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El Despertar de los Héroes – Robert Jordan

Rand ha sobrevivido a su primer enfrentamiento con los perversos seguidores del Oscuro, pero ni sus amigos ni él están a salvo, ya que el Señor del Mal ha liberado a los Renegados, mientras los héroes de todas las eras se levantan de la tumba cuando el Cuerno de Valere los saca de su sueño. Al verse obligado a enfrentarse a las fuerzas de la oscuridad, Rand está decidido a escapar de su destino, pero no puede estar huyendo siempre. Cada día que pasa aumenta la fuerza del Oscuro, que lucha con empeño por destruir su arcaica prisión para acabar con la Rueda y poner fin al tiempo. Si nadie se lo impide, hará añicos el Entramado que sustenta la realidad y el mundo estará perdido para siempre. Así pues, mientras Rand huye, el Entramado lo acerca a su sino.


 

EN LA SOMBRA l hombre que se autodenominaba Bors, al menos en aquel lugar, esbozó una sonrisa despreciativa al advertir los quedos murmullos que recorrían la abovedada estancia, similares al parloteo atropellado de los gansos. Su mueca quedó oculta, sin embargo, bajo la máscara de seda negra que le cubría el rostro, una máscara idéntica a la que velaba el centenar de caras presentes en la sala y el centenar de pares de ojos que trataban de percibir lo que se extendía ante ellos. A primera vista, hubiérase dicho que aquella enorme habitación pertenecía a un palacio, con sus altas chimeneas de mármol, sus lámparas doradas, que colgaban de un techo en forma de cúpula, sus abigarrados tapices e intrincados diseños en el mosaico del suelo. Aquélla era, no obstante, la primera sensación, pues si uno se detenía a examinar con más atención descubría insólitos detalles. Las gruesas llamas que danzaban en los hogares no despedían ningún calor. Las paredes que tapaban las colgaduras, y los techos, situados a una altura muy superior a la de las lámparas, eran de tosca piedra casi negra. No había ventanas y sólo se advertían dos puertas, una a cada extremo de la estancia. Era como si alguien hubiera intentado imitar el aspecto de una sala de recepción de un palacio pero sin preocuparse más que en algunos rasgos esenciales. El hombre que se autodenominaba Bors ignoraba el sitio donde estaba ubicada aquella habitación y no creía que los demás estuvieran mejor informados que él. En realidad no le agradaba plantearse preguntas acerca del lugar donde podía hallarse. Ya era suficiente con que lo hubieran citado allí. Tampoco le gustaba pensar en aquello, pero, a pesar de la naturaleza de aquella reunión, había aceptado asistir a ella. Movió su capa, congratulándose de que los fuegos estuvieran fríos, pues de lo contrario hubiera hecho demasiado calor para llevar puesta la prenda de lana negra que lo arropaba de pies a cabeza. Todos sus ropajes eran negros. Los amplios pliegues de la capa encubrían los hombros que encorvaba para disimular su altura y alimentaban la confusión acerca del verdadero tamaño de su cuerpo. No era él el único de los presentes en ir tan cubierto. Contempló en silencio a sus compañeros. La paciencia había sido una constante a lo largo de la mayor parte de su vida. Si aguardaba y observaba durante el tiempo suficiente, siempre había alguien que indefectiblemente cometía un error. Seguramente la may oría de hombres y mujeres reunidos allí profesarían la misma filosofía; miraban y escuchaban en silencio a quienes debían hablar.


Algunas personas no eran capaces de soportar la espera ni el silencio y acababan revelando más de lo que ellos mismos tenían conciencia. Esbeltos y jóvenes criados de cabellos dorados circulaban entre los invitados, ofreciendo vino con una reverencia y una sonrisa. Doncellas y muchachos llevaban indistintamente ceñidos pantalones blancos y blancas camisas de holgados faldones. Y varones y hembras por igual se movían con una gracia impecable. Cada uno de ellos parecía una imagen calcada de los demás, en la cual la belleza de los chicos no desmerecía en nada la hermosura de las doncellas. Dudaba de su capacidad de distinguir uno de otro, y ello a pesar de ser persona que distinguía y retenía los rostros con facilidad. Una sonriente muchacha le acercó una bandeja con copas de cristal. Tomó una, resuelto a no beber su contenido; tal vez sería interpretado como una muestra de recelo —o algo peor, lo cual podía tener consecuencias mortales allí — que la rehusara de plano, pero ¿quién sabía lo que podían agregar a una bebida? Estaba seguro de que algunos de sus acompañantes no tendrían inconveniente en ver menguar el número de sus rivales en el acceso al poder. Se preguntó distraídamente si se desharían de los sirvientes después de la reunión. « Los sirvientes lo oyen todo» . Cuando la criada se irguió tras inclinarse cortésmente, miró aquellos ojos que se revelaban sobre su dulce sonrisa: ojos inexpresivos y vacíos, los ojos de una muñeca, más apagados que la propia muerte. Se estremeció mientras la muchacha se alejaba con gráciles movimientos y se llevó la copa a los labios antes de recobrar el aplomo. Lo que le horrorizaba no era lo que habían hecho con la joven, sino la comprobación de que, en cada ocasión que creía detectar alguna debilidad en sus amos actuales, notaba como si se le hubieran adelantado, atajando la supuesta debilidad con una ruda precisión que lo sumía en la perplejidad. Y en la preocupación. La primera norma de su vida había sido siempre buscar los puntos flacos, pues cada uno de ellos era un resquicio que le permitía tantear, obtener información y adquirir mayor influencia. Si sus amos actuales, sus amos del momento, poseían vigor equiparable en todos los flancos… Frunciendo el entrecejo tras la máscara, examinó a sus compañeros. Al menos en éstos advertía múltiples señales de debilidad. Su nerviosismo los traicionaba, incluso a aquellos que tenían el suficiente juicio como para mantenerse callados. Una rigidez en la apostura de uno, una torpeza en la manera de sostener las faldas de otra. Más de una cuarta parte de ellos, según sus estimaciones, no se había preocupado en disfrazarse más que con la máscara. Su atuendo mostraba claros indicios de su identidad. Una mujer situada de pie ante un tapiz de tonos dorados y carmesí hablaba en voz baja con alguien, cuy o sexo le era imposible determinar, tapado con capa y capucha grises. Era evidente que había escogido aquel lugar para que sus ropajes resaltaran con más fuerza sobre los colores de la colgadura. Resultaba doblemente insensato atraer la atención sobre sí, dado que su vestido escarlata, de generoso escote y dobladillo elevado, que dejaba visibles unos escarpines dorados, denunciaba su procedencia illiana y su condición de señora adinerada, de noble estirpe tal vez. A poca distancia de la illiana, había otra mujer, sola y admirablemente silenciosa.

Con un cuello de cisne y una lustrosa melena negra cuyas ondulaciones le llegaban hasta la cintura, daba la espalda a la pared de piedra, observándolo todo. No había nerviosismo allí, sino un sereno dominio de sí. Aquello era, en efecto, muy loable, pero su piel cobriza y su traje largo de color crema, que no dejaba al descubierto más que sus manos, ceñido y de tela apenas opaca que insinuaba sus formas sin revelarlas era una marca patente de su pertenencia a la alta aristocracia de Arad Doman. Y, a menos que el hombre que se hacía llamar Bors anduviera totalmente desencaminado en sus suposiciones, el macizo brazalete de oro que lucía en su muñeca izquierda tenía grabadas las enseñas de su casa. Sin duda, había de ser de su propia familia; ningún domani de alta alcurnia sería capaz de doblegar su orgullo llevando las insignias de otra casa. Aquella ostentación era una absoluta temeridad. Un hombre vestido con una chaqueta shienariana de cuello alto y tonalidad azul cielo pasó ante él dedicándole una recelosa mirada que lo recorrió de pies a cabeza. Su porte lo identificaba como soldado, y la postura de sus hombros, su manera de mirar sin posar la vista más de unos instantes en un lugar, y su mano, aparentemente dispuesta a empuñar rápidamente una espada que no llevaba en el cinto, no hacían más que corroborar tal apreciación. El shienariano apenas desperdició un minuto en el hombre que se autodenominaba Bors; sus hombros encorvados no expresaban ninguna amenaza. El individuo que se hacía llamar Bors esbozó una mueca de desdén mientras el shienariano proseguía su camino, con la mano derecha cerrada en un puño y los ojos escrutando a alguien más para detectar su peligrosidad. Él era capaz de desenmascararlos a todos, desde su clase social a su país de origen. Mercaderes y guerreros, plebeyos y nobles. De Kandor y Cairhien, Saldaea y Ghealdan: de cada una de las naciones y de casi todos los pueblos existentes. Arrugó la nariz, presa de una súbita aversión. Incluso había un gitano, ataviado con pantalones de color verde chillón y una escandalosa chaqueta amarilla. « Llegado el Día, podremos prescindir de ésos» . Los que disimulaban conscientemente su apariencia no salían, en la mayoría de los casos, mejor parados, a pesar de ir envueltos en capas y telas. Advirtió, bajo el borde de una túnica oscura, las botas adornadas con plata de un gran señor de Tear, y, bajo otra, la imagen fugaz de unas espuelas con la cabeza dorada de un león, que únicamente utilizaban los oficiales de alto rango de la guardia de la reina de Andor. Un sujeto esbelto, cuy a delgadez era patente bajo su hábito negro que barría el suelo y una anónima capa gris abrochada con un anodino broche de plata, escudriñaba desde las sombras de su profunda capucha. Aquél podía ser cualquiera, proceder de cualquier país…, salvo por la estrella de seis puntas tatuada entre el pulgar y el índice de su mano derecha. Por consiguiente era un Marino y una mirada a su mano izquierda proclamaría las marcas de su clan y estirpe. El hombre que se autodenominaba Bors no se molestó en tratar de averiguar cuáles eran. De pronto entrecerró los ojos, fijándolos en una mujer rebujada en negro, que no mostraba más que los dedos. En su mano derecha había un anillo con la forma de una serpiente que se mordía la cola. Aes Sedai o, como mínimo, una mujer que había recibido las enseñanzas de las Aes Sedai en Tar Valon.

Nadie más llevaría tal joy a. Para él, ambas cosas se reducían a lo mismo. Apartó la mirada de ella antes de que notara que la observaba y casi de inmediato distinguió otra mujer completamente arropada en negro que también lucía el anillo con la Gran Serpiente. Las dos brujas no daban muestras de conocerse entre sí. En la Torre Blanca se sentaban como arañas en medio de una telaraña, tendiendo los hilos en los que danzarían rey es y reinas, entrometiéndose en asuntos ajenos. « ¡Malditas sean hasta la eternidad!» . Cayó en la cuenta de que estaban rechinándole los dientes. Si el número de adeptos había de disminuir —y en efecto, así debía suceder antes del Día—, había ciertos elementos cuya desaparición sería aún más ansiada que la de los gitanos. Sonó un tintineo, compuesto de una sola nota vacilante que, procedente a un tiempo de todas direcciones, atajó bruscamente cualquier otro ruido con la precisión del filo de un cuchillo. Las imponentes puertas del fondo de la sala se abrieron, para dar paso a dos trollocs con mallas negras que les llegaban hasta las rodillas, decoradas con púas. Todos los presentes, incluso el hombre que se hacía llamar Bors, retrocedieron. Con una estatura que superaba en más de una cabeza a la de los más altos hombres congregados allí, eran una repulsiva mezcolanza de hombre y animal, con unas caras deformes y alteradas. Uno tenía un macizo y acerado pico en lugar de boca, y plumas donde debería haberle crecido el cabello. El otro caminaba sobre pezuñas, su cara terminaba en un prominente y peludo hocico y en su cabeza despuntaban unos cuernos de cabra. Haciendo caso omiso de los humanos, los trollocs se volvieron hacia la puerta y realizaron una profunda reverencia, en actitud servil y acobardada. Las plumas de uno de ellos se irguieron formando una enhiesta cresta. Cuando un Myrddraal avanzó entre ellos, se postraron de rodillas. Éste iba ataviado con unas prendas negras cuya intensidad hacía aparecer, por contraste, claras las mallas de los trollocs y las máscaras de los humanos. Su atuendo se mantenía inalterable, sin una arruga, mientras se movía con la agilidad de una víbora. El hombre que se hacía llamar Bors notó cómo los labios se le separaban para esbozar un rictus, el cual reflejaba en parte una amenaza y por otra un temor, que le avergonzaba confesarse incluso a sí mismo. El Fado tenía al descubierto su pálida faz de hombre, carente de ojos y con la lisura de un huevo, semejante a un gusano. El terso semblante blanco giró, al parecer mirándolos a todos, uno por uno. Un visible escalofrío los recorrió bajo el peso de aquella mirada en la que no mediaban ojos. Sus finos y exangües labios se arquearon en una especie de sonrisa al tiempo que los personajes enmascarados intentaban retroceder para fundirse entre la multitud y evitar así aquel escrutinio. La mirada del Myrddraal los hizo desplegarse formando un semicírculo encarado hacia la puerta.

El hombre que se hacía llamar Bors tragó saliva. « Llegará un día, Semihombre, cuando el Gran Señor de la Oscuridad llegue de nuevo, en que elegirá a sus nuevos Señores del Espanto y tú te humillarás ante ellos. Te humillarás ante los hombres. ¡Ante mí! ¿Por qué no dices nada? ¡Deja de mirarme y habla!» . —Vuestro amo va a entrar. —La rasposa voz del Myrddraal recordaba el sonido de una piel seca de serpiente restregada—. ¡Postraos boca abajo, gusanos! ¡Arrastraos, no sea que su relumbre os ciegue y os queme! El individuo que respondía al nombre de Bors se sintió rebosar de rabia, tanto por el tono empleado como por las palabras pronunciadas, pero entonces el aire suspendido sobre el Myrddraal comenzó a brillar y ello suprimió súbitamente su acceso de furia. « ¡No es posible! ¡No es posible que…!» . Los trollocs ya se habían pegado al suelo como si quisieran esconderse en él. Sin aguardar a ver si los demás se movían, el supuesto Bors se postró con el rostro inclinado, gruñendo al golpearse contra la piedra. A sus labios afluyeron las palabras de un encantamiento para prevenir el peligro —el encantamiento era una pobre defensa contra lo que temía— y oy ó un centenar de voces, jadeantes a causa del miedo, que lo acompañaban murmurando la misma fórmula. —El Gran Señor de la Oscuridad es mi señor y y o lo sirvo de todo corazón hasta la última fibra de mi alma. —En lo más recóndito de su mente oía una voz empavorecida. « El Oscuro y todos los Renegados están confinados…» . Estremeciéndose, la silenció. Hacía mucho tiempo que había dejado de escuchar aquella voz—. He aquí que mi señor es el Señor de la Muerte. Sin pedirle nada lo sirvo en espera del Día de su Advenimiento y, sin embargo, lo sirvo con la firme confianza de la vida eterna. —« … confinados en Shay ol Ghul, encerrados por el Creador en el momento de la creación. No, ahora me hallo al servicio de un amo distinto» —. Sin duda los fieles serán exaltados en la tierra, exaltados sobre los paganos, elevados por encima de tronos, pero y o sirvo humildemente en espera del Día de su Retorno. —« La mano del Creador nos resguarda a todos y la Luz nos protege de la Sombra. ¡No, no! Un amo distinto» —. Se acerca veloz el Día del Retorno. Se aproxima veloz el Gran Señor de la Oscuridad para guiarnos y gobernar el mundo por los siglos de los siglos.

El hombre que se hacía llamar Bors finalizó su profesión de fe sin resuello, como si hubiera corrido diez millas. El sonido de la respiración trabajosa de los demás le indicó que éstos se encontraban en similar estado. —Levantaos. Levantaos todos. Aquella voz meliflua lo tomó por sorpresa. Era evidente que ninguno de sus compañeros, tumbados boca abajo con sus enmascarados rostros pegados a las baldosas, habría osado hablar, pero aquélla no era la voz que esperaba en… Con cautela, irguió levemente la cabeza para mirar con un ojo. La figura de un hombre flotaba en el aire por encima del Myrddraal, con una túnica del color rojo de la sangre cuy o borde mediaba un palmo de la cabeza del Semihombre. La máscara del rostro tenía también el mismo tono sanguinolento. ¿Era factible que el Gran Señor de la Oscuridad se personara ante ellos como un hombre? ¿Y enmascarado además? El Myrddraal, con la mirada llena de terror, temblaba y casi doblegaba el cuerpo bajo la sombra de la figura. El hombre autodenominado Bors se afanaba en hallar una respuesta que su mente pudiera albergar sin estallar. Uno de los Renegados, tal vez. Aquel pensamiento era menos angustiante. Aun así, el hecho de que uno de los Renegados estuviera libre representaba que el día del retorno del Oscuro se encontraba próximo. Los Renegados, trece de los más destacados encauzadores del Poder Único en una era plagada de potentes esgrimidores, habían sido encarcelados en Shayol Ghul junto con el Oscuro, merced a los sellos creados por el Dragón y los Cien Compañeros, desterrados del mundo de los hombres. El contraataque producido por aquella acción había contaminado la parte masculina de la Fuente Verdadera; y todos los varones Aes Sedai, aquellos malditos esgrimidores del Poder, enloquecieron y desmembraron el mundo, lo hicieron añicos como una taza de cerámica aplastada contra las rocas, y pusieron así fin a la Era de Leyenda antes de morir, descomponiéndose aún en vida. Una muerte adecuada para Aes Sedai, a su juicio. Demasiado benigna para ellos. Su único pesar era que las mujeres no se hubieran visto afectadas por igual suerte. Lenta y dolorosamente, se esforzó por ahuy entar el pánico de su mente, por confinarlo en lo más recóndito y retenerlo allí a pesar de sus forcejeos por salir a la luz. Era todo cuanto podía hacer. Ninguno de los que estaban postrados en el suelo se había incorporado y sólo unos cuantos se habían atrevido a levantar la cabeza. —Levantaos. —La voz de la figura enmascarada de rojo sonó como un restallido esta vez. Gesticuló con ambas manos—. ¡De pie! El hombre que respondía al nombre de Bors se enderezó con torpeza, pero vaciló cuando y a estaba casi erguido.

Aquellas manos estaban horriblemente quemadas, cuarteadas por negras fisuras entre las que se percibía una carne al vivo tan rojiza como los ropajes que vestía aquel personaje. « ¿Acaso el Oscuro aparecería de aquella manera? ¿O incluso uno de los Renegados?» . Los orificios visuales de aquella máscara de color sangre lo recorrieron lentamente y él se apresuró a terminar de incorporarse. Tenía la impresión de que de aquella mirada emanaba el mismo calor de un horno abierto. Los demás obedecieron a la orden tan desmañada y temerosamente como él. Cuando todos se encontraron de pie, la figura flotante tomó la palabra. —Se me han otorgado muchos nombres, pero vosotros me conoceréis por el de Ba’alzamon. El hombre que se hacía llamar Bors apretó los dientes para evitar que le castañetearan. Ba’alzamon. En la lengua de los trollocs, significaba « Corazón de la Oscuridad» , e incluso los infieles sabían que ése era el nombre trolloc para designar al Gran Señor de la Oscuridad, Aquel Cuyo Nombre No Debe Pronunciarse. No era su verdadero nombre, Shai’tan, pero aun así pesaba sobre él una prohibición. Entre los congregados allí y otras personas de sus mismas tendencias, era una blasfemia mancillar cualquiera de las dos designaciones con la lengua humana. Su aliento silbaba al atravesar las ventanas de su nariz y a su alrededor escuchaba a otros que jadeaban tras las máscaras. Los criados habían desaparecido, al igual que los trollocs, aun cuando él no los hubiera visto marcharse. —El lugar donde os halláis se encuentra a la sombra de Shay ol Ghul. —Al oír aquella afirmación, más de uno exhaló un lamento; el hombre que se autodenominaba Bors no estaba seguro de si él no había gemido también. Ba’alzamon incorporó a su voz un matiz de algo muy similar a la burla mientras extendía los brazos—. No temáis, pues el día de la ascensión de vuestro amo sobre el mundo está a nuestro alcance. El Día del Retorno se acerca. ¿No os lo indica el hecho de que yo esté aquí, a la vista de vosotros, los privilegiados entre vuestros hermanos y hermanas? Pronto se quebrará la Rueda del Tiempo. Pronto la Gran Serpiente perecerá y con el poder de su muerte, de la muerte del propio Tiempo, vuestro amo rehará el mundo a su imagen para que perdure durante esta era y todas las eras venideras. Y aquellos que me sirven, fiel y diligentemente, se sentarán a mis pies sobre las estrellas del cielo y gobernarán para siempre el mundo de los hombres. Así lo he prometido y así será a perpetuidad. Viviréis y gobernaréis eternamente. Un murmullo de expectación recorrió a los presentes y algunos dieron incluso un paso adelante, en dirección a la flotante figura de color carmesí, con la mirada perdida, embelesados.

El propio hombre que se autodenominaba Bors sintió el arrebato de aquella promesa, la misma promesa por la que había vendido su alma un centenar de veces. —El Día del Retorno se aproxima —reiteró Ba’alzamon—, pero queda mucho por hacer. Mucho por hacer. El aire que ocupaba el lado izquierdo de Ba’alzamon comenzó a brillar y a solidificarse y entonces apareció allí la figura de un joven, apenas algo más bajo que Ba’alzamon. El hombre que se hacía llamar Bors no acababa de determinar si era un ente vivo o no. Parecía un muchacho campesino, a juzgar por su vestimenta, con un pícaro brillo en los ojos marrones y el esbozo de una sonrisa en los labios, como si rememorara o planeara una broma. Su cuerpo parecía tibio, pero el pecho no se movía con el compás de la respiración y los ojos no pestañeaban.

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