemporáneos de Colón admitieron la posibilidad de que América hubiese sido visitada por negros. Estas navegaciones bien pudieron ser involuntarias, de pescadores arrastrados por las tempestades.

Los conquistadores españoles encontraron negros cerca de Quarega. ¿Procedían de África o se trataba de una etnia americana de piel especialmente oscura? En cualquier caso no hay que conceder a las crónicas crédito ilimitado o tendremos que admitir la existencia de tribus de mujeres guerreras, de hombres con cabeza de perro y figuraciones por el estilo. En la antigüedad, el mundo conocido terminaba en las columnas de Hércules, es decir, en el estrecho de Gibraltar. Más allá, todo era misterio. Las navegaciones atlánticas constituían un secreto de Estado celosamente guardado por los fenicios y las otras potencias marítimas que se aventuraron por aquellas aguas. Esta política de sigilo estaba destinada a disuadir a los posibles competidores y asegurarse el monopolio de la explotación de ciertos productos exóticos. Los fenicios frecuentaron una ruta que circunnavegaba Europa y otra que descendía por la costa africana. Sus intereses atlánticos eran variados: estaño de las islas Casitérides (británicas); ámbar del mar del Norte, y un sucedáneo de púrpura obtenido de la sangre de un lagarto que abundaba en las islas Canarias. También explotaban las ricas pesquerías del litoral africano. Posiblemente fueron los propios fenicios los que difundieron la imagen de un inhóspito océano poblado de terribles monstruos, arteras corrientes e insondables remolinos. Así salvaguardaban los secretos nacionales de sus exploraciones y descubrimientos. El océano se convirtió, en las mitologías antiguas, en el lugar misterioso donde se situaban los Campos Elíseos y el jardín de las Hespérides

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