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El Destino del Cazador – Wilbur Smith

En 1913 León Courtney, ex combatiente convertido en cazador profesional, se encuentra en tierras de la tribu masai, en la británica África del Este, trabajando como guía en safaris para extranjeros millonarios y poderosos. Uno de sus clientes, el conde Otto von Meerbach, industrial alemán, lidera una poderosa fábrica de aviones y vehículos para la próspera armada del Káiser. León es reclutado por su tío, Penrod Ballantyne, comandante de las fuerzas británicas en África oriental, para investigar a Von Meerbach. Lo que no estaba en los planes era que se enamorara apasionadamente de Eva, la enigmática y bella mujer del conde. Poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, León descubre un complot de Von Meerbach contra los británicos que involucra a sobrevivientes desencantados de la Guerra de los Bóers. León intentará desentrañar qué hay detrás de esa conspiración, al tiempo que averigua quién es Eva realmente detrás de la máscara de mujer enamorada.


 

El 9 de agosto de 1906 era el cuarto aniversario de la coronación de Eduardo VII, Rey del Reino Unido y los Dominios Británicos, y Emperador de la India. Daba la casualidad de que era también el cumpleaños número diecinueve de uno de los leales súbditos de Su Majestad, el segundo teniente León Courtney, de la Compañía C, 3. er Batallón, 1. er Regimiento de los Rifles Africanos del Rey, o los RAR, como se los conocía comúnmente. León pasaba este cumpleaños cazando rebeldes nandi a lo largo de la fractura geológica del gran valle del Rift, en el interior profundo de esa joy a del imperio, el África Oriental Británica. Los nandi eran un pueblo belicoso, muy propenso a la insurrección contra la autoridad. Habían estado en rebelión esporádica durante los pasados diez años, desde que su hechicero y adivino principal había predicho que una gran serpiente negra se iba a mover por sus tierras tribales arrojando fuego y humo, trayendo muerte y catástrofes a la tribu. Cuando el gobierno colonial británico comenzó a colocar las vías para el ferrocarril, que fue proyectado para ir desde el puerto de Mombasa en el océano índico hasta las orillas del lago Victoria, casi mil kilómetros tierra adentro, los nandi lo interpretaron como el cumplimiento de la temida profecía y las brasas de la insurrección se encendieron otra vez. Ardían con más brillo a medida que la punta de lanza del ferrocarril se acercaba a Nairobi, para luego dirigirse hacia el Oeste por el valle del Rift y las tierras tribales de los nandi rumbo al lago Victoria. Cuando el coronel Penrod Ballantyne, el oficial que comandaba el regimiento de los RAR, recibió el despacho del gobernador de la colonia, en que se le informaba que la tribu se había alzado otra vez y estaba atacando posiciones aisladas del gobierno a lo largo de la propuesta ruta del ferrocarril, comentó con exasperación: —Bien, supongo que simplemente tendremos que darles otra buena paliza. — Y ordenó a su 3. er Batallón que abandonara sus cuarteles en Nairobi para hacer precisamente eso. Si hubiera podido elegir, León Courtney se habría ocupado de otras cosas ese día. Conocía a una joven cuyo marido había sido muerto no hacía mucho por un león salvaje en su shamba de café en las colinas Ngong, a pocos kilómetros de la nueva capital de la colonia, Nairobi. Debido a que era un intrépido jinete, además de un prodigioso ariete con la pelota, León había sido invitado a jugar como número uno en el equipo de polo del marido de ella. Por supuesto, por su condición de subalterno de baja graduación, no podía permitirse disponer de varios caballos, pero algunos de los miembros más prósperos del club estaban encantados de patrocinarlo. Como miembro del equipo del marido muerto de la joven, León tenía ciertos privilegios, o por lo menos él se había convencido de ello. Después de que pasó un tiempo decente, cuando la viuda se había recuperado de los más duros momentos de dolor, él fue a la shamba para ofrecer sus condolencias y respeto. Se sintió muy gratamente sorprendido al descubrir que ella se había recuperado de manera extraordinaria de aquella pérdida.


Incluso en su ropa de luto, León la encontró más atractiva que cualquier otra dama que hubiera conocido. Cuando Verity O’Hearne, porque ése era su nombre, reparó en el robusto muchacho vestido con su mejor uniforme, el sombrero de ala flexible, con la insignia del león y el colmillo de elefante del regimiento a un costado, y las botas de montar brillantes, vio en sus agradables facciones y su mirada franca una inocencia y un entusiasmo que le despertaron un cierto instinto femenino que al principio supuso que era maternal. En la amplia y umbrosa galería de la hacienda le sirvió té y sándwiches untados con pasta de anchoas de la mejor calidad. Al principio, León se sintió incómodo y tímido en su presencia, pero ella se mostró gentil y lo condujo con habilidad, hablando con un delicado acento irlandés que lo cautivó. La hora pasó con una rapidez sorprendente. Cuando él se puso de pie para retirarse, ella lo acompañó hasta los escalones de la entrada y le dio la mano al despedirse. —Por favor, teniente Courtney, si alguna vez está en las inmediaciones, vuelva a visitarme. A veces encuentro que la soledad es una carga pesada. —Su voz era grave y melosa, y su mano pequeña, de una sedosa suavidad. Las obligaciones de León, como el oficial más joven del batallón, eran muchas y pesadas, de modo que pasaron casi dos semanas antes de que pudiera aprovechar aquella invitación. Una vez que terminaron el té y los sándwiches, ella lo condujo al interior de la casa para mostrarle los rifles de caza de su marido, que deseaba vender. —Mi marido me dejó escasa de fondos, por lo que, lamentablemente, me veo forzada a encontrar un comprador para ellos. Tenía la esperanza de que usted, como militar, pudiera darme alguna idea de su valor. —Estaré encantado de ayudarla de cualquier manera posible, señora O’Hearne. —Es usted muy amable. Siento que es mi amigo y que puedo confiar en usted completamente. Él no pudo encontrar palabras para responderle. En cambio, fijó su mirada con humildad en sus grandes ojos azules; para ese momento ya era totalmente su esclavo. —¿Puedo tutearlo? —preguntó ella, y antes de que él pudiera responder estalló en violentos sollozos—. ¡Oh, León! Estoy tan triste y tan sola —le dijo y cay ó en sus brazos. Él la apretó contra su pecho. Le pareció que era la única manera de consolarla. Ella era tan liviana como una muñeca y colocó su preciosa cabeza sobre el hombro de León, devolviéndole el abrazo con entusiasmo. Después él trató de recrear lo que había ocurrido, pero todo era una mancha confusa y extática. No podía recordar cómo habían llegado a la habitación de ella.

La cama era un mueble grande y muy elaborado, con estructura de metal, y mientras y acían juntos sobre el colchón de plumas, la joven viuda le dio una visión de lo que podía ser el Paraíso y cambió para siempre el punto de apoyo sobre el que la existencia de León giraba. Y ahora, muchos meses después, en el calor que rielaba en el valle del Rift, mientras conducía su destacamento de siete askari, tropas tribales reclutadas en el lugar, en formación abierta a bayoneta calada, por la exuberante plantación de bananas que rodeaba los edificios de las oficinas centrales del comisionado de distrito en Niombi, León pensaba no tanto en sus obligaciones como en el pecho de Verity O’Hearne. A su izquierda, el sargento Manyoro hizo chasquear la lengua contra el paladar. León regresó bruscamente del tocador de Verity al presente y reaccionó permaneciendo inmóvil ante la disimulada advertencia. Su mente había estado vagando y había sido negligente en su deber. Todas las fibras de su cuerpo se tensaron como un sedal arrastrado por un pesado marlín en las profundidades de las aguas azules del canal de Pemba. Levantó la mano derecha, ordenando detenerse, y la fila de askari se detuvo a cada lado de él. Miró de reojo a su sargento. Many oro era un morani de los masai. Hermoso miembro de esa tribu, medía más de un metro ochenta de altura, y a la vez era tan delgado y garboso como un torero, llevando con elegancia su uniforme color caqui y el fez con borla: un guerrero africano de punta a punta. Cuando sintió los ojos de León sobre él, levantó su barbilla. León siguió el gesto y vio los buitres. Había sólo dos girando con las alas extendidas a gran altura por encima de los tejados de la boma, la oficina de administración del gobierno en Niombi. —¡Mierda! ¡Maldición! —susurró León en voz baja. No había esperado encontrar problemas. Le habían informado que el centro de la insurrección estaba a poco más de cien kilómetros al Oeste. Este puesto de avanzada del gobierno estaba fuera de los límites tradicionales de las tierras tribales de los nandi. Esto era territorio masai. Las órdenes de León eran simplemente reforzar la boma del gobierno con sus pocos hombres contra cualquier posibilidad de que la insurrección pudiera desbordar las fronteras tribales. Y en ese momento parecía que eso era lo que había ocurrido. El comisionado de distrito en Niombi era Hugh Turvey. León lo había conocido a él y a su esposa en el baile del Club de los Colonos en Nairobi la Nochebuena anterior. Era apenas cuatro o cinco años may or que León, pero estaba él solo a cargo de un territorio del tamaño de Escocia. Ya se había ganado la reputación de ser un hombre sólido, no uno que pudiera dejar que su boma se viera sorprendida por un grupo de rebeldes salvajes. Pero las aves que volaban en círculo eran un agüero siniestro, heraldos de la muerte.

León dio la señal con la mano a sus askari para cargar las armas y los cerrojos de las recámaras se movieron casi sin ruido mientras los proyectiles 303 se acomodaban en las recámaras de los Lee-Enfield de cañón largo. Otra señal con la mano y avanzaron con cautela en formación de escaramuza. Sólo dos aves, pensaba León. Podrían ser animales extraviados. Habría más de ellos si… Directamente de adelante escuchó el fuerte aleteo de alas pesadas y otro buitre ganó altura desde más allá de la cortina de bananeros. León sintió el frío del miedo. Si esas bestias se estaban posando, eso significaba que había carne por allí en alguna parte. Carne muerta. Otra vez hizo la señal de alto. Tocó con un dedo a Manyoro y luego avanzó solo mientras Manyoro lo cubría. Aunque sus movimientos eran cautelosos y silenciosos, alarmó a más de aquellos enormes consumidores de carroña. Solos y en grupos se elevaban azotando con las alas el cielo azul para unirse a la nube formada por sus compañeros que se movían en espiral. León caminó más allá del último bananero y se detuvo otra vez en el borde de la plaza de armas al aire libre. Adelante, las paredes de barro seco de la boma brillaban debido a la capa de cal que las cubría. La puerta de ingreso del edificio principal estaba abierta de par en par. En la galería y el suelo de arcilla de la plaza de armas, endurecido por el calor, se veían muebles rotos y documentos oficiales del gobierno desparramados. La boma había sido saqueada. Hugh Turvey y su esposa, Helen, estaban tendidos a la intemperie con los brazos y piernas abiertos. Estaban desnudos y el cadáver de su hija de cinco años se encontraba apenas un poco más allá de ellos. Había sido apuñalada una vez en el pecho con una assegai nandi de hoja ancha. Su cuerpo diminuto se había desangrado a través de la enorme herida, de modo que su piel brillaba blanca como la sal en la deslumbrante luz del sol. Sus padres habían sido crucificados. Los pies y las manos habían sido atravesados por afiladas estacas de madera clavadas en la superficie de arcilla. « Así que los nandi han aprendido finalmente algo de los misioneros» , pensó León con amargura. Miró fijo y detenidamente alrededor de los bordes de la plaza de armas, buscando alguna señal que delatara la presencia de los atacantes.

Cuando confirmó que y a se habían ido, prosiguió avanzando, caminando con cuidado por entre los restos del saqueo. Al acercarse a los cuerpos, vio que Hugh había sido torpemente castrado y que los pechos de Helen habían sido cortados. Los buitres habían agrandado las heridas. Las mandíbulas de ambos cadáveres estaban muy abiertas, sostenidas por trozos de madera. León se detuvo cuando llegó a ellos y los miró fijo. —¿Por qué les abrieron la boca? —preguntó, en swahili, cuando su sargento se detuvo junto a él. —Los ahogaron —contestó Many oro en voz baja, en el mismo idioma. Entonces León vio que la arcilla debajo de sus cabezas estaba manchada donde algún líquido derramado se había secado. Luego advirtió que sus orificios nasales habían sido obstruidos con bolitas de arcilla… debían de haber sido forzados a dar sus últimos suspiros por la boca. —¿Ahogaron? —León sacudió la cabeza sin comprender. Entonces, súbitamente, se dio cuenta del penetrante mal olor del amoníaco de la orina—. ¡No! —Sí —confirmó Many oro—. Es una de las cosas que los nandi les hacen a sus enemigos. Orinan en sus bocas abiertas hasta que se ahogan. Los nandi no son hombres, son mandriles. —No disimuló su desprecio y enemistad tribal. —Me gustaría encontrar a quienes hicieron esto —farfulló León a la vez que el asco era reemplazado por la cólera. —Los encontraré. No habrán ido lejos. León apartó la mirada de la repugnante carnicería para dirigirla a las alturas de la pendiente que ascendía trescientos metros arriba de ellos. Levantó su sombrero de ala flexible y se secó el sudor de la frente con el reverso de la mano que sostenía el revólver Webley reglamentario. Con un esfuerzo visible puso sus emociones bajo control; luego bajó otra vez la vista. —Primero debemos enterrar a estas personas —le dijo a Manyoro—. No podemos dejarlos para comida de las aves. Con cautela registraron los edificios y los encontraron abandonados, con señales de que el personal del gobierno había huido ante la primera indicación de problemas.

Luego León envió a Manyoro y a tres askari a registrar minuciosamente la plantación de bananas y asegurar el perímetro exterior de la boma. Mientras los hombres hacían lo suy o, él fue a las habitaciones privadas de los Turvey, una cabaña pequeña detrás del bloque de oficinas. También había sido saqueada, pero encontró una pila de sábanas en una alacena que había escapado a la atención de los saqueadores. Tomó algunas y las llevó afuera. Sacó las estacas con las que los Turvey habían sido clavados al suelo; luego retiró las cuñas de sus bocas. Algunos de los dientes estaban rotos y tenían los labios aplastados. León mojó su pañuelo con el agua de su cantimplora y les limpió la sangre y la orina secas en los rostros. Trató de mover sus brazos para ponerlos a los costados, pero la rigidez cadavérica los había agarrotado. Envolvió los cuerpos en las sábanas. La tierra en la plantación de bananas era blanda y estaba húmeda por la lluvia reciente. Mientras él y algunos de los askari hacían guardia para evitar un nuevo ataque, otros cuatro fueron con sus herramientas de trinchera para cavar una sola tumba para la familia. En lo alto de la abrupta elevación del terreno, justo debajo de la línea del horizonte y protegidos por un pequeño grupo de arbustos de la mirada de cualquier observador desde abajo, tres hombres estaban apoy ados en sus lanzas de guerra, balanceándose tranquilamente sobre una pierna en posición de cigüeña en descanso. Delante de ellos, el fondo del valle del Rift era una vasta llanura, un prado marrón salpicado con grupos de espinos, maleza y acacias. A pesar de su apariencia seca, las hierbas eran un agradable alimento muy apreciado por los masai, que hacían pastar allí su ganado de largos cuernos y joroba en el lomo. Desde la más reciente rebelión de los nandi, sin embargo, habían llevado sus rebaños a un área más segura, mucho más lejos hacia el Sur. Los nandi eran famosos ladrones de ganado. Aquella parte del valle había sido dejada para los animales salvajes, buenas presas de caza, que se amontonaban en grandes grupos que cubrían la llanura hasta donde llegaba la vista. A una cierta distancia, las cebras eran tan grises como las nubes de polvo que levantaban cuando galopaban nerviosamente al percibir el menor peligro; los antílopes kongoni, los ñus y los búfalos eran manchas oscuras sobre el paisaje dorado. Los cuellos largos de las jirafas se elevaban altos como postes de telégrafo por encima de las copas achatadas de las acacias, mientras que los antílopes eran etéreas motas color crema que bailaban y rielaban en medio del calor. Aquí y allá moles de lo que parecía roca volcánica negra se movían pesadamente por entre los animales menores, como embarcaciones oceánicas a través de bancos de sardinas. Eran los poderosos paquidermos, rinocerontes y elefantes. Se trataba de una escena tan primitiva como impresionante en su extensión y abundancia, pero para los tres observadores en las alturas era algo habitual. Su interés se concentraba en el pequeño grupo de edificios directamente debajo de ellos. Un arroyo que brotaba del pie de la pared de la elevación daba vida a los grupos de plantas que rodeaban los edificios de la boma del gobierno. El may or de los tres hombres llevaba una falda de colas de leopardo y una gorra de la misma piel negra moteada de oro.

Éstas eran las galas del principal hechicero de la tribu nandi. Su nombre era Arap Samoei y durante diez años había conducido la rebelión contra el invasor blanco y sus máquinas infernales, que amenazaban con profanar las sagradas tierras tribales de su pueblo. Las caras y los cuerpos de los hombres que lo rodeaban estaban pintados para la guerra: los ojos encerrados en un círculo ocre rojizo, una raya pintada a lo largo de sus narices y sus mejillas marcadas con el mismo color. Sus pechos desnudos estaban cubiertos con cal quemada en un dibujo que simulaba el plumaje de las gallinas de Guinea, que parecían buitres. Sus faldas estaban hechas de piel de gacela y sus tocados eran de pieles de gineta y de mono. —El mzungu y sus bastardos perros masai están bien en la trampa —señaló Arap Samoei—. Esperaba ver más, pero siete masai y un mzungu serán una buena presa. —¿Qué están haciendo? —preguntó al capitán nandi a su lado, protegiendo sus ojos de la luz intensa mientras espiaba por la empinada pendiente. —Están cavando un agujero para enterrar la mugre blanca que les dejamos —informó Samoei. —¿Es el momento de llevar las lanzas hacia ellos? —quiso saber el tercer guerrero. —Es el momento —respondió el hechicero principal—. Pero reserven al mzungu para mí. Quiero cortarle las pelotas con mi propia arma. Con ellas haré una poderosa medicina. —Tocó el mango del machete en su cinturón de piel de leopardo. Era un cuchillo con una hoja pequeña y pesada, el arma predilecta de los nandi para el cuerpo a cuerpo—. Quiero escucharlo chillar, chillar como un jabalí verrugoso en las mandíbulas de un leopardo cuando le quite su virilidad. Cuanto más fuerte grite, más poderosa será la medicina. Se volvió y caminó de regreso a la cima de la rugosa pared de roca, y miró abajo hacia el pliegue de tierra muerta detrás de él. Sus guerreros esperaban pacientemente en cuclillas sobre la corta hierba, filas y filas de ellos. Samoei levantó el puño cerrado y los impi que estaban a la espera se pusieron de pie de un salto, sin hacer el menor ruido que pudiera ser oído por su presa. —¡La fruta está madura! —gritó Samoei. —¡Está lista para la hoja! —acordaron sus guerreros al unísono. —¡Vamos a la cosecha! La tumba estaba lista, a la espera de recibir su ofrenda. León hizo una inclinación de cabeza en dirección a Many oro, quien dio una orden silenciosa a sus hombres.

Dos saltaron dentro del hoy o y los otros les pasaron los bultos envueltos. Colocaron los dos más grandes y de extrañas formas uno junto al otro en el fondo de la tumba, con el más pequeño ajustado entre ellos, un pequeño y patético grupo, unido para siempre en la muerte. León se quitó el sombrero de ala flexible y cayó sobre una rodilla al borde de la tumba. Manyoro ordenó al pequeño grupo de hombres que se alinearan detrás de él con sus rifles inclinados. León empezó a recitar el Padrenuestro. Los askari no comprendían las palabras, pero conocían su significado pues las habían escuchado muchas otras veces pronunciadas sobre otras tumbas. —¡Porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria por siempre, amén! —Al terminar, León comenzó a ponerse de pie, pero antes de terminar de erguirse, el silencio agobiante de la calurosa tarde africana fue alterado por un ruido ensordecedor de alaridos y gritos. Dejó caer su mano hasta la culata del revólver Webley enfundado en su ancho cinturón militar de cuero sostenido por una correa en diagonal, y miró rápidamente a su alrededor. Del denso follaje de los bananeros salió una multitud de cuerpos brillantes por el sudor. Venían de todas partes, corriendo y saltando, blandiendo sus armas. La luz del sol lanzaba destellos sobre las hojas de las lanzas y las panga. Hacían sonar como tambores sus escudos de cuero crudo golpeándolos con sus garrotes, dando grandes saltos en el aire mientras corrían hacia el pequeño grupo de soldados. —¡A mí! —gritó León—. ¡Formen junto a mí! ¡Ataquen! ¡Ataquen! ¡Ataquen! Los askari reaccionaron con entrenada precisión, formando de inmediato un apretado círculo alrededor de él, con los rifles listos y las bayonetas apuntando hacia fuera. Al evaluar su situación, León vio rápidamente que su grupo estaba totalmente rodeado, salvo por el lado más cercano al edificio principal de la boma. La formación nandi debió de haberse dividido al rodearlos, dejando una angosta brecha en su línea. —¡Comiencen a disparar! —gritó León, y el ruido de los siete rifles quedó casi ahogado en el alboroto de gritos y ruidos producidos por los golpes en los escudos. Vio caer sólo a uno de los nandi, un jefe que llevaba falda y tocado de pieles de monos colobo. Su cabeza cayó hacia atrás empujada por la pesada bala de plomo, y el tejido ensangrentado estalló en una nube desde la parte posterior de su cráneo. León supo quién había disparado esa bala. Manyoro era un tirador experto, y León lo había visto elegir su víctima y luego apuntar deliberadamente. El ataque se desordenó cuando cayó el jefe, pero después de un chillido de rabia lanzado desde la retaguardia por un hechicero vestido con piel de leopardo, los guerreros se reorganizaron y volvieron al ataque otra vez. León se dio cuenta de que este hechicero era quizás el famoso líder de la insurrección, Arap Samoei en persona. Le hizo dos rápidos disparos, pero había una distancia de más de cincuenta metros y el Webley de cañón corto era un arma para corta distancia. Ninguna de las balas tuvo efecto alguno.

—¡A mí! —gritó León otra vez—. ¡Cierren filas! ¡Síganme! —Los condujo corriendo directamente hacia la angosta brecha en la línea nandi, para dirigirse luego al edificio principal. El pequeño grupo de hombres vestidos de color caqui había ya casi cruzado la línea antes de que los nandi avanzaran en tropel otra vez y los detuvieran. Ambos bandos se vieron en un instante envueltos en un choque cuerpo a cuerpo.

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