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El Convidado de las Últimas Fiestas – Auguste Villiers de l’Isle-Adam

Villiers en París quería jugar con el concepto de la crueldad, de igual manera que Baudelaire jugaba con el mal y con el pecado. Ahora, desventuradamente, nos conocemos demasiado para jugar con ellos. Contes cruels es ahora un título ingenuo; no lo fue cuando Villiers de l’IsleAdam, entre grandilocuente y conmovido, lo propuso a los cenáculos de París. Este casi indigente gran señor, que se sentía el protagonista enlutado de imaginarios duelos y de imaginarias ficciones, ha impuesto su imagen en la historia de la literatura de Francia. Jorge Luis Borges


 

Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang-Si, de ríos auríferos, y cuy a grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva. En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país. El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche-Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento. Una vez —quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte— un mediodía estival, cuyo ardor hacía arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche-Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas. Detrás la estatua colosal de Fo, el dios inescrutable dominaba su trono. Sobre las gradas de la escalinata vigilaban sus guardias cubiertos con armaduras de cuero negro, con la lanza, el arco o la larga hacha en el puño. A su derecha, de pie, su verdugo favorito lo abanicaba. Las miradas de Tche-Tang erraban sobre la multitud de mandarines, de príncipes de su familia y sobre los grandes oficiales de su corte. Todas aquellas frentes eran impenetrables. El rey se sentía odiado, rodeado de asesinos, y consideraba, lleno de mil sospechas indecisas, cada uno de los grupos donde se hablaba en voz baja. No sabiendo a quién exterminar, se extrañaba a cada momento de vivir aún y reflexionaba taciturno y amenazador. Se abrió una puerta, dando a paso a un oficial que conducía, de la mano, a un joven desconocido, de grandes ojos azules y de bella fisonomía. El adolescente vestía túnica de seda escarlata, recogida con un cinturón de oro. Prosternóse delante de Tche-Tang, bajo la mirada del virrey. —Hijo del Cielo —dijo el oficial—, este joven ha declarado no ser más que un oscuro ciudadano de esta población y llamarse Tse-i-la. Sin embargo, despreciando los tormentos y la muerte, él ofrece probar que trae para ti una misión de los Poussah inmortales. —Habla —dijo Tche-Tang. Tse-i-la se levantó. —Señor —dijo con reposada voz—, sé lo que me espera si no estoy acertado en mis palabras.


Anoche durante un terrible sueño, los Poussah me favorecieron con su visita, haciéndome dueño de un secreto que espantaría a los mortales entendimientos. Si te dignas a escucharme, reconocerás que no es de humano origen, porque sólo con oírlo despertará en tu ser un nuevo sentido. Su virtud te comunicará al momento el don misterioso de leer, con los ojos cerrados y en el espacio que media entre la pupila y los párpados, los nombres, en caracteres de sangre, de todos aquellos que pueden conspirar contra tu trono o tu vida, en el momento preciso en que sus espíritus conciban tal designio. Estarás, pues, al abrigo, para siempre, de toda funesta sorpresa y envejecerás apaciblemente en el uso de tu autoridad. Yo, Tse-i-la, juro aquí por Fo, cuy a imagen proyecta su sombra sobre nosotros, que el mágico poder de este secreto es tal como te digo. Ante un discurso tan extraño hubo en la asamblea un estremecimiento seguido de un silencio sepulcral. Una vaga angustia conmovió la cotidiana impasibilidad de los rostros. Todos examinaron al desconocido, que, sin temblar, testimoniaba así que era el depositario del mensaje divino de que se decía portador. Muchos se esforzaron en vano por sonreír, pero no osaban mirarse, palideciendo de la seguridad dada por Tse-i-la. Tche-Tang observó aquel malestar denunciador. En fin, uno de los príncipes, sin duda para disimular su inquietud, exclamó: —¿A qué escuchar los disparates de un insensato borracho de opio? Los mandarines añadieron algo animados: —¡Los Poussah sólo inspiran a los viejos bonzos del desierto! Y uno de los ministros: —Debe someterse previamente a nuestro examen el secreto de que ese joven se cree depositario, antes de ser sometido a la alta sabiduría del rey. Replicando irritadísimo uno de los oficiales: —Además de que es posible que no sea más que uno de esos cuy o puñal espera el momento en que el rey esté distraído para clavarse en su corazón. —Que se le encierre —gritaron todos. Tche-Tang extendió sobre Tse-i-la su cetro de oro, donde brillaban caracteres sagrados: —Continúa —dijo impasible. Tse-i-la repuso entonces, agitando un pequeño abanico de varillaje de ébano y refrescando con él sus mejillas: —Si algún tormento fuese suficiente a persuadir a Tse-i-la de traicionar su secreto, revelándolo a otro que no fuese el rey, los Poussah, que escuchan invisibles, no me hubiesen escogido por intérprete. ¡Oh príncipes, no! Yo no he fumado opio, no tengo nada de loco, no llevo armas. Únicamente oíd lo que añado. Si afronto la muerte lenta, es porque un secreto como el mío vale, si es cierto, una recompensa digna de él. Tú solo, ¡oh rey!, juzgarás, pues, en tu equidad, si merece el premio que te pido. Si, repentinamente, al oír las palabras que lo anuncien, sientes dentro de ti, bajo tus ojos cerrados, el don de esa virtud viviente y su prodigio, habiéndome hecho noble los dioses y habiéndome inspirado con su soplo de luz, me concederás la mano de Li-tien-Se, tu radiante hija, la insignia principal de los mandarines y cincuenta mil liangs de oro. Al principiar aquellas palabras « liangs de oro» , un imperceptible tinte rosa subió a las mejillas de Tse-i-la, que procuró ocultar aproximándose el abanico al rostro. La exorbitante recompensa reclamada provocó la sonrisa de los cortesanos y apretó el corazón sombrío del rey, donde se agitaban el orgullo y la avaricia. Una cruel sonrisa pasó por sus labios mirando al joven, que añadió con intrepidez: —Espero de ti, Señor, el real juramento, por Fo, el dios implacable que se venga de los perjuros, que tú aceptas, según mi secreto te parezca positivo o quimérico, concederme la recompensa pedida o la muerte que te plazca. Tche-Tang se levantó y dijo: —¡Lo juro! ¡Sígueme! Algunos momentos después, bajo bóvedas que una lámpara suspendida sobre su hermosa cabeza alumbraba, Tse-i-la, amarrado con finos cordeles a un poste, miraba en silencio, al rey Tche-Tang, cuya alta estatura aparecía en la sombra a tres pasos de él. El rey estaba de pie, arrimado a la puerta de hierro de la caverna; su mano derecha se apoyaba sobre la frente de un dragón de metal cuy o ojo único parecía observar a Tse-i-la.

El traje verde de Tche-Tang resplandecía; su collar de piedras preciosas relampagueaba; sólo su cabeza, rebasando el disco de la lámpara, permanecía en las sombras. Bajo el espesor de la tierra nadie podía oírlos. —Te escucho —dijo Tche-Tang. —Señor —dijo Tse-i-la—, y o soy un discípulo del maravilloso poeta Li-tai-pe. Los dioses me han concedido en inteligencia tanto como a ti te han concedido en poder, y me han regalado la pobreza para que ella engrandezca mis pensamientos. Yo les agradecía diariamente tantos favores y vivía apaciblemente, sin ambiciones, sin deseos, cuando una tarde, sobre la terraza elevada de tu palacio, en la parte alta de los jardines, el ambiente plateado por los ray os de la luna, vi a tu hija Li-tien-Se, cuyos pies besaban las flores de los árboles copudos, perdiéndose con las brisas de la noche. Después de aquella noche, mi pincel no ha vuelto a trazar una sola línea, ¡y siento que ella también piensa en este rayo de amor en que me abraso!… Harto de languidecer, prefiriendo la muerte más espantosa al suplicio de vivir sin ella, he querido por un rasgo heroico, de una sutilidad casi divina, elevarme, ¡oh rey !, hasta tu hija. Tche-Tang, por un movimiento de impaciencia, sin duda, apoyó su pulgar sobre el ojo del dragón. Las dos hojas de una puerta se abrieron sin ruido, dejando ver el interior de una caverna próxima. Tres hombres con traje de cuero estaban al lado de un brasero donde enrojecían hierros de tortura. De la bóveda pendía una fuerte cuerda de seda, bajo la cual brillaba una caja de acero, redonda, con una abertura circular en medio. Aquello era el aparato de la muerte terrible. Después de atroces quemaduras, la víctima era suspendida en el aire, atado un brazo a aquel cordel de seda, en tanto que el pulgar de la otra mano era amarrado por detrás al pulgar del pie opuesto. Se ajustaba entonces la caja de acero en la cabeza de la víctima, y, cuando descansaba sobre los hombros, se metían dentro dos ratas hambrientas. El verdugo imprimía un movimiento de balance a todo aquel horrible conjunto y luego se retiraba dejando al reo entre las tinieblas para volver al siguiente día. Ante tal espectáculo, cuy o horror de ordinario impresionaba aun a los más resueltos: —¡Olvidas —dijo fríamente Tse-i-la— que nadie, excepto tú, debes escucharme! Las puertas se cerraron. —¿Tu secreto? —gruñó Tche-Tang. —Mi secreto, ¡tirano!, es que mi muerte precederá a la tuya esta noche —dijo Tse-i-la con el ray o del genio en los ojos—. ¿Mi muerte? ¿Pero no comprendes que es lo único que esperan allá arriba los que aguardan temblando tu regreso? ¿No significará ella que mis promesas han sido falsas? ¡Qué alegría no sentirán, riendo silenciosamente en el fondo de sus corazones de tu credulidad burlada!… ¡Y ésa será la señal de tu perdición!… Seguros de la impunidad, furiosos por la angustia pasada, ¿cómo delante de ti, que te habrás empequeñecido por la esperanza abortada, vacilará aún su odio? Llama a tus verdugos: seré vengado. Pero conozco que estás y a casi convencido de que al hacerme morir tu vida será sólo cuestión de horas; y que tus hijos, degollados, según la costumbre, te seguirán, y que Li-tien-Se, tu hija, flor de delicias, será también víctima de tus asesinos. ¡Ah! ¡Si fueses un príncipe profundo! Supongamos que de pronto, al contrario, regresas, con la frente como agravada por la misteriosa clarividencia predicha, rodeado de tus guardias, la mano sobre mi espalda, a la sala de tu trono, y que allí, habiéndome tú mismo revestido de la túnica de los príncipes, y enviado a llamar a Li-tien-Se, tu hija y mi alma, luego de habernos prometido, ordenas a tu tesorero que me cuente, de una manera oficial, los cincuenta mil liangs de oro. ¡Ah! Entonces yo te juro, que, a semejante vista, todos esos cortesanos cuy os puñales en la sombra han salido a medias de la vaina contra ti, caerán desfallecidos y prosternados, y que en el porvenir nadie osará admitir en su espíritu un mal pensamiento contra ti. ¡Así, pues, medita! Todo el mundo sabe que eres razonable y clarividente en los consejos de estado; no será, pues, creíble que una vana quimera haya sido suficiente para transfigurar, en algunos instantes, la desagradable expresión de tu cara, que debe aparecer victoriosa y tranquila!… ¡Cómo! ¡Tú, tan cruel, me dejas vivir! ¡Se conoce tu soberbia, y me dejas vivir! ¡Se conoce tu avaricia, y me prodigas tu oro! ¡Se conoce tu orgullo paternal, y me das tu hija por una palabra, a mí, desconocido transeúnte! ¿Qué duda podría subsistir ante todo esto? ¿Y en qué quieres tú que consista el valor de mi secreto, inspirado por nuestros seculares genios, sino en la absoluta creencia de que lo posees?… Únicamente se trataba de crear ese secreto, y eso lo he hecho y o. El resto depende de ti. Yo he cumplido mi palabra.

Además, haberte exigido la dignidad principal y el oro, que yo desprecio, no ha sido más que para aumentar el precio, y por consiguiente, dejar imaginar por esa munificencia arrancada a tu famosa sordidez la espantosa importancia de mi imaginario secreto. Rey Tche-Tang: yo, Tse-i-la, atado por tu orden a este poste, exalto, ante la muerte terrible, la gloria del augusto Li-tai-pe, mi maestro de los pensamientos de luz, y te declaro que la sabiduría habla por mí. ¡Volvamos, te repito, con la frente alta y radiante! ¡Prodiga hoy los indultos en acción de gracias al cielo! ¡Luego promete ser inexorable en lo por venir! Ordena que se celebren fiestas luminosas en honor del divino Fo, que me ha inspirado esta sublime astucia. Yo, mañana, habré desaparecido. Iré a vivir con la elegida de mi corazón a cualquier provincia lejana y feliz, gracias a los liangs de oro. El botón diamantino de los mandarines, que habré recibido de tu munificencia, con tantos transportes de orgullo, no será jamás usado por mí, porque tengo otras ambiciones; yo creo solamente en los pensamientos armoniosos y profundos que sobreviven a los príncipes y a los reinos; siendo rey en el imperio inmortal, no ambiciono ser príncipe en los vuestros. ¿Has comprendido que los dioses me han dado la firmeza de corazón y una inteligencia tan grande, por lo menos, como la de cualquiera de tus cortesanos? Puedo, pues, mejor que uno de ellos, llevar la alegría a los ojos de una joven. Pregunta a Li-tien-Se, ¡mi sueño! Estoy seguro de que, al mirarse en mis ojos, ella te lo dirá. En cuanto a ti, cubierto por una protectora superstición, reinarás, y, si abres tu corazón a la justicia, conseguirás que el temor se convierta en aprecio hacia tu trono afirmado. ¡Ése es el secreto de los reyes dignos de serlo! No tengo otro que facilitarte. ¡Pesa, escoge y falla! He dicho. Tse-i-la calló. Tche-Tang, inmóvil, pareció meditar algunos momentos. Su enorme sombra se prolongaba, truncándose sobre la puerta de hierro. De repente, fue hacia el joven y, poniéndole ambas manos sobre los hombros, lo miró fijamente, en el fondo de los ojos, como presa de mil sentimientos indefinibles. Después, tirando del sable, cortó las cuerdas que sujetaban a Tse-i-la y echándole el regio collar sobre las espaldas: —¡Sígueme! —le dijo. Subió los escalones de la cueva y apoyó su mano sobre la puerta de la luz y la libertad. Tse-i-la, a quien el triunfo de su amor y de su repentina fortuna habían desvanecido bastante, contempló el regio presente. —¡Cómo! ¡Este collar también! —murmuró—. ¿Por qué, pues, te calumnian? ¡Esto es mucho más de lo prometido! ¿Qué quiere pagar el rey con este collar? —¡Tus injurias! —contestó desdeñosamente Tche-Tang, abriendo la puerta frente a los rayos del sol. El secreto de la iglesia Al señor Edmond Deman, « Cuidado con lo de abajo» Dicho popular En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle —al final del barrio de Saint Honoré— parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones —cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped— interceptaban el resplandor interior. En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche. Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos « señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar. No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoy o de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso —que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata—.

Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que —con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos— le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente. En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido de los naipes, del oro de las apuestas, de las piezas de nácar y de los billetes sobre el tapete verde. El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de languidez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, el ébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tussert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya perversa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aquellos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los ha hecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado a hachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, realmente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos momentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más su silueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicaba una sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostro la energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas, rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilíneas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a veces fija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su voz había adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo, se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto, con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín de franjas de seda. Muy mundano, « lanzado» como si hubiera intentado huir —más bien recibido que admitido, es verdad—, se le admitía gracias a esa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algunos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para salpimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuelta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable de sus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque su sórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los desertores, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escépticos modernos).

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