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El corazon de Aldabia – Pat Casala

Desde la ventana se observa el manto blanco cubriendo las montañas. El sonido del viento se ensortija tras el cristal para llenar el silencio mientras Isabelle le da vueltas a su siguiente tirada en el tablero de ajedrez. Levanta los ojos un segundo para observar a su padre, siempre le ha gustado mirarlo mientras piensa en sus movimientos, descubrir esa arruga entre las cejas, la barba cuidada de un color muy negro, sus ojos marrones llenos de luz. Sonríe colocando la barbilla entre sus manitas con la convicción de que no tardará en conquistar la partida. Lo mejor de ganar es descubrir cada tirada en su mente infantil, encontrar la forma perfecta de mover las piezas en el tablero para avanzar hacia una victoria y dar la estocada final. Cuando su padre levanta la torre y la avanza con lentitud la sonrisa triunfal de la niña se ensancha todavía más. Lo tiene. Lleva un rato esperando esa tirada, ahora solo le falta un movimiento y… —¡Jaque mate! —Levanta los brazos para aplaudir feliz. —Lo has vuelto a hacer. —Redrick alarga la mano para revolverle el pelo a su hija—. ¡Eres la niña más inteligente de Aldabia! —Este juego es muy fácil. —Sonríe con emoción—. Solo se necesita tiempo y pensar cómo el contrario. Eso es lo que más me gusta, adivinar cómo vas a mover las piezas. Unas carcajadas asoman desde el sofá. Marya deja el libro abierto sobre la mesilla de centro y se gira para mirar a su marido y a su hija. —¡Cómo te gusta imitar a tu padre! —le dice a Isabelle—. Pero tiene razón, eres muy lista y muy analítica. —¿Analítica? —repite la niña con lentitud—. ¿Qué es eso? Nunca me has enseñado esa palabra. —Es una persona como tú. —La sonrisa de su madre se ensancha—. Reservada, tranquila, siempre con ganas de saberlo todo y querer entender el funcionamiento de las cosas… ¡Odias cuando algo no tiene sentido para ti! —¡Claro! —Isabelle asiente con ese aire serio de cuando quiere recalcar una de sus afirmaciones—. Es que las cosas han de tener sentido. —No siempre pueden tenerlo.


—Redirik suelta un suspiro tenso—. A veces hay que aceptar una realidad por muchos reparos que tengas de ella. —Siempre que no dejes de luchar por cambiar esa discordancia —añade la pequeña deteniéndose en la última palabra para decirla con claridad. Es una de las muchas que le enseñan sus padres y no quiere olvidarla—. ¡Las cosas han de tener lógica! La mirada de sus progenitores se llena de admiración. Desde muy niña su gran inteligencia ha conseguido hacerla razonar como una adulta en vez de aparentar su edad, por eso la han instruido en muchas disciplinas, ayudándola a entender el mundo, dándole la posibilidad de llenar sus ansias de saber y enseñándole un vocabulario impropio de su edad. Quizás por eso son una familia tan compenetrada a pesar de su aislamiento en las montañas y de su forma ermitaña de vivir. —¿Preparamos la cena? —Marya se levanta con pesadez, sin demasiadas ganas de cocinar—. Me muero de hambre. —Y yo —secunda Isabelle—. Me rugen las tripitas. Entre la niña y Redrik guardan las piezas del ajedrez en la caja antes de encaminarse con Marya a la cocina. Su casa es pequeña, apenas cuentan con setenta metros cuadrados para los tres. La decoración es acogedora, se nutre de muebles de madera recia, pocos adornos, escasas fotos y la enorme librería de Marya, reunida gracias a excursiones a las librerías de la capital. Es necesaria para educar a Isabelle, ya que la niña nunca tiene suficiente y devora los libros con una rapidez insana. De allí vino también el ajedrez y los juegos de mesa que poseen. Las llamas se alzan crepitando en la chimenea y llenando las paredes del salón con formas fantasmagóricas mientras caminan los tres felices hacia la cocina, enredados en una conversación trivial. El sonido de un coche acercándose pone en alerta a Redrik. Están en un recodo aislado de las montañas, alejados de la civilización. Es tarde, la oscuridad se cierne en el exterior y no esperan a nadie. Le dirige una mirada tensa a su mujer. —Isabelle —dice en un tono suave—. Necesito que te metas en el escondite y no salgas pase lo que pase. —¿Por qué? —La cara se le desencaja con un conato de miedo—. Me estás asustando.

—Prométemelo. —Redrik se arrodilla junto a su hija para mirarla con autoridad—. Harás exactamente lo que te he dicho porque eres una niña muy obediente, ¿vale? —Todo cuanto tenemos eres tú. —Siente el abrazo de Marya cuando escucha los motores detenerse—. No lo olvides nunca. —Me portaré bien. —La voz de Isabelle se tiñe de dolor porque a pesar de su edad intuye el peligro en la expresión de sus padres—. Lo prometo. —Recuerda lo que hemos ensayado mil veces —insiste Marya—. Necesito saber que estás a salvo o nada valdrá la pena. —Voy a quedarme quieta y callada. Te lo prometo. —Sé fuerte Isabelle. —Su padre la besa en la frente con una sonrisa que sabe a adiós—. Has de pensar en todas las posibilidades antes de intervenir. Solo actúa si puedes ganar. Se acerca a la estantería con rapidez al notar cómo la tensión aumenta con el sonido de varias puertas de coche cerrase en el exterior. En la esquina hay un tirador oculto que abre hacia delante una parte de los estantes. Isabelle entra en el boquete de tres metros cuadrados, con una altura suficiente para ella, y cierra con rapidez. Se pone en pie para observar a través de los agujeros disimulados entre los libros. Redrik le sonríe antes de darle la espalda cuando alguien llama a la puerta con rudeza. La mirada de la niña se posa en su madre. Está aterrada, parece a punto de llorar de ansiedad. En cambio, su padre mantiene la calma de siempre y la abraza con fuerza para reconfortarla. —Todo irá bien —susurra sin darse la vuelta.

La necesidad de gritar inunda a Isabelle cuando su padre abre la puerta y un grupo de cinco personas irrumpe con fiereza en el recibidor. La casa es pequeña y desde su posición ve con claridad sus caras. Son hombres jóvenes, apuestos y fieros. Uno de ellos, el que parece el jefe, avanza cuatro pasos, agarra a Redrik por un brazo y lo arrastra hacia el interior del salón. —¡Maldito bastardo! —suelta con rabia. Redrik le escupe en la cara. Sabe que está perdido, ha llegado su hora y no quiere irse sin luchar. Le lanza una mirada llena de amor a Marya y se llena de calor para afrontar su destino. Está tranquilo a pesar de conocer lo que le espera y nada le arrebatará la posibilidad de terminar su vida sin derramar ni una lágrima. Solo le duele dejar sola a Isabelle. La mirada de la niña se posa en la expresión dura del hombre que continúa agarrando con fuerza a su padre antes de asestarle un puñetazo en la cara que le lanza hacia atrás. —Cabrón arrogante. —Le sujeta de nuevo por el brazo para levantarlo —. ¿Crees que puedes desafiarnos? Uno de los hombres se acerca a Marya, le rasga la camisa y empieza a deslizar el filo de un cuchillo por la piel expuesta. Ella aguanta con estoicismo su deseo de gritar, necesita mostrarse firme para que Redrik no reaccione con demasiada violencia y para no asustar a su hija. La niña debe sobrevivir, es su único legado. Los ojos de Isabelle se llenan de lágrimas. El miedo la paraliza, apenas es capaz de ahogar los gemidos. Sube la mano hasta la boca para acallarlos con el recuerdo de las palabras de su padre, de su promesa, de las mil veces que han ensayado algo parecido. Nunca imaginó que sería tan cruel, tan duro, tan horrible. Solo tiene ocho años y su corazón se desgarra acompañado de los gritos, del dolor, de la sensación de estar ante una escena que se repetirá toda la vida en sus pesadillas para arrebatarle la cordura.

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