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El comedido hidalgo – Juan Eslava Galan

Un mediodía de los calurosos del estío, un solitario viajero hacía el camino de Carmona a Sevilla en triste mulo de alquiler. Don Alonso de Quesada, que así se llamaba el caballero, era de buen talle, enjuto de carnes y no mal parecido. Tenía la barba entrecana y bien recortada; el pelo, gris y escaso; la frente, amplia; la nariz, aguileña; la boca, delgada; las orejas, finas; señales todas de agudeza. La mirada tenía viva, que es marca de inteligencia, y algo vidriosa, que es indicio seguro de natural melancólico. Aparte de viajar en un macho alquilón y sin mozo de mulas, se echaba de ver que no le sobraban los dineros por lo raído de su atuendo y por la fatigada maletilla de badana que bastaba para guardar su escaso equipaje. En aquel tiempo los caminantes solitarios solían entretener el camino cantando romances, con más razón si eran poetas y autores de comedias como nuestro viajero, pero en aquella jornada don Alonso iba silencioso y cabizbajo, como el que examinando los sucesos de su vida va cayendo en la cuenta de que es un desgraciado y más le valiera echar una soga en una higuera y ahorcándose de ella escapar de una vez de las estrecheces y miserias del mundo. Rumiando pesares llegó a las ruinas quemadas de la venta de Palomares, que es la primera después de Carmona, y sintiendo sobre sus huesos la fatiga del camino determinó hacer un alto. Se apeó, desensilló el mulo, tomó asiento en el poyo de la puerta e hizo colación de cecina, queso y rábanos, de los que tomó unos bocados que pasó con un par de tragos de vino repuntadillo. Luego de sacudir las migajas y recoger la despensa, don Alonso se tendió a sestear y como el sueño no viniera tan presto como solía, acudieron a su imaginación, en confuso tropel, algunos recuerdos de su vida, su huida a Italia escapando de la justicia que lo buscaba por herir a un hombre, las fatigas pasadas cuando fue soldado, sus cuarteles, sus navegaciones en las galeras del rey, las batallas donde había combatido, en Lepanto y Navarino, en Túnez y La Goleta; las heridas que había sufrido, de una de las cuales había quedado lisiado de la mano izquierda; las mujeres que había gozado, las miserias de Argel, donde permaneció cautivo cinco años en poder de la raza que nada sabe de la bondad humana y mucho de la saña, maldad y rigor propios de quienes andan malcontentos con la vida porque les tienen prohibido el cerdo y el vino. Cuando regresó a España pensó merecer algún oficio de servir al rey en las escribanías de la Corte en pago a sus servicios de soldado y en compensación por su cautiverio de Argel, pero halló Madrid hecho un hormiguero de pretendientes, todos tan certificados como él pero muchos de ellos con mejores aldabas, y cada cual con su canuto de lata lleno de cédulas y recomendaciones. Nuestro pretendiente no tenía estudios y, aunque la dura escuela de la vida lo había licenciado en desengaños y pesares, no pareció a los que tenían en su mano otorgarle un empleo que sus títulos de soldado heroico y cautivo paciente merecieran más que buenas palabras y vaya usted con Dios que Él lo ampare. Llamó a una puerta, y a otra y luego a otra, hallándolas todas cerradas. Fueron pasando los días descorazonadores y, al cabo, desengañado y malcontento, desesperando de hallar acomodo en la Corte y harto de cohabitar con la pobreza, pensó en pasar a Indias donde, por la mayor incomodidad, los oficios no estaban tan solicitados, pero ni eso le salió concertado: le devolvieron su instancia con la acostumbrada disculpa formularia «Búsquese acá en qué se le haga merced». No encontrando valedores ni árbol al que arrimarse, don Alonso se acomodó a vivir con estrecheces y a esperar con paciencia, y buscó consuelo en el ejercicio de la literatura. Compuso una novela pastoril, frecuentó los corrillos del teatro y estrenó algunas comedias que le proporcionaron pocos dineros y algo más de nombradla, sin sacarlo de pobre. Tuvo un amor poco dichoso con mujer casada y un matrimonio igualmente infelice, de los que daremos cumplida noticia cuando les toque, y anduvo por el mundo desacomodado hasta que se le aparejó una ocupación que parecía a medida de quien fuera tan sufrido que por servir al rey no le importaran los trabajos, los malos caminos, las peores posadas ni los malos gestos de las gentes. Es el caso que su católica majestad el rey Felipe II, que Dios tenga en su gloria, había determinado enviar una armada contra Isabela, la reina de Inglaterra, bajo cuyo amparo tanto se ofendía y robaba a los reinos de España y sus Indias. Diego de Valdivia, secretario del comisario general de la dicha Armada, vino a hospedarse en la posada que tenía en Sevilla Tomás Gutiérrez, buen amigo de don Alonso, el cual, conociendo la necesidad en que nuestro hombre andaba, lo encomendó mucho al comisario alabando su honradez, discreción y otras buenas prendas y saliendo fiador suyo. Con esta recomendación don Alonso alcanzó un puesto de comisario del rey para el abastecimiento de la Armada y anduvo siete años por los pueblos requisando trigo y aceite. No fue oficio de mucha fortuna, pero el siguiente, de recaudador de impuestos para la Real Hacienda, fue peor. El banquero al que confió los caudales quebró y huyó con los depósitos dejando a sus clientes, entre ellos a don Alonso, con una mano delante y otra detrás. Nuestro hombre, hechas mil diligencias, ninguna de provecho, y andados en balde todos los pasos y corredores de la Corte, regresa ahora a Sevilla, a defenderse ante los tribunales de la sospecha de haber robado dineros públicos. Don Alonso de Quesada despierta de su siesta entre el clamor de las chicharras. Aparta el sombrero del rostro: la luz blanca y cegadora hiere sus ojos. Con el dorso de la mano se enjuga la salivilla que se le ha escurrido por la comisura mojándole la barba.


Se sienta y se mira las manos, la izquierda, lisiada que apenas mueve dos dedos, la otra, fina aunque maltratada de las riendas y de las asperezas del viaje. Le vuelve el pensamiento melancólico. Esparce su mirada por la venta arruinada, por el país arruinado, por la vida arruinada en la que nada le salió sabroso y si algo alcanzó fue siempre a costa de mil pesadumbres. Don Alonso exhala un profundo suspiro, bebe un largo trago de agua de la botija que dejó a la sombra, se levanta, requiere al mulo, lo ensilla, acomoda su equipaje y prosigue su camino silbando entre dientes una jovial tonadilla que aprendió en sus años de Italia. Quiere entrar alegre en Sevilla, donde un día fue feliz, donde late el corazón del mundo. CAPÍTULO II De la entrada de don Alonso en Sevilla y de lo que aconteció a la regatona Mana de la O. Quería caer el sol cuando, al doblar de una punta, pareció descubierta y patente a los ojos de nuestro caminante la ciudad de Sevilla y él hizo un alto y se entretuvo gran pieza catando la mucha belleza que ante sí parecía y holgando la mirada por las extendidas murallas y los tejados pardos, las casas blancas y los huertos verdes que sobre las tapias alegremente asomaban, con sus palmeras y cipreses y otro género de árboles menores que apacible sombra y dulces frutos dan; y sobre todo ello divisó las espadañas de los conventos y las levantadas torres de las iglesias cada cual con su traza, a cual más acabada; y reinando en medio de todas ellas la que llaman Giralda, como joyel extraño engastado en corona de plata, con su broncínea imagen de la Fe rigiendo los vientos. Aquel cuadro que a su vista se ofrecía le puso a don Alonso un nudo en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas con el presentimiento de que el negocio que tan angustiado lo traía había de resolverse favorablemente y que el porvenir se enderezaba mejor que lo pasado. Con este reconfortante pensamiento se persignó muy devotamente y arreando al mulo para que apretara el paso recorrió el arrecife que discurre entre huertas y casas de recreo hasta la puerta de Macarena, por la que entró en la ciudad. ¿Quién tendrá palabras para encomiar Sevilla como ella merece? ¿Quién podrá enumerar las excelencias de esta nueva Roma, ciudad de las más ilustres y opulentas que el sol alumbra, alacena bien abastecida, morada acogedora tanto para el desheredado de fortuna que no tiene dónde caerse muerto como para el mercader que duerme sobre arcón de talegos de oro, pasando por las estrechas y las holgadas medianías que entre tales extremos caben, pues en esta ciudad cada cual puede alargar sin límite su capricho hasta donde la bolsa dé de sí, aunque también es cierto que la habitan muchos que viven del aire y de la misericordia de Dios? Cuando don Alonso la conoció, Sevilla era el arcaduz por donde manaban en los otrora venturosos reinos hispanos el oro, la plata, las perlas, el palo de campeche, el ámbar gris, las especias, la seda, y cuantas mielecillas producían las opimas Indias. Todo lo que se pueda desear de los productos de la tierra o de las labores de este mundo, tenía su puerto y fielato en Sevilla y a ella todo concurría como maná que la Providencia lloviera sobre estos cristianísimos reinos para sustento y recompensa de sus moradores. Era, en suma, tal la riqueza de esta ciudad que en ella corría la pieza gruesa de plata como en otros lugares la deleznable de cobre. Nuestro viajero, llegando a la muralla, encontró gran copia de pobretes y gentes ociosas que acuclillados con la espalda en tapias y bardales dejaban pasar lo que quedaba del día descansando de no hacer nada, quién en coloquio con el vecino, quién callado y pensativo, quien dormitando, quién triste, quién alegre, el uno sentado, el de más allá tumbado, todos sin afán ni pesadumbre, que así Dios los socorre como socorre a las avecicas del campo y les da de vivir sin hacer nada, libres de cuidados.

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