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El crimen de Lord Arthur Saville – Oscar Wilde

Esta obra fue publicada en 1887 en The Court and Society Review, antes de aparecer en un volumen junto con otras obra de Wilde en 1891. En una de las fastuosas fiestas que da Lady Windermere para las celebridades, Lord Arthur conoce al quiromántico personal de su anfitriona, el señor Podgers, quien se pasa la noche alegremente vaticinando el futuro de los invitados. Sin embargo, al leerle la mano a Sir Arthur le hará saber que está destinado a cumplir con un trágico destino: cometer un crimen. Desde ese momento Lord Arthur planea su vida para acabar lo más pronto posible con el asunto del asesinato y poder casarse sin llevar a su matrimonio esa molesta carga. En El crimen de Lord Arthur Saville se nos revela el Wilde en estado puro, el observador más irónico y despiadado de una sociedad decadente y egoísta. Una historia excepcionalmente elaborada que, con un estilo exquisito, indaga en los profundos recovecos de la culpa y el deseo, obsesiones recurrentes en toda la obra del genial escritor dublinés. Oscar Wilde consigue con su amargo humor y una sutil ironía que el crudo retrato de una clase social aristocrática, con sus vicios y defectos, se disfrace de comedia ligera, haciendo de esta novela breve una ficción deliciosa e imprescindible. Capítulo 1 Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pascua, y Bentinck-House estaba más concurrida que nunca. Seis miembros del gabinete vinieron directamente una vez terminada la interpelación del speaker [1] , con todas sus condecoraciones y bandas. Las mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y vistosos, y al final de la galería de retratos, se encontraba la princesa Sofía de Carlsruhe, una señora gruesa, de tipo tártaro, con unos pequeños ojos negros y unas esmeraldas magníficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo cuanto le decían. En realidad aquello era una espléndida mezcolanza de personas: altivas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con violentos radicales. Predicadores populares se codeaban con célebres escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una corpulenta prima donna. En la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media de la noche. Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regresó a la galería de retratos, donde un famoso economista explicaba, con aire solemne, la teoría científica de la música a un indignado virtuoso húngaro; y comenzó a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere lucía extraordinariamente bella, con su garganta marfilina y de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono pajizo que hoy usurpan la hermosa denominación del oro, cabellos que parecían tejidos con rayos de sol o bañados en ámbar, cabellos que encuadraban su rostro como un nimbo de santa, con la fascinación de una pecadora. Se prestaba a un interesante estudio psicológico. Desde muy joven, descubrió en la vida la importantísima verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como la indiscreción y, por medio de una serie de escapatorias arriesgadas, inocentes por completo la mitad de ellas, adquirió todas las ventajas de una definida personalidad. Había cambiado más de una vez de marido. En la Guía Social de Debrett, aparecían tres matrimonios a su crédito, pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de murmurar en sordina sus escándalos. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y la dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que constituye el secreto para conservarse joven. De repente miró ansiosa a su alrededor por el salón, y dijo con una voz clara de contralto: —¿Dónde está mi quiromántico? —¿Tu qué, Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario. —Mi quiromántico, duquesa.


Ya no puedo vivir sin él. —¡Querida Gladys, tú siempre tan original! —murmuró la duquesa, intentando recordar lo que era en realidad un quiromántico, y confiando en que no podía ser lo mismo que un pedicuro [2] . —Viene a verme la mano dos veces por semana, con regularidad —continuó lady Windermere— y es muy interesante lo que estudia en ella. “¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Después de todo debe ser una especie de pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin…, supongo que será un extranjero. Así no resultará tan atroz. —Tengo que presentárselo. —¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quieres decir que está aquí?, y empezó a buscar su abanico de carey y un chal de encaje viejo, preparándose para marchar en seguida. —Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que tengo una mano puramente psíquica, y que si mi dedo pulgar hubiese sido un poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya estaría recluida en un convento. —¡Ah, sí! —exclamó la duquesa tranquilizándose—. Dice la buena ventura, ¿no es eso? —Y la mala también —respondió lady Windermere—, y otras cosas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar al mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la comida en una canastilla todas las tardes. Eso está escrito aquí sobre mi dedo meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde. —Pero verdaderamente eso es tentar a la Providencia, Gladys. —Mi querida duquesa, la Providencia puede resistir ya, a estas alturas, las tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes, con objeto de saber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar a mister Podgers en seguida, iré yo misma. —Iré yo, lady Windermere —dijo un joven alto y guapo que estaba presente y que seguía la conversación con una sonrisa divertida. —Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. —Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapará.

Dígame únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo. —¡Bueno! No tiene nada de quiromántico. Quiero decir… que no tiene nada misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura de oro, un personaje entre médico de cabecera y abogado rural. Siento que sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas. Recuerdo que la temporada pasada invité a comer a un horroroso conspirador, hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba constantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la camisa. ¿Creerán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encantador, y estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy divertido, y todo eso; pero yo me sentía terriblemente desilusionada. Cuando le pregunté por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra… ¡Ah, ya está aquí mister Podgers! Bueno, mister Podgers, desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley… Duquesa, tiene usted que quitarse el guante… No, no, el de la izquierda… el otro… —Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido —replicó la duquesa desabrochando, displicente, un guante de cabritilla, bastante sucio. —Lo que es interesante nunca está bien —dijo lady Windermere — On a faitle monde ainsi [3] . Pero debo presentarla, duquesa de Paisley… Como diga usted que tiene un monte en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer en usted. —Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —intervino la duquesa en tono solemne.

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