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El Engano De La Princesa – Kiersten White

No hay nada en el mundo tan mágico y aterrador como una muchacha a punto de transformarse en mujer. Esta muchacha, en particular, nunca antes había sentido el poder de existir en un mundo de hombres, pero en ese momento, rodeada de ellos, lo irradiaba. Soy intocable. Giraban a su alrededor como si ella fuera la Tierra y ellos, el sol, la luna y las estrellas; la adoraban, pero a distancia. Era una especie de hechizo en sí misma. Un velo ocultaba y volvía borroso el mundo. Iba sentada, con la espalda erguida y tiesa en su montura. Ni siquiera retorcía sus dedos poco acostumbrados a las botas que los cubrían. Fingía ser una pintura. —No puedo creer que el convento no tuviera monjas dispuestas a viajar con usted —se quejó Brangien, sacudiendo la fina capa de polvo que bautizaba su travesía. Luego, como si no tuviera conciencia de haber hablado en voz alta, bajó la cabeza—. Pero, por supuesto, me siento contenta y honrada de estar aquí. La sonrisa ofrecida en respuesta a la disculpa de Brangien pasó desapercibida. —Por supuesto —dijo la joven, pero esas no eran las palabras apropiadas. Podía hacerlo mejor. Debía hacerlo mejor—. Tampoco me gusta viajar, y aprecio la amabilidad que me demuestras acompañándome en esta larga travesía. Me sentiría sola sin ti. Estaban rodeadas de gente, pero para ellos, la joven envuelta en azul y escarlata era una mercancía que debían proteger y entregar sana y salva a su nuevo dueño. Ella deseaba con desesperación que Brangien, con dieciocho años frente a sus dieciséis, se hiciera su amiga. Necesitaba una amiga; nunca había tenido una. Pero también podía ser una complicación. ¡Llevaba escondidas tantas cosas preciosas! Tener a una muchacha con ella todo el tiempo era a la vez extraño y peligroso. Los ojos de Brangien eran negros como su pelo y revelaban inteligencia. Con suerte, esos ojos solo verían lo que se les ofrecía.


Brangien la descubrió observándola y le respondió con una sonrisa tímida. Concentrada en su compañera, la joven no notó el enorme cambio. Una mutación sutil, una disminución en la tensión, la primera respiración profunda en dos semanas. Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, agradecida por el alivio verde, frondoso del sol a través del velo. Un bosque. Si no la hubieran cercado hombres y caballos por todas partes, habría abrazado los árboles, deslizando sus dedos por las rugosidades para aprender la historia de cada uno. —¡Cerrad el círculo! —ordenó Sir Bors. El pesado arco de las ramas acalló su grito. No era un hombre acostumbrado a que lo silenciaran. Hasta su bigote se erizó ante esa ofensa. Se puso las riendas en la boca para sostenerlas y desenvainó la espada con su brazo sano. La joven abandonó su ensoñación para ver que los caballos se habían contagiado del miedo de los hombres. Se movían y pateaban el suelo, su mirada revoloteaba hacia todas partes como sus jinetes. Una ráfaga de viento levantó su velo. Se encontró con la mirada de uno de los hombres: Mordred, tres años mayor que ella, quien pronto sería su sobrino. Su boca delgada se curvaba hacia arriba en uno de sus extremos, como si se estuviera divirtiendo. ¿Había descubierto lo que fantaseaba antes de que ella misma entendiera que ese bosque no debía alegrarla? —¿Qué sucede? —preguntó, apartando su mirada de Mordred, que estaba demasiado atento. Sé una pintura. Brangien tembló y se acurrucó en su manto. —Los árboles. Se amontonaban a ambos lados del camino, con sus troncos retorcidos y sus raíces como garras. Sus ramas se entrelazaban para formar un túnel. La muchacha no entendía la amenaza. Ni el crujir de una brizna, nada perturbaba la belleza del bosque, excepto ella y los hombres a su alrededor. —¿Qué sucede con los árboles? —preguntó.

Le respondió Mordred. Su rostro estaba serio, pero había algo cantarín en su voz, juguetona y grave. —No estaban aquí cuando íbamos a recogeros. Con la espada todavía desenvainada, Sir Bors dio un chasquido y su caballo volvió a avanzar. Los hombres se agrupaban alrededor de ella y de Brangien. La paz y el alivio que la muchacha sentía por estar entre los árboles desaparecieron, agriados por el miedo. Esos hombres se adueñaban de cada espacio que ocupaban. —¿Qué quiere decir con que los árboles no estaban aquí? —le susurró a Brangien. Brangien había estado murmurando algo. Se acercó para acomodar el velo de la joven y le respondió también en un susurro, como si temiera que los árboles pudieran oírla. —Hace cuatro días, cuando pasamos por esta región, no había bosque alguno. Toda la zona había sido deforestada. Eran granjas. —¿Tal vez hemos tomado una ruta diferente sin darnos cuenta? Brangien negó con la cabeza; su rostro, un borrón de cejas oscuras y labios rojos. —Hemos pasado por un paraje cubierto de rocas hace una hora. Como si un gigante hubiera estado entretenido en un juego de niños y hubiera dejado tirados sus juguetes. Lo recuerdo con claridad. Es el mismo camino. Una hoja cayó lentamente de los árboles, y aterrizó tan liviana como una plegaria sobre el hombro de Brangien. La muchacha gritó de miedo. Fue fácil extender la mano y quitar la hoja del hombro. La joven quería acercarla a su rostro para estudiar la historia de sus nervaduras. Pero al tocarla, sintió de inmediato que tenía dientes. La arrojó al suelo del bosque. Buscó, incluso, sangre en sus dedos, pero, por supuesto, no encontró nada.

Brangien se estremeció. —Hay una aldea no muy lejos. Podemos escondernos allí. —¿Escondernos? Estaban a un día de su destino. Ella quería que aquello terminara, que todo terminara y se resolviera. La idea de amontonarse con esos hombres en una aldea mientras esperaban —¿a qué?, ¿a pelear con un bosque?—, la hacía desear quitarse los zapatos, el velo y rogarles a los árboles un pasaje seguro. Pero los árboles no lo entenderían. Ellos eran del otro bando, después de todo. Lo siento, pensó, sabiendo que los árboles no podían oírla, en su anhelo por explicárselo. Brangien gritó otra vez, tapándose la boca con las manos, horrorizada. Los hombres a su alrededor se detuvieron de pronto. Estaban todavía rodeados de verde; el velo filtraba y emborronaba todo. Formas amenazantes se cernían desde el bosque: enormes piedras cubiertas de musgo y enredaderas. Al diablo con el recato. Se arrancó el velo. El mundo apareció con una deslumbrante y perfecta nitidez. Las formas no eran piedras. Eran casas, cabañas parecidas a las que habían visto antes, hechas de adobe revestido de cal y vigas, con techos de paja que bajaban hasta el suelo. Pero allí donde el humo debía salir de los techos, había flores. En lugar de puertas, tenían cortinas de enredaderas. Era una aldea reconquistada por la naturaleza. Si hubiera tenido que adivinar, habría dicho que había sido abandonada muchas generaciones atrás. —Había un niño —murmuró Brangien entre sus dedos—. Me vendió un pan relleno de piedras. ¡Me enfadé tanto con él! —¿Dónde está la gente? —preguntó Sir Bors.

—No debemos entretenernos aquí. —Mordred dirigió su caballo hacia ellas—. ¡Rodead a la princesa! ¡Deprisa! Mientras el impulso de sus guardias la transportaba, vio un último peñasco, o tal vez, un tocón, cubierto de enredaderas, justo del tamaño y la forma de un pequeño niño, ofreciendo pan con piedras. No se detuvieron hasta que el crepúsculo se adueñó del mundo, de forma mucho más amable que la del bosque al adueñarse de la desgraciada aldea. Los hombres miraban los campos a su alrededor con desconfianza, como si los árboles fueran a salirles al paso para empalarlos. Tal vez lo harían. Ella aún estaba nerviosa. Nunca había mirado las cosas verdes y secretas del mundo con miedo. Era una buena lección, pero habría preferido que la aldea no tuviese que pagar el precio de su educación. No podían avanzar mucho más en la oscuridad sin arriesgarse a lesionar a los caballos. La primera noche, se habían quedado en una posada. Brangien había dormido a su lado en la mejor cama que el lugar podía ofrecer. La muchacha roncaba suavemente: un sonido amigable, compañero. Sin poder dormir, la joven había anhelado bajar sin hacer ruido las escaleras, ir al encuentro de los caballos en el establo, dormir fuera. Esa noche se cumpliría su deseo. Los hombres se dividieron la guardia. Brangien se preocupó de disponer unos petates, quejándose por la falta de otras comodidades para dormir. —No me importa. —La joven le ofreció una sonrisa a Brangien que, una vez más, pasó desapercibida en la oscuridad. —A mí, sí —murmuró Brangien. Tal vez pensaba que el velo obstaculizaba su escucha tanto como su visión. A pesar del fuego crepitante para resistir la noche, el frío, los animales y las alimañas, las estrellas estaban a la espera. Los hombres no habían podido ingeniárselas para derrotarlas. Las muchachas siguieron el trazo de sus constelaciones favoritas: La Mujer Ahogada, El Río Caudaloso, La Orilla Pedregosa. Si alguna estrella hizo un guiño de advertencia, no lo vieron entre las chispas que el fuego enviaba al cielo.

Al día siguiente, exigieron aún más a los caballos. Ella descubrió que le temía menos al bosque que habían dejado atrás que a la ciudad que los esperaba. Solo encontraba paz en el balanceo y en las sacudidas del animal que montaba. La proximidad de los caballos era profundamente tranquilizadora, daba calma y propósito. Acarició la crin de su yegua distraídamente. Esa mañana, Brangien había trenzado su cabello, largo y negro, entrelazando algunos hilos de oro. Brangien había dicho: «¡Cuántos nudos!». Pero no había visto su función ni la había sospechado. ¿O sí? Ya había demasiadas complicaciones impredecibles. ¿Cómo podría haber sabido la muchacha que esa joven exploraría su cabello con tanto cuidado? Y Mordred, siempre mirando. Era guapo, imberbe, con ojos verde musgo. Le recordaba a la elegancia de la serpiente que se desliza en la hierba. Pero cuando lo descubría observándola, su sonrisa tenía más de lobo que de serpiente. Para los otros caballeros, al menos, ella no significaba más que una obligación. Sir Bors los hizo marchar más rápido. Pasaron por diminutas aldeas, donde las casas se amontonaban como los hombres en el bosque, protegiéndose unas a otras y vigilando la tierra a su alrededor, temerosas y desafiantes. Ella quería desmontar, ir al encuentro de la gente, entender por qué vivían allí, decididos a domesticar la naturaleza salvaje y exponiéndose a innumerables amenazas. Pero todo lo que podía ver eran formas borrosas e indicios verdes y dorados del mundo que la rodeaba. El velo era una versión más íntima de sus guardias, que, como ellos, la aislaba. Dejó de molestarse por la velocidad impuesta por Sir Bors y deseó que avanzaran aún más rápido. Estaría feliz de dejar ese viaje atrás, para ver qué amenazas tenía por delante y poder prepararse para ellas. Entonces, llegaron al río. No podía decidir nada allí; eso parecía. Ahora se alegraba por su velo. Le ocultaba la titilante traición del agua, y ocultaba su pánico a aquellos que la rodeaban.

—¿No hay otro camino? —Trató de que su tono fuera a la vez suave e imperioso. No lo logró. Sonaba exactamente como se sentía: aterrada. —El barquero nos asegurará un cruce seguro. —Sir Bors dijo eso como si fuera un hecho. Deseó aferrarse a su certidumbre, pero la confianza pasó a través de ella y fuera de su alcance. —Cabalgaría más tiempo con alegría si eso significara que podemos evitar el cruce —dijo ella.—Mi señora, estáis temblando. —Mordred, de alguna manera, se había puesto a su lado otra vez—. ¿No confiáis en nosotros? —No me gusta el agua —susurró ella. Se le cerró la garganta alrededor de esa frase que tan inadecuadamente capturaba el terror esencial que sentía. Un recuerdo (el agua densa y negra sobre su cabeza, a su alrededor, invadiéndolo todo, llenándola) emergió, y ella lo rechazó con todas sus fuerzas, alejando sus pensamientos de él tan rápido como hubiera alejado su mano de un hierro candente. —Me temo, entonces, que vuestro nuevo hogar no será de vuestro agrado. —¿Qué quieres decir? Mordred sonaba arrepentido, pero ella no podía ver su rostro lo suficientemente bien como para saber si su expresión coincidía con su tono. —¿Nadie os lo ha dicho? —¿Si me han dicho qué? —Odiaría arruinaros la sorpresa. —Su tono era falso. La odiaba. Ella lo sentía, y no sabía qué había hecho en esos dos días que habían pasado juntos para ganarse su desprecio. La corriente del río alejaba toda otra consideración; sus únicos competidores eran los latidos de su corazón y el sobresalto de su respiración, atrapada por el velo en una húmeda nube de pánico. Sir Bors la ayudó a desmontar, y ella se quedó parada junto a Brangien, abstraída en su propio mundo, distante. —¿Mi señora? —dijo Sir Bors. Ella se dio cuenta de que no era la primera vez que le dirigía la palabra. —¿Sí? —La balsa está lista. Trató de dar un paso hacia la embarcación. No podía hacer que su cuerpo se moviera.

El terror era tan intenso, tan sobrecogedor, que no podía ni siquiera inclinarse en esa dirección. Brangien, entendiendo por fin que algo no iba bien, se puso delante de ella. Se acercó, y sus facciones se hicieron más nítidas al otro lado del velo. —Estáis asustada —dijo, sorprendida. Su voz se ablandó entonces, y por primera vez sonó como si le estuviera hablando a una persona en lugar de a un título de nobleza—. Puedo daros la mano, si os parece bien. También puedo nadar. No se lo digáis a nadie, pero prometí que os llevaría sana y salva al otro lado. —La mano de Brangien encontró la de ella y la apretó fuerte. Le dio la mano agradecida, aferrándose como si ya estuviera ahogándose y esa mano fuera todo lo que se interponía entre ella y el olvido. ¡Y todavía no había dado ni un paso hacia el río! Todo fracasaría antes de que llegara al rey, porque no podía sobreponerse a ese miedo absurdo. Se odió a sí misma, y odió cada elección que la había llevado hasta allí. —Venid con nosotros. —Las palabras de Sir Bors tenían el ritmo de la impaciencia—. Nos esperan antes del anochecer. Debemos movernos. Brangien le dio un gentil tirón. Un paso, después otro, luego otro. La balsa debajo de sus pies se hundió y se bamboleó. Se dio la vuelta para correr hacia la orilla, pero los hombres estaban allí. Avanzaron, un mar de pechos amplios, de cuero y metal, inflexibles. Trastabilló, y se aferró a Brangien. Dejó escapar un gemido. Estaba demasiado asustada para sentir vergüenza. Brangien, la única cosa segura en un mundo de confusión y movimiento, la sostenía.

Sabía que si se caía, lo sabía, quedaría deshecha. El agua se apoderaría de ella. Dejaría de existir. Encerrada en su miedo, el cruce pudo haber durado horas o minutos. Fue infinito. —Ayudadme —dijo Brangien—. No puedo moverme, de tanto que se aferra a mí. Creo que está inconsciente. —No es correcto que la toquemos —gruñó Sir Bors. —¡Dios del cielo! —dijo Mordred—. Lo haré yo. Si él quiere matarme por tocar a su prometida, bienvenido sea, siempre que pueda dormir en mi propio lecho una última vez. Sus brazos la levantaron, pasando por debajo de sus rodillas y sujetándola como a un niño. Ella hundió su rostro en el pecho de él, sintiendo olor a cuero y a tela. Nunca había estado tan agradecida por algo sólido, algo real. —Mi señora. —La voz de Mordred era suave como su pelo, en el que se enredaban sus dedos como garras—. Os llevaré sana y salva a tierra firme. Tan valiente en el bosque, ¿qué puede haceros un arroyo? La bajó, con sus manos todavía en su cintura. Ella tropezó. Ahora que la amenaza había pasado, la invadía la vergüenza. ¿Cómo podría ser fuerte, cómo podría completar su misión, si no era capaz ni siquiera de cruzar un río? Una disculpa floreció en sus labios. La arrancó y la desechó. Sé lo que ellos esperan que seas. Se enderezó con cuidado, con la actitud de una reina.

—No me gusta el agua. —Lo dijo como un hecho, no como una disculpa. Luego aceptó la mano de Brangien y volvió a montar en su caballo. »¿Seguimos adelante? De camino al convento había visto castillos de madera que se levantaban del suelo como una deformación del bosque. También un castillo de piedra. Era un edificio cuadrado y bajo, poco atractivo. Nada la había preparado para Camelot. La tierra estaba domesticada durante kilómetros a la redonda. Los campos dividían la naturaleza en hileras pulcras y ordenadas, prometiendo cosechas y prosperidad. A pesar de haber más aldeas y pequeños pueblos, no habían visto ni a una sola persona. Eso no inspiraba el mismo miedo y la misma desconfianza que el bosque. Por el contrario, los hombres a su alrededor se relajaban más y se agitaban más al mismo tiempo, pero de entusiasmo. Entonces, vio por qué. Se quitó el velo. Habían llegado. Camelot era una montaña, una montaña de verdad. Un río la había recortado y separado de la tierra. Durante una cantidad de años que su mente no podía imaginar, el agua se había dividido, atravesando cada lado y erosionando la tierra hasta que solo había quedado el centro. Todavía caía en violentas cascadas a cada lado. A los pies de Camelot, un gran lago acechaba, frío y misterioso, alimentado por los ríos mellizos, y daba origen a un único gran río en el extremo más alejado. Sobre la montaña, rodeada de agua por todas partes, una fortaleza había sido tallada, no por la naturaleza sino por generaciones de manos. La piedra gris había sido esculpida para crear formas fantásticas. Curvas y nudos, rostros de demonios con ventanas por ojos, escaleras en espiral a lo largo del borde exterior con nada más que el vacío a un lado y el castillo al otro. La ciudad de Camelot se aferraba a la empinada ladera, debajo del castillo. La mayoría de las casas habían sido talladas con la misma piedra, pero algunas estructuras de madera se mezclaban con ellas.

Las calles serpenteaban entre los edificios, venas y arterias que conducían desde y hacia el corazón de Camelot: el castillo. Los techos no eran de paja en su totalidad, sino mayormente de tejas, un azul intenso mezclado con la paja, de modo que el castillo aparecía como si estuviera enclavado en un edredón hecho de retazos de piedra, paja y madera. Ella no había creído que los hombres fueran capaces de crear una ciudad tan magnífica. —Impresionante, ¿no es cierto? —Hilos de envidia corrían por la voz de Mordred. Estaba celoso de su propia ciudad. Tal vez, a través de los ojos de ella, la veía de forma diferente. Era, ciertamente, algo para envidiar. Se acercaron cabalgando. Ella tenía la atención fija en el castillo. Intentó ignorar el ubicuo rugido de los ríos y las cascadas. Intentó ignorar el hecho de que tendría que atravesar un lago para llegar a su nuevo hogar. Pero no pudo. En la orilla del lago, los esperaba un festejo. Se habían levantado carpas, y las banderas ondeaban y azotaban con el viento. Se escuchaba música, y el aroma de carne asada los incitaba a avanzar. Los hombres se enderezaron en sus monturas. Ella hizo lo mismo. Se detuvieron antes de entrar al lugar del festejo. Cientos de personas estaban allí, esperando, todos sus ojos sobre ella. Se sintió agradecida de haberse puesto otra vez el velo que la escondía de ellos y los escondía de ella. Nunca había visto tanta gente en su vida. Si había pensado que el convento estaba muy poblado y que la compañía de los caballeros era apabullante, aquello era el susurro de un arroyo comparado con el rugido del océano. Un silencio se hizo en el gentío, ondulante como un campo de trigo. Alguien se movía entre la multitud; la gente se separaba y volvía a amontonarse cuando él terminaba de pasar. El murmullo que acompañaba su avance era de reverencia, de amor.

Percibió que habían ido para estar cerca de él más que para verla a ella. Él se acercó a grandes pasos hasta su caballo y se detuvo. Si la multitud estaba en silencio, su cuerpo y su mente eran todo lo contrario. Sir Bors carraspeó; su voz estridente estaba perfectamente cómoda en ese espacio. —Su Majestad, rey Arturo de Camelot, os presento a la princesa Ginebra de Cameliard, hija del rey Leodegrance.

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