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El Diablo puede Llorar – Sherrilyn Kenyon

Un antiguo Dios Sumerio, Sin, fue uno de los más poderosos en su panteón… Hasta la noche en que Artemisa le robó su divinidad con engaños y lo dejó a un paso de la muerte. Durante milenios, este ex-dios convertido en Dark Hunter ha soñado sólo en recuperar sus poderes y buscar venganza sobre ella. Si la vida fuera tan simple… Desafortunadamente tiene el mayor de los problemas, o en su caso, demonios, para freírlo. Los letales Gallu que fueron enterrados por su panteón, están ahora despiertos y hambrientos de carne humana. Afortunadamente Sin es el único que puede detenerlos, eso si cierta mujer no lo asesina primero. Cualquier clase de confianza murió en el momento en que Artemisa lo engañó, pero ahora debe confiar en otra mujer o ver una aniquilación de proporciones bíblicas. Los enemigos han hecho siempre extraños compañeros de cama, pero nunca tanto como cuando el destino del mundo pende de una balanza. Ahora un hombre que sólo conoce la traición debe confiar en la única persona que probablemente lo entregará a los demonios. Artemisa puede haber robado su divinidad, pero ésta le ha robado el corazón. La única pregunta es ¿Lo conservará o alimentará con él a los que lo quieren muerto?


 

Venganza. Se dice que es un veneno que se filtra en el alma hasta dejarla desnuda. Que acaba destruyendo a quien la persigue. Sin embargo, para otros es un alimento esencial. Los nutre y los fortalece, les da una razón para sobrevivir cuando no tienen otra cosa a la que aferrarse para seguir adelante. Esta es la historia de una de esas criaturas. Una criatura que nació siendo un dios cuando la Humanidad ni siquiera era consciente de su corta historia. Sin, también llamado Nanna, regía en aquel entonces el universo conocido. Su panteón dominaba al resto y a él le rendían pleitesía. Hasta el día que otros dioses se rebelaron y lo desafiaron. La guerra mantuvo a Sin ocupado durante siglos, y la habría ganado de no ser por la traición que le arrebató su condición divina. Privado de sus poderes cabalísticos, se vio reducido a habitar en el mundo de los humanos como uno de ellos. Como algo siniestro. Frío. Letal. Sin embargo, el juego no ha acabado.


La derrota solo ha servido para alimentar esa parte de su alma que le pide revancha. Mientras haya vida, hay esperanza. Y mientras haya esperanza, hay determinación. Además del deseo de venganza que siempre acompaña a los vencidos. Este dios lleva siglos esperando el momento adecuado, convencido de que la arrogancia y la presunción de su enemiga la pondrán de nuevo en su camino. El momento de poner las cartas sobre la mesa está muy cerca. 1 —Hay que destruirlo. Yo prefiero que sea de manera dolorosa y sin que nadie se entere, pero siempre que acabe muerto, me da lo mismo. Aquerón Partenopaeo volvió la cabeza para mirar a la diosa griega Artemisa, que se acercaba. Llevaban siglos unidos, y en momentos como ese la diosa creía que realmente lo controlaba. La verdad, sin embargo, era muy distinta. Estaba sentado en la balaustrada de piedra de la terraza del templo de Artemisa vestido con unos pantalones negros de cuero y con la espalda apoyada en una de las columnas. La terraza era de reluciente mármol blanco y ofrecía una asombrosa panorámica de una cascada iridiscente y de un bosque perfecto. Claro que eso era lo normal en el Olimpo, donde moraban los dioses griegos. Ojalá los habitantes fueran tan perfectos como el paisaje… Con su melena roja al viento, su piel de porcelana y sus penetrantes ojos verdes, Ash la consideraría preciosa si no detestara hasta el suelo que pisaba. —¿Qué te ha hecho Sin para ponerte de tan mala hostia? La diosa hizo una mueca. —Detesto que hables así. Precisamente por eso lo hacía. Antes muerto que hacer algo que a ella le gustase. Ya tenía bastantes problemas en ese campo. —Estás cambiando de tema. Artemisa resopló antes de decir: —Nunca me ha caído bien. Se suponía que debía morir, ¿te acuerdas? Pero tú intercediste por él. Estaba simplificando muchísimo los hechos. —Sobrevivió por sus propios medios.

Yo solo le di un trabajo después de que le jodieras la vida. —Sí, y ahora se ha vuelto loco. ¿No viste que anoche se metió en un museo, dejó sin sentido a tres vigilantes de seguridad y robó un objeto antiguo muy conocido? ¿No crees que de esa forma se arriesga a que tus queridísimos Cazadores Oscuros salgan a la luz pública? Estoy convencida de que lo hizo a propósito, con la esperanza de que lo atraparan para poder contarles a los humanos de nuestra existencia. Es una amenaza para todos. Ash pasó por alto su enfado, a pesar de que estaba de acuerdo en que había sido una acción muy arriesgada por parte de Sin. Por regla general, el antiguo dios sumerio se conducía con más sentido común. —Estoy convencido de que solo quería tener algo que le recordase a su casa. Joder, seguro que lo que se llevó era suyo o de alguien de su familia. No voy a matarlo por echar de menos su hogar, Artie… Sería como matar a alguien cuando está meando. Eso no se hace. Artemisa puso los brazos en jarras y lo fulminó con la mirada. —¿Vas a pasar por alto el asunto como si no fuera nada? —Si con eso te refieres a que no voy a exigir su inmediata ejecución… Llámame loco, pero sí, voy a pasarlo por alto. La diosa lo miró con los ojos entrecerrados. —Te estás fundiendo. Ash frunció el ceño hasta que comprendió lo que quería decir. —« Ablandando» , Artie. Quieres decir que me estoy ablandando. —Eso mismo. —Se colocó a su lado—. El Aquerón que yo recuerdo lo habría despiezado por una infracción muchísimo más leve. Exasperado, Ash soltó el aire. —« Despedazado» , Artie. Joder, aprende a hablar. Tener que corregirte cada dos por tres me da dolor de cabeza. Además en la vida se me ocurriría liquidar a alguien por algo así.

—Claro que sí. Ash lo meditó un instante. Pero como de costumbre la diosa se equivocaba. —No. Ni hablar. Solo tú responderías de forma tan exagerada a algo tan insignificante. —Eres un cabrón. Ahí le había dado. No tenía que corregirla. Apoyó la cabeza en la columna para mirarla a la cara. —¿Por qué? ¿Porque no me someto a tu voluntad? —Sí. Me lo debes. Por tu culpa tuve que renunciar a mi sicario y ahora no tengo control sobre todas esas criaturas que… —Que tú creaste —añadió él, interrumpiendo su airado discurso—. Que no se te olvide ese importante detalle. Los Cazadores Oscuros no existirían si alguien, y recalco este punto por tu inexistente inteligencia, o sea tú, no me hubiera robado los poderes que me permitían resucitar a los muertos. No necesitaba a los Cazadores Oscuros para luchar contra los daimons y proteger a los humanos. Me iba muy bien solo. Pero tú te empecinaste. Los creaste y me hiciste responsable de sus vidas. Es una responsabilidad que me tomo muy en serio, así que perdona si no te permito que los mates solo porque tienes el síndrome premenstrual inverso. La diosa frunció el ceño. —¿El síndrome premenstrual inverso? —Sí, a diferencia de las mujeres normales, tú estás insoportable veintiocho días al mes. Cuando Artemisa hizo ademán de abofetearlo, la agarró de la muñeca. —Que y o sepa no hemos hecho ningún trato, así que nada de golpes. —Lo quiero muerto —dijo ella al tiempo que se zafaba de un tirón.

—No seré tu mano ejecutora. Por suerte para Sin, él estaba de su parte. Porque gracias a él, Artemisa no lo mataría con sus propias manos. Siglos atrás y después de que la diosa flambeara a un Cazador Oscuro, habían hecho un trato según el cual nunca podría hacerle daño a un Cazador sin que él lo aprobase. Artemisa seguía echando chispas por los ojos. —Sin trama algo. Lo presiento. —De eso no me cabe la menor duda. Lleva planeando tu asesinato desde el día que le robaste su divinidad. Por suerte para ti, tendría que pasar por encima de mi cadáver y Sin lo sabe muy bien. —Me sorprende que no lo ayudes a matarme —replicó ella con los ojos entrecerrados. Ya eran dos. Pero, en el fondo, sabía que nunca podría hacerlo. Necesitaba a Artemisa para seguir viviendo. Y si él llegaba a morir, el mundo se convertiría en un lugar mucho más aterrador de lo que y a era. Una pena. Porque le encantaría darle la patada y no volver a verla en la vida. Artemisa le dio un empujoncito a la pierna que tenía doblada. —¿Ni siquiera vas a preguntarle por qué fue al museo? ¿Ni por qué agredió a los vigilantes de seguridad? Un ray ito de esperanza lo atravesó. —¿Vas a dejarme que me vaya para hacerlo? —Todavía me debes tres días de servicio. Adiós a la esperanza. Debería haberlo sabido. La zorra no tenía la menor intención de dejarlo salir de su templo hasta que acabaran sus dos semanas. El trato que habían hecho era amargo para él: dos semanas como su esclavo sexual a cambio de dos meses de libertad absoluta, dos meses en los que ella no intervendría en nada. Detestaba prestarse a esos jueguecitos, pero las circunstancias mandaban.

Aunque fueran una mierda. —Supongo que puede esperar. Artemisa le gruñó y apretó los puños. Aquerón era la cruz de su existencia. No entendía por qué lo aguantaba. Bueno, sí lo entendía. Pese a su cabezonería, era el hombre más sexy que había visto nunca. No había nada mejor que verlo moverse. O verlo sentado, como estaba en ese momento. Nunca había existido otro cuerpo masculino tan perfecto como el suy o. Se había recogido la larga melena rubia en una trenza que le caía por uno de los hombros. Estaba apoyado en la columna, con los brazos cruzados por delante del pecho, y su pie izquierdo, descalzo, se movía al compás de un ritmo imaginario que solo él podía escuchar. Era un hombre poderoso y valiente que solo se doblegaba a su voluntad cuando lo obligaba con sangre y fuego. E incluso entonces se mostraba reticente y desafiante. Era como una bestia salvaje que nadie podría domar jamás. Por eso se revolvía contra todo el que intentase acariciarlo. Y bien sabían los dioses que ella llevaba siglos intentando conquistarlo por las buenas o intentando someterlo por las malas. Pero nada funcionaba. Seguía siendo tan inalcanzable como siempre. Eso la sacaba de quicio. Hizo un mohín. —Te gustaría que me matase, ¿verdad? Aquerón soltó una carcajada. —¡Joder, no! Quiero reservarme ese honor. ¡Cómo se atrevía a decir algo así!, pensó para sus adentros. —¡Eres un…! —No me insultes, Artie —le advirtió de malos modos—, porque los dos sabemos que no hablas en serio.

Estoy empezando a cansarme de tu lengua. Artemisa sintió un escalofrío. —Qué curioso, porque yo nunca me canso de la tuya. —Extendió la mano para tocarle los labios. Eran la única parte de su cuerpo suave, como los pétalos de una rosa, y le encantaban—. Tienes una boca preciosa, Aquerón, sobre todo cuando la usas sobre mi cuerpo. Ash gruñó al reconocer la pasión en esos ojos verdes mientras le tocaba los labios. Se le puso la piel de gallina. —¿Es que no te quedas nunca satisfecha? Si fuera mortal, estaría cojeando del último asalto. O muerto. Tenemos que buscarte otro pasatiempo que no sea aprovecharte de mí. Sin embargo, y a era demasiado tarde, porque la diosa le estaba bajando la pierna y sentándose sobre su regazo. Ash apretó los dientes y apoyó la cabeza en la columna cuando ella empezó a mordisquearle el cuello. Ladeó la cabeza, consciente de lo que se avecinaba al sentir sus lametones. El corazón de Artemisa latía desbocado mientras se pegaba más a él. Hasta que le hincó sus afilados colmillos y comenzó a beber su sangre… —¡Katra! Kat Agrotera se sentó de golpe en la cama al escuchar el grito en su cabeza. —¿Qué he hecho ahora? —preguntó mientras intentaba adivinar por qué Artemisa se habría enfadado con ella. —¿Estabas dormida? Parpadeó al ver que la diosa se materializaba en el dormitorio, junto a la cama. La habitación estaba a oscuras salvo por el etéreo brillo azulado que irradiaba su cuerpo. Kat echó un vistazo a su propia cama con las sábanas arrugadas. Se miró a sí misma, con su pijama de franela rosa y el pelo revuelto, y decidió que un comentario sarcástico no sería lo más sensato. —Ya estoy despierta. —Bien. Tengo una misión para ti. Tuvo que contener una carcajada.

—Detesto tener que recordártelo, pero le cediste mis servicios a Apolimia, ¿no te acuerdas? La peor maldición de la Atlántida, esa a quien tanto temes, me ha prohibido seguir tus órdenes. Le hace gracia irritarte de esa manera. Artemisa la miró con los ojos entrecerrados. —Katra… —Matisera… —dijo, imitando el tono exasperado de la diosa—. Yo no te lo pedí. Fuiste tú quien hizo el trato con el que ahora tengo que vivir. La verdad es que me mosqueó muchísimo que me cambiaras como un vulgar cromo del que te habías cansado. Pero lo hiciste. Así que, sintiéndolo mucho, ahora juego con el equipo contrario. Artemisa se acercó y Katra se dio cuenta de que tenía miedo de verdad. —¿Pasa algo? Artemisa asintió con la cabeza antes de susurrar: —Va a matarme. —¿Aquerón? —Era el candidato más plausible. —No —respondió la diosa con brusquedad—. Aquerón nunca me haría daño. Solo me amenaza con ello. ¿Te acuerdas de cuando eras pequeña? Bueno, dado que eso había sido hacía unos diez mil u once mil años, le costaba un poquito hacer memoria. —Intento no recordar, pero algunas cosas siguen muy presentes. ¿Por qué? Artemisa se sentó en el borde de la cama antes de coger el tigre de peluche y abrazarlo. —¿Te acuerdas de Sin, el dios sumerio? Kat frunció el ceño. —¿El que se coló en tu templo hace eones e intentó quitarte los poderes y matarte? Artemisa apretó con más fuerza el peluche. —Sí. Ha vuelto y va a intentar matarme de nuevo. ¿Cómo era posible?, se preguntó. Ella misma se había ocupado de ese enemigo. —Creí que estaba muerto.

—No, Aquerón lo salvó antes de que muriese y lo convirtió en un Cazador Oscuro. Sin cree que fui yo quien le quitó sus poderes y lo sentenció a morir. —El terror que vio en los ojos de Artemisa la dejó helada—. Va a matarme, Katra, lo sé. El mundo va a acabarse. Nos acercamos al Apocalipsis sumerio… —No creo que los sumerios usen esa palabra. —¿¡A quién le importa cómo lo llamen!? —gritó la diosa—. El fin del mundo es el fin del mundo, lo llames como lo llames. La cosa es que Sin va a intentar derrocarme para ocupar mi lugar. ¿Sabes lo que eso significa? —¿Que muchos se alegrarán? —¡Katra! Se puso seria. —Lo siento. Lo entiendo. Quiere vengarse. —Sí, por algo que no hice. Necesito que me ay udes, Katra. Por favor. Se quedó sentada un rato, pensando. No era habitual que Artemisa pidiera las cosas por favor. Siempre las exigía… Y esa diferencia puso de manifiesto el miedo que la diosa sentía. Sin embargo y aunque saltaba a la vista que estaba aterrada, sospechaba que había algo más aparte de lo que le estaba contando. Siempre lo había. —¿Qué me ocultas? Artemisa la miró sin comprender. —No sé a qué te refieres. —Claro que sí. —Artemisa nunca contaba toda la verdad—.

Y antes de que me comprometa a meterme en una catástrofe, quiero saberlo todo. La expresión de Artemisa se crispó. —¿Estás diciéndome que te niegas a ayudarme después de todo lo que te he hecho? Eso lo resumía todo bastante bien, sí. —Creo que te refieres a « todo lo que has hecho por mí» , matisera, no a « todo lo que me has hecho» . —¿Qué más da? Contéstame ahora mismo. ¡Vaya! Menuda forma de pedir ayuda. Claro que esa era su naturaleza, y sería una mala señal si Artemisa no se mostraba autoritaria. —¿Qué quieres que haga? —¿Que qué quiero que hagas? Pues matarlo. La respuesta la dejó de piedra. —¡Matisera! ¿Sabes lo que estás pidiéndome? —Te pido que me salves la vida —masculló Artemisa—. Es lo mínimo que debes hacer por mí. Sobre todo después de todo lo que te he dado. Me matará si tiene la oportunidad, y se quedará con mis poderes. Quién sabe lo que le hará a la Humanidad cuando vuelva a ser un dios. Los sufrimientos que padecerán los humanos. Ya se lo he pedido a Aquerón y se ha negado en redondo a ay udarme. Tú eres mi única esperanza. —¿Por qué no lo matas tú misma? Sé que eres capaz. Artemisa se enderezó con un resoplido. —Tiene la Tuppi Shimati. Recuerdas lo que es, ¿verdad? —La Estela del Destino sumeria. Sí, la recuerdo bien. Quienquiera que la tuviera podría dejar a un dios momentáneamente sin sus poderes o arrebatárselos por completo, dejándolo indefenso y a su merced. Un objeto que los dioses no querían en las manos equivocadas. Artemisa tragó saliva.

—¿A por quién crees que irá Sin ahora que la tiene en su poder? De cajón. A por ella. —Me has convencido. No te preocupes, matisera. Se la quitaré. El alivio de Artemisa fue tan evidente como si le hubieran quitado un peso de encima. —No quiero que nadie sepa de nuestro pasado. Tú mejor que nadie sabes lo importante que es que permanezca oculto. No me falles, Katra. Necesito que cumplas tu palabra. Dio un respingo por el recordatorio de la única vez que le había fallado a Artemisa. —La cumpliré. Artemisa inclinó la cabeza antes de desaparecer. Kat se quedó tendida en la cama, pensando en todo lo que acababa de pasar. No dudaba de la veracidad de la información de Artemisa en cuanto a la Estela del Destino. El panteón de Sin fue quien la creó. Si había alguien capaz de rastrearla y utilizarla era precisamente él. Claro que Artemisa no dejaba de ser Artemisa. Lo que quería decir que faltaban unas piezas muy importantes del rompecabezas, y antes de que saliera a cazar a otro dios, aunque ya no tuviera sus poderes, quería saber todo lo posible sobre él. Extendió el brazo para coger el móvil que tenía en la mesita de noche, lo abrió y miró la hora. La una de la madrugada para ella, pero en Mineápolis sería medianoche. Marcó el seis y esperó a escuchar una dulce voz femenina. Sonrió al escuchar el saludo de su amiga. —Hola, Cassandra, ¿cómo estáis? En el pasado había sido la protectora de Cassandra por órdenes de Artemisa. Pero cuando Cassandra se volvió inmortal y se casó con Wulf, un antiguo Cazador Oscuro, le dieron otro destino… hasta que la entregaron al servicio de la diosa atlante Apolimia.

A pesar de eso, seguía manteniendo una estrecha relación con Cassandra y tenía la costumbre de visitarla cada vez que podía. —Hola, preciosa —dijo Cassandra con una carcajada—. Estamos bien. A punto de ver una película. Pero por tu tono de voz y por la hora, sé que no llamas solo para ver cómo estamos. Sonrió al escuchar el comentario tan perceptivo de su amiga. —Vale, me has pillado. Te he llamado por algo en concreto. ¿Puedes pasarme a tu maromo? Tengo que hacerle unas preguntillas sobre los Cazadores Oscuros. —Claro. Ahora mismo. Se pasó una mano por el pelo enredado mientras Wulf se ponía al teléfono. Cuando lo conoció, era un Cazador Oscuro. Los Cazadores eran protectores inmortales que habían jurado servir a Artemisa a cambio de un Acto de Venganza. Su trabajo consistía en matar a los daimons, que se alimentaban de almas humanas, y pasar la eternidad al servicio de la diosa, protegiendo a la Humanidad. Sin embargo, Wulf había conseguido la libertad y en ese momento vivía feliz con su esposa y sus dos hijos en Mineápolis. Y solo daba caza a los daimons cuando los Cazadores Oscuros de su zona necesitaban que les echara una mano. —Hola, Kat. ¿Querías preguntarme algo? —A pesar de todos los siglos transcurridos, seguía teniendo un fuerte acento nórdico. —Sí. ¿Por casualidad conoces a un Cazador Oscuro llamado Sin? —Conozco a un par con ese nombre. ¿A quién te refieres? —Al sumerio. —¿El dios depuesto? —Ese mismo. Wulf suspiró al otro lado de la línea mientras pensaba. —En persona no, no lo conozco.

Pero he oído algunos rumores. Dicen que está como una cabra. —¿Quién lo dice? —Todo el mundo. Cualquier Cazador Oscuro que haya estado en su zona. Cualquier escudero que hay a cometido el error de cruzarse en su camino. Es un cabrón muy cruel que no tolera a nadie cerca de él. Vaya, eso no sonaba nada prometedor. Pero confirmaba el miedo de Artemisa. —¿Sabes de alguien que haya hablado en persona con él? —Ash. La respuesta la dejaba con un par de problemas: a Artemisa le daría un pasmo si ella se acercaba al dios atlante; y… a Artemisa le daría un pasmo si se acercaba al dios atlante. —¿Alguien más? —No —respondió Wulf, categórico—. Te repito que es antisocial, un ermitaño, y que se niega a relacionarse con nadie. Dicen que una vez dejó morir a un Cazador Oscuro a manos de los daimons y que se rió, mientras lo veía. Métete en la página web de los Cazadores y entra en el foro. A lo mejor encuentras a alguien a quien hay a dejado acercarse. Aunque lo dudo mucho por lo poco que sé de él. Pero por intentarlo… Genial. Justo lo que necesitaba. —Vale. Gracias por echarme un cable. Anda, vuelve a la película. Cuidaos mucho. —Tú también. Colgó y cogió el portátil de debajo de la cama para seguir el consejo de Wulf, pero tras un par de horas buscando en el foro y leyendo los perfiles en la web de los Cazadores, se dio por vencida. Lo único que averiguó fue que Sin era un lobo solitario y un chalado.

Al parecer ni siquiera daba caza a los daimons. Según contaba uno, una vez pasó junto a un grupo de daimons que se estaban dando un festín y no se molestó en detenerlos. También decían que se autolesionaba quemándose y que ponía a caldo a todo el que se le acercaba. ¡Madre del amor hermoso, qué criatura más tierna! Estaba deseando conocerlo. Saltaba a la vista que no era muy sociable, cosa que a ella le daba igual. Como hija única, tampoco toleraba bien a los demás la may or parte del tiempo. Sin embargo, los rumores sobre las autolesiones eran preocupantes. ¿Qué clase de criatura haría algo semejante una y otra vez? ¿Habría perdido la razón cuando le arrebataron los poderes o siempre había sido así? Cerró el portátil con un suspiro y se obligó a levantarse de su cómoda cama para vestirse. Solo eran las tres de la mañana… todavía faltaban un par de horas para el amanecer, lo que quería decir que seguramente Sin seguiría en la calle, deambulando sin rumbo fijo mientras pasaba junto a los daimons que debería matar. Cerró los ojos y se concentró hasta dar con lo que estaba buscando… La esencia de Sin. Sin embargo, no estaba donde había esperado encontrarlo. En vez de estar en Las Vegas, se encontraba en Nueva York… En Central Park, para ser más exactos. Frunció el ceño mientras se teletransportaba al lugar en cuestión adoptando la forma de una Sombra transparente. Nadie podría verla, pero si la luz se reflejaba en ella en el ángulo adecuado, resaltaría el brillante contorno de su cuerpo. Razón por la que se ocultó en las sombras, lejos de la vista y del alcance de un dios depuesto que estaba como una cabra. Su investigación le había indicado que Sin estaba destinado en Las Vegas. A una media hora de la ciudad. ¿Qué estaba haciendo en Nueva York en plena noche? ¿Cómo y cuándo había llegado hasta allí? Aunque eso no era lo más importante. Lo más importante era su forma de moverse por las zonas más oscuras del parque. Su actitud era la de un rastreador. La de una bestia sedienta de sangre que seguía el rastro de su presa. Tenía la cabeza gacha y los ojos entrecerrados mientras exploraba la zona. Ataviado con un largo abrigo de piel que se agitaba por sus movimientos, conformaba una imagen impresionante. Tenía los hombros anchos y el pelo negro, corto y rizado. A diferencia de los otros Cazadores Oscuros, no tenía los ojos negros.

Eran castaños, con reflejos ambarinos… como los ojos de un león. De color topacio. Y relucían como el hielo en contraste con su piel bronceada. Sus facciones eran perfectas, cosa que cabía esperar ya que nació siendo un dios. Por regla general, los dioses no eran feos. Y aunque lo fuesen, solían utilizar sus poderes para corregir esa característica. Algo relacionado con la vanidad divina que tan desagradable resultaba en ocasiones. Parecía rondar la treintena y se movía con una elegancia atemporal. Tenías las cejas negras, el ceño fruncido en un gesto muy serio, y una barba de al menos dos días. A decir verdad, estaba para comérselo, y una parte de ella que desconocía se percató del peligro que irradiaba esa forma de caminar tan masculina. Su modo de andar tenía algo que se le subió a la cabeza, como un buen vino. La dejó mareada y sin aliento. Sintió el impulso de extender el brazo para acariciar a la criatura que sabía muy bien que la mataría a la menor oportunidad. Era fascinante e irresistible. De repente, lo vio detenerse en seco y ladear la cabeza en su dirección. Contuvo el aliento y se le desbocó el corazón. ¿La había escuchado? ¿Había percibido su presencia? No debería, pero era un dios… o lo había sido. Tal vez aún conservara ese poder. Sin embargo, al reparar en la tenue sombra que había aparecido a su izquierda, comprendió que no estaba mirando en su dirección. Estaba concentrado por completo en los árboles que ella tenía delante. Y hubiera lo que hubiese, estaba susurrando algo en un idioma que no había escuchado antes. Un idioma gutural, con un deje siniestro que se parecía mucho al chirrido de unos engranajes.

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