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El corazon del ultimo angel – Fran Barrero

Anoche volví a soñar que regresaba a sus brazos, que tenía cinco años de nuevo y podía sentir el calor de su pecho y el compás excitado de su corazón mientras sus ojos atravesaban océanos de ilusiones y esperanzas a través de la televisión. Había visto esa película más veces de las que podía recordar, pero aún se le encendía la mirada como si fuese la primera vez, brotando perlas de cristal que recorrían sus mejillas al imaginar que era ella la princesa que despertaba en el apartamento cochambroso del periodista. «—He soñado… he soñado… —La princesa aún no había recuperado la conciencia del todo y su voz no era más que un susurro. —¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué habéis soñado? —Soñé que estaba durmiendo en la calle, y que de pronto se acercó un joven, alto y fuerte, y me trató bruscamente. —¿De veras? —Un sueño maravilloso…». Mamá abría la boca pero ninguna exclamación arruinaba el momento. Aún hoy me preguntó cómo podía sentirse tan embriagada ante una escena que ya la había cautivado cientos de veces antes. ¿Qué extraño embrujo incitaban las imágenes en su mente? ¿Qué experiencias anteriores en su vida provocaban esa reacción? «—¿Y el doctor Bannochhoven? —preguntaba la joven y bella princesa, aún algo dormida y desconcertada. Su larga y negra melena, idéntica a la mía, descansaba impecablemente peinada sobre la almohada». Mamá jugaba con sus cabellos y reía como una adolescente enamorada. Luego me preguntaba si había oído este o aquel comentario, los había oído docenas de veces, yo respondía siempre que sí. Afirmaría ante cualquier pregunta que me hiciese con tal de verla sonreír mientras me sumergía entre sus brazos y disfrutaba una vez más del aroma que desprendía su pecho. Yo no observaba el televisor, me sabía de memoria cada escena y sus diálogos; prefería acariciar con la mirada las curvas de sus facciones, estar atenta a los instantes en que reía, al temblor de sus labios cuando susurraba cada palabra que pronunciaba la protagonista, a cada gota de felicidad que brotaba de sus ojos. Sí, felicidad, porque durante las dos horas que duraba la película ella era más feliz que nunca, durante esas dos horas no existían la soledad, el hambre, el frío, las deudas ni los remordimientos. Era su momento más íntimo, su pequeña cápsula en la que podía encerrarse y vivir una vida plena y feliz, llena de aventuras y romances en una ciudad tan lejana como mágica. Y en la que yo tenía cabida mientras me acurrucaba junto a ella. Una vida de solo dos horas, más que suficientes. En algunas ocasiones, cuando pasaban los créditos finales, aún embobada y suspirando, me solía preguntar si sabía el porqué de mi nombre; yo afirmaba. Entonces ella desviaba por única vez la vista de la pantalla para sonreír y abrazarme. He soñado más veces con mamá, recuerdos vacíos y entremezclados o situaciones que jamás ocurrieron; casi siempre sumidos en la melancolía que rodeó su alma en vida, como si del brillo de una pequeña estrella se tratase, parpadeando sin cesar hasta apagar definitivamente su luz. Ahora solo recuerdo con nitidez su sonrisa, su felicidad, durante esas dos horas que duraba la película y que veíamos sin falta cada sábado por la tarde. Aquellos fueron años de felicidad en blanco y negro, y de llanto a color. Capítulo 1 Lo que observaba por la ventanilla del avión no se asemejaba mucho al destino idílico que había imaginado durante los últimos días. El sol parecía debatirse entre la pereza y la timidez, oculto tras densas nubes en el horizonte y reacio a dar la bienvenida a Audrey a su ansiado destino. La chica no había logrado dormir durante las casi dos horas y media del trayecto, y no era debido al café que había tomado en la terminal del aeropuerto de Madrid mientras esperaba impaciente ante las pantallas la información de salida del vuelo.


Los días anteriores habían sido una locura. «Dos semanas —pensó—, parece increíble que ya hayan pasado dos semanas desde que encontré la carta de mamá». Observaba a través de la ventanilla la elaborada maqueta que se extendía un kilómetro más abajo; buscó el Coliseo y el Vaticano, pero recordó que el aeropuerto no estaba en la capital, sino en Fiumicino. Suspiró hondo varias veces para tratar de calmar los nervios, sin embargo, no logró más que recibir la mirada de asombro del pasajero del asiento de al lado. Cuarenta minutos más tarde caminaba con su maleta bajo la interminable estructura tubular blanca del techo del aeropuerto. Las indicaciones no distaban mucho de lo que estaba acostumbrada en Madrid y localizó rápidamente la entrada al metro y los transbordos de líneas que debía tomar para llegar al hotel. Era muy temprano, pero el lugar ya estaba atestado de gente y sumido en un ensordecedor bullicio. Un señor de mediana edad y amplia sonrisa le ofreció su asiento en el metro, ella rechazó devolviendo el gesto y un grazie con nefasto acento, era de las pocas palabras que había aprendido del italiano. El caballero, tras insistir una vez más, sin éxito, se encogió de hombros y la obsequió con un bella signorina antes de volver a la lectura de su libro. ¿Bella? En el cristal de la ventana, sobre las cabezas de quienes iban sentados, observó con satisfacción su reflejo. Había preferido arreglarse para un momento tan especial como aquel en lugar de buscar ropa cómoda para el viaje. Lucía un vestido negro de esos que María, su mejor amiga y compañera de universidad, aseguraba que estaban pasados de moda desde que Sofía Loren era joven. A Audrey no le importaba aquella opinión, en ese momento se veía impecable y elegante como nunca al lucir el entallado vestido sobre unos zapatos de tacón alto que la elevaban sobre el metro ochenta; completaba el conjunto con medias de costura trasera y un abrigo rojo con forma de capa. No era habitual que cuidase tanto su vestuario, incluso parecía diez años mayor de los dieciocho que acababa de cumplir, pero estaba completamente segura de que aquella sería la ropa que habría elegido su madre en el momento más importante de su vida. Estaba deseando que saliese el sol para colocarse las enormes gafas negras que llevaba en el bolso y sentirse como una moderna princesa Anne paseando por las calles empedradas de la ciudad. —Buogiorno —Buongiorno, signorina. Hai fatto una prenotazione? —Lo siento, no hablo italiano. —¿Española? Había llegado al hotel antes de las diez y preguntó al recepcionista si cabría la posibilidad de que tuviesen lista su habitación a pesar de faltar más de dos horas para la entrada programada. El chico se sentó para hacer una llamada entre susurros; y tras desaparecer al otro lado del mostrador, ella aprovechó para acariciar con la mirada la decoración del vestíbulo, de color vainilla casi por completo. Una enorme lámpara que combinaba cristales con tulipas cálidas presidía la estancia, y un arco tras el mostrador haría pensar en el posible uso del edificio como antiguo convento si no fuese por el gran reloj de forja negro que ocupaba el hueco. Sobre la mesa reposaba un busto del emperador Adriano, que daba nombre al hotel e hizo volar la imaginación de Audrey al pensar que quizá el edificio fuera la casa de tan ilustre personaje dos milenios atrás. Cuando observaba el bar cafetería tras la apertura en una cortina color burdeos a su izquierda, el recepcionista se levantó de la silla y llamó su atención. —Disculpe, signorina, podemos tener su habitación lista en media hora. Si no le importa esperar, puede hacerlo aquí mismo o pasar a la cafetería. —Le agradezco su atención —susurró ella mientras lo obsequiaba con su mejor sonrisa.

—Permita que me haga cargo de su maleta. Justo media hora más tarde apreciaba el sol radiante, que por fin había decidido aparecer, a través del ventanal de su habitación. Corrió las cortinas y colocó la ropa en el original armario, sin una sola puerta y confeccionado como salientes de la propia pared. Encendió el televisor por inercia y, cuando oyó la voz de un presentador de noticias en italiano, buscó un canal internacional español. Nada. Entre apagar o silenciar el aparato, eligió lo primero y se sentó en el escritorio, sacó del bolso su iPad e introdujo la contraseña de la red Wi-Fi que le habían proporcionado en recepción. Solo tenía que cruzar el río Tíber, muy cerca del hotel, para poder visitar el Castel Sant’Angelo, y caminar diez minutos más para visitar la ciudad del Vaticano, pero no eran esos los destinos que aparecían en primer lugar en su agenda. Ni siquiera estaban en la lista. No había ido a hacer turismo. Tras comprobar por pura inercia la ruta, ya que la había memorizado de tanto leerla, respondió un correo electrónico de María y llamó por teléfono a sus padres, a todos les dijo que había llegado bien, que ya estaba en el hotel y que partía a dar un paseo para aprovechar el buen día.

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