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El Eco De Las Mentiras – Ian Rankin

El coche fue hallado porque Ginger sentía envidia de su amigo Jimmy. Aquella mañana había cuatro personas en el bosque. Eran las vacaciones de febrero y las clases no se retomaban hasta varios días después. Llevaron las bicicletas lo más lejos que pudieron y las dejaron en un punto del camino cubierto de vegetación, en el que las raíces y las ramas caídas formaban una pista de entrenamiento improvisada. Los cuatro, Ginger, Alan, Rick y Jimmy, tenían once años e iban a la misma clase. La bicicleta de Jimmy era la más cara, al igual que la ropa y la mochila que llevaba. Sus padres siempre le compraban lo mejor. El dormitorio del muchacho estaba atestado de consolas de videojuegos y poseía las últimas novedades. Por eso Ginger esperó a que Jimmy, empapado en sudor y jadeante después de tanto correr y saltar, se encontrara justo al borde del profundo barranco para darle un empujón. No fue muy fuerte. Ginger solo pretendía asustarlo o que se deslizara unos metros por la pendiente y que luego pudiera trepar de vuelta sin ayuda mientras los demás se reían, lo observaban y grababan. Pero los laterales eran pronunciados e inestables y Jimmy cayó rodando hasta el fondo, donde había una masa de helechos, zarzas y ortigas. —Yo no he sido —dijo Ginger. Esa sería la versión oficial en clase, en el patio y en la casa que compartía con sus padres y sus dos hermanas. Alan maldijo entre dientes al mirar desde el borde y Rick lo agarró de la sudadera, como si temiera que Ginger no hubiera terminado aún. —¡Yo no he sido! —repitió Ginger elevando el tono. Los tres vieron a Jimmy ponerse en pie. Se buscó picaduras de ortiga en el dorso de las manos y la cara, y luego se agachó a coger una rama caída. —Va a por ti —le dijo Alan a Ginger en tono burlón. Pero Jimmy estaba utilizando la rama para apartar los helechos e intentar ver lo que ocultaban. —Alguien ha abandonado un coche —gritó Jimmy. —La gente abandona coches continuamente —respondió Rick—. ¿Serás capaz de salir de ahí? Pero Jimmy lo ignoró. Estaba bordeando el coche y tratando de destaparlo. Las ventanas seguían intactas, pero se hallaban cubiertas por una película mohosa, así que se tapó la mano con la manga y se puso a limpiarlas.


Los otros chicos se miraron los unos a los otros. Alan fue el primero en bajar por la pendiente, seguido de Rick y de Ginger. —¿Hay algo que valga la pena coger? —preguntó Alan. Jimmy tenía la cara pegada al cristal e intentó abrir la puerta del conductor, pero estaba atorada. —Creo que es un Polo —murmuró Ginger—. El coche. Es un Volkswagen Polo —añadió para que quedara claro. Rick estaba frotándose las palmas de las manos con musgo. —Me han picado las ortigas —protestó. Alan se encontraba en el lado del acompañante y abrió la puerta con un chirrido de bisagras. —Parece que está vacío —dijo al montarse en el coche. La llave seguía puesta en el contacto y la giró, pero no ocurrió nada—. Está muerto —anunció. —Seguro que alguien lo mangó y decidió abandonarlo —concluyó Ginger, que ya se mostraba aburrido y dio una patada a un faldón. Rick se había bajado la cremallera y estaba orinando en unos helechos. —El pis es bueno para las picaduras de ortiga —le dijo Alan, que obtuvo por respuesta un dedo levantado. Jimmy se había dirigido a la parte trasera del coche y estaba pulsando la cerradura del maletero, que se abrió un par de centímetros y quedó trabado. —Ayúdame —le ordenó a Ginger. Ambos se sobresaltaron cuando se rompió la ventana trasera. Al volverse, vieron que Rick había arrojado una piedra y estaba sonriendo y desempolvándose las manos. —¡Joder! —gritó Jimmy. —Larguémonos de aquí —contestó Rick. Ginger oteaba por el agujero del cristal. —Aquí hay algo —anunció, y esperó a que los demás se acercaran. —Parece un esqueleto —aventuró Alan.

—Será una broma o algo así —dijo Rick—. No parece de verdad. ¿A vosotros os lo parece? —¿Y cómo es uno de verdad, profesor? —repuso Jimmy mientras tomaba fotos con su teléfono. Los demás sacaron sus móviles para poder hacer lo mismo. —Tiene pelo —dijo Ginger—. Pelo y una camisa. —Deberíamos irnos y que lo encuentre otro —propuso Rick, que dio media vuelta y echó a andar pendiente arriba—. ¿A qué estáis esperando? —dijo a los demás. Ginger y Alan se miraron indecisos. Entonces oyeron la voz de Jimmy y se volvieron hacia él. Tenía el teléfono pegado a la oreja y estaba pidiendo que lo pasaran con la policía. 2 Siobhan Clarke aparcó en el camino de acceso detrás de varios vehículos oficiales. Un agente uniformado examinó su placa y le indicó la ruta que debía seguir bosque adentro. Luego, Clarke abrió el maletero del Vauxhall Astra y se cambió los zapatos por unas botas de agua. —Muy inteligente —comentó el policía, que miró sus zapatos manchados de barro. —No es mi primera vez —respondió Clarke. Las puertas traseras de la furgoneta de la policía científica estaban abiertas y un técnico buscaba algo que necesitaban. —¿Haj está al mando? —preguntó Clarke, y el técnico asintió. Ella hizo lo propio y siguió adelante. Haj Atwal era el mejor jefe de la científica con que contaba la Policía de Escocia. El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Era un 0131 y había cobertura suficiente, así que contestó. —¿Sí? Al otro lado, solo hubo silencio. Miró la pantalla. «Llamada finalizada».

Clarke no reconoció el número, lo cual no era ninguna sorpresa. El día anterior y el anterior a ese había ocurrido lo mismo en tres ocasiones. Al principio, pensó que alguien se había equivocado, pero empezaba a tener sus dudas. Pasó junto a cuatro bicicletas. Los chicos habían sido trasladados a una comisaría para que prestaran declaración. Les devolverían las bicicletas más tarde. Si alguien se acordaba. Clarke tardó más de cinco minutos en llegar al barranco. Primero oyó las voces y luego empezó a distinguir las figuras humanas. Habían atado un par de cuerdas gruesas a unos árboles situados cerca de allí. Con gran esfuerzo, un agente de la científica estaba subiendo por la pendiente mientras otro utilizaba la segunda cuerda para relevarlo. —Sobrevivirán los más fuertes —comentó un agente situado junto a Clarke. Desde el borde del precipicio, Clarke divisó el coche. Habían retirado buena parte del camuflaje, y ahora tomaban fotos y examinaban la zona de alrededor del vehículo, mientras montaban unas lámparas de arco voltaico conectadas a un generador portátil. Era primera hora de la tarde, pero ya empezaba a oscurecer. —Deduzco que no fue necesario un médico. —No como tal —comentó el agente—. Pero la patóloga está ahí abajo. Al fondo del barranco, todos llevaban monos blancos con capucha, pero Clarke identificó a Deborah Quant, que también la vio a ella y la saludó con la mano. La figura que tenía a su lado pareció preguntarle quién era y, cuando Quant respondió, él también levantó la mano. Un minuto después, el tipo asomaba por el barranco como si fuera la tarea más fácil del mundo. Una vez arriba, se quitó la capucha y le tendió una mano a Clarke. —Soy el inspector jefe Sutherland —dijo—, pero puede llamarme Graham. ¿Es usted la inspectora Clarke? —Siobhan —respondió ella. —Y conoce usted a nuestra patóloga local.

Clarke asintió. —¿Qué sabemos de la víctima? —Varón. Deborah no se atreve a asegurar cuánto lleva muerto. Parece que ha sufrido daños en el cráneo. Clarke estudió el lugar. —No es fácil llegar aquí en coche. —Supongo que antes era más accesible. No sabemos si seguía vivo cuando se metió en el barranco o si ya estaba atado en el maletero. —¿De qué año es el coche? —Aún no estamos seguros. Han quitado las matrículas. No hay rastro de la pegatina de la inspección técnica y no había nada en la guantera ni en la ropa. Lo llevaremos al laboratorio a ver qué dicen. —¿No puede tratarse de un suicidio extraño? Sutherland se encogió de hombros. —Deborah no cree que la lesión del cráneo fuera causada por un choque. Está en la parte posterior de la cabeza, y todo apunta más a un arma que a otro tipo de impacto. —¿Dice que iba atado? —Bueno, no exactamente. Sutherland cogió su teléfono móvil y giró la pantalla para mostrársela a Clarke. En la foto aparecía el interior del maletero, un primer plano de unas piernas con sus pies. El hombre llevaba unos vaqueros mugrientos y desgastados por el paso del tiempo y unas zapatillas de deporte blancas que habían empezado a pudrirse. Tenía los tobillos esposados. Clarke miró a Sutherland como buscando una explicación, pero él se limitó a encogerse de hombros. El Equipo de Delitos Graves tenía su oficina en la comisaría de Leith y Sutherland le dijo a Clarke que se reuniría con ella allí. —¿Conoce el lugar? —preguntó. —Lo conozco, sí. Clarke llamó a su oficina de Gayfield Square para informar de que estaría en otro sitio.

—Transferida al Equipo de Delitos Graves —comentó la agente Christine Esson—. No creas que no estoy celosa. —Ya te contaré cómo ha ido. —Probablemente solo necesitan que les expliques dónde pueden conseguir comida caliente y bebida. —Gracias por el voto de confianza, Christine. Clarke esperaba que Esson pudiera percibir su sonrisa. Después de colgar, entró en la sala del EDG, que estaba vacía, y en donde solo había unas cuantas mesas y sillas. Así habían quedado las cosas, gracias a los cambios acaecidos en la Policía de Escocia. El Departamento de Investigación Criminal local, el DIC, había sido relegado a un segundo plano tras enviar a un equipo para que tomara las riendas y reservarles un par de salas. Clarke no conocía a Graham Sutherland, pero había oído hablar de él y se preguntaba por qué ahora estaba ella bajo su radar. Entonces oyó un ruido detrás y se dio la vuelta. Sutherland entró en la sala mirándola fijamente. Era alto y de constitución atlética y debía de rondar los cincuenta años. Tenía el pelo rubio y corto, una tez que había tomado el sol no hacía mucho y una mirada que revelaba que no se le escapaban demasiadas cosas. Su traje gris oscuro parecía casi nuevo y vestía una camisa blanca almidonada y corbata azul marino. —Lo de siempre —comentó mientras estudiaba el entorno—. Seguro que las ventanas están cerradas a cal y canto y la mitad de los enchufes no funcionan. —Además, algunos cajones pueden dar problemas. Sutherland sonrió fugazmente. —El resto del equipo no tardará en llegar. No sé si conocerá a alguno. —Lo cual plantea una pregunta, señor… —Le dije que me llamara Graham. —Si no conoce la ciudad, hay guías más cualificados que yo. Clarke se cruzó de brazos y Sutherland la miró a los ojos. —He oído cosas buenas sobre usted, Siobhan.

Sé orientarme en Edimburgo, pero espero que usted pueda orientarme en este caso. Y, además… Sutherland se interrumpió, dejando en el aire lo que estaba a punto de añadir. —¿Además…? —dijo Clarke. —Sé que tuvo un encontronazo con la Unidad Anticorrupción. No es usted la primera ni tampoco será la última. —Sutherland dio un paso adelante y ladeó ligeramente la cabeza—. Para mí, la policía es como una familia. Alguien tendría que recordárselo a la UAC. —No necesito que me compadezcan, Graham. Este asintió lentamente. Se oyeron voces subiendo las escaleras. —Quienes sí necesitan compasión son los que están a punto de entrar por esa puerta. Haremos las presentaciones rápidamente y nos pondremos a trabajar, ¿de acuerdo? —De acuerdo. Clarke cerró la puerta del lavabo y se sentó a anotar los nombres en su teléfono móvil para recordarlos. Había otro inspector, Callum Reid. Era pelirrojo y pecoso y, por la edad que aparentaba, podría incluso pasar por hijo de Clarke. Había entrado en la sala con un mapa en la mano, que desplegó y colgó en la pared. En él aparecían los bosques, pueblos y ciudades que los rodeaban. —Tendremos que conformarnos con esto mientras no consigamos una pizarra —anunció. Sutherland miró a Clarke para indicarle que era algo normal en Reid. «Sr. Eficacia», escribió junto a su nombre. Los dos sargentos recordaban un poco a un dúo cómico de la televisión de los años setenta. George Gamble era un hombre corpulento que vestía un traje a cuadros, todo él coronado por una tez rubicunda y una mata de pelo alborotada. Tess Leighton era al menos ocho centímetros más alta y tan delgada que Clarke se preguntó si podría sufrir anorexia.

Tenía la piel blanca como la leche y lucía ojeras. Por su parte, los dos agentes rasos parecían hermanos. Ambos tenían el cabello rubio y una altura y edad similares, probablemente unos veinticinco años. Phil Yeats se presentó especifican do que su apellido era «como el del poeta, no la bodega de vinos». —Nunca se cansa de explicarlo —añadió la agente Emily Crowther al estrechar la mano de Clarke. El equipo había sido seleccionado recientemente por Sutherland, quien había dirigido muy pocas investigaciones de envergadura. Así se lo explicó a Clarke, que había captado el subtexto: «No me decepciones». Luego, se reunieron todos en torno al mapa y Callum Reid rodeó los bosques con un grueso rotulador negro. Cuando hubo acabado de anotar los nombres de sus nuevos compañeros sentada en el retrete, Clarke se dio unos golpecitos con el teléfono en la barbilla. Al menos, ahora sabía por qué la habían llevado allí: para demostrar a los de Anticorrupción que la policía estaba unida. La Unidad Anticorrupción de la Policía de Escocia se había pasado casi medio año intentando acusar a Clarke de algo. Por ahora, habían terminado, pero ella creía que volverían a la carga. Sabía que los desesperaba no conseguir el resultado deseado. «No es usted la primera ni tampoco será la última». Sutherland le contó que él también había tenido sus más y sus menos con la UAC en el pasado. ¿El traslado de Clarke era la manera que escogía Sutherland para hacerles un corte de mangas a sus antiguos torturadores? Clarke esperaba que no. Le dijo que había oído cosas buenas sobre ella, y era cierto. Siendo buena policía y detective, lo había aprendido casi todo con gran esfuerzo. Su teléfono empezó a vibrar. Esta vez apareció en la pantalla un nombre en lugar de un número y Clarke esbozó una media sonrisa al responder. —Justamente estaba pensando en ti —dijo. —¿Era un Polo? John Rebus parecía inquieto. —¿El qué? —El coche que había en el bosque. Tienes que averiguar si era un Volkswagen Polo rojo. —¿Cómo lo sabes? —En la radio han dicho que había un cuerpo dentro.

Clarke entornó los ojos. —¿Me estás diciendo que sabes quién es? —No digo que lo sea; digo que podría serlo. —¿Y piensas decírmelo? Hubo un momento de silencio. —¿Te han adjudicado el caso? —Soy adjunta del Equipo de Delitos Graves. —Bien por ti. Entonces ¿estás en Leith? —Clarke no pudo evitar sonreír y Rebus pareció notarlo—. Puede que lleve mucho tiempo jubilado, pero el cerebro sigue activo. —Puede que el cerebro siga activo pero tú, no. —¿Qué significa eso? —Que solo uno de los dos es policía ahora mismo, así que dame un nombre y lo comprobaré. —Yo le echo la culpa a la tecnología moderna. —¿De qué? —De la poca memoria que los de tu generación tenéis. Habéis olvidado cómo se almacena la información. —John… —respondió Clarke con un suspiro—. Dame el nombre. —Ni siquiera me has preguntado qué tal estoy. —Te vi el mes pasado. —A lo mejor, la situación ha empeorado. —¿Es así? —No tanto como para que tú lo notes. —Me alegro. —Clarke hizo una pausa—. John, ¿sigues ahí? —Estoy en camino. —Esto no funciona así. Pero Rebus había colgado. Clarke se levantó, abrió la puerta del cubículo y se lavó las manos antes de volver a la oficina. El equipo intentaba mostrarse ocupado mientras esperaba la llegada de material y del personal auxiliar.

Reid insistía en la necesidad de una televisión o un monitor para poder estar atentos al tratamiento que dieran los medios a la noticia. Leighton añadió que alguien debería seguir las redes sociales como fuente de información y rumores. Les faltaba una mesa, así que Yeats y Crowther compartían una, pero no parecía importarles y estuvieron charlando hasta que Graham Sutherland hubo finalizado la llamada. —Deborah Quant dice que necesitamos a un antropólogo forense. Contactará… —consultó una anotación— con Aubrey Hamilton. Por lo visto, es de Dundee. —Pero ¿habrá autopsia? —preguntó Callum Reid, situado junto a su mapa como si pretendiera evitar que se lo robaran. Sutherland asintió. —Y Hamilton ayudará a la profesora Quant. Mientras tanto, han tomado las huellas a los niños para el proceso de descarte. Creo que Haj tiene ganas de cargárselos; pisotearon toda la escena del crimen y dejaron cristales rotos por todas partes. —¿Qué opináis de las esposas? —dijo George Gamble, que se quitó la americana y se sentó con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco. —Buena pregunta. —Sutherland los miró uno a uno—. ¿Alguna idea? —Parecen de buena calidad —respondió Tess Leighton arrastrando las palabras. Estaba sentada muy erguida, como si fuera una Jean Brodie hastiada. —Son auténticas —coincidió Sutherland. —¿Se refiere a que son de la policía? —Aún no lo sabemos. —Pero las llevaba en los tobillos —dijo Callum Reid negando con la cabeza—. No tiene sentido. —A menos que quieras impedir que alguien salga corriendo —añadió Phil Yeats. Pensativo, Sutherland se pasó el dedo por el tabique nasal. —¿Algo que añadir, Siobhan? Clarke se aclaró la garganta. —Una de mis fuentes podría tener un nombre para nosotros. De repente, la sala se llenó de energía.

Reid se olvidó del mapa y se acercó a Clarke. —Adelante —dijo. —No me lo ha dicho. —¡Entonces, vamos a hablar con él! Reid se volvió hacia Sutherland esperando a que asintiera o dijera algo, pero su jefe estaba mirando fijamente a Clarke. —¿Con quién ha estado hablando exactamente, Siobhan? —Es un expolicía. Lleva años jubilado. Y, si lo conozco bien, aparecerá por aquí en los próximos diez o quince minutos. —¿Le gustaría hablarnos un poco de él antes de que eso ocurra? —¿En apenas diez o quince minutos? —dijo Clarke con un resoplido—. Dudo que eso le haga justicia. Sutherland se recostó en la silla y se cruzó de brazos. —Inténtelo de todos modos. —No me dejaban pasar de recepción —protestó Rebus cuando Clarke lo acompañó al piso de arriba—. Qué tiempos aquellos… Clarke se volvió hacia él. —¿En serio estás bien, John? —Todavía padezco una enfermedad obstructiva pulmonar crónica, si es a eso a lo que te refieres. No va a desaparecer.

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