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El codigo de CRUEL – James Dashner

Nevaba el día que mataron a los padres del chico. Un accidente, dijeron más tarde, pero él había estado allí cuando sucedió y sabía que no había sido un accidente. La nieve llegó antes de que lo hicieran, casi como un augurio frío y blanco, que cayó del cielo gris. Recordaba lo confuso que había sido. El calor sofocante había aturdido a la ciudad durante meses que se habían convertido en años, una línea infinita de días llenos de sudor, dolor y hambre. Su familia y él sobrevivieron. Las mañanas optimistas se transformaban en tardes buscando comida, en peleas bulliciosas y ruidos aterradores. Luego venían las noches de atontamiento tras los largos días de calor. Se sentaba con su familia a contemplar cómo se iba la luz del cielo y el mundo desaparecía lentamente mientras se preguntaba si reaparecería al amanecer. A veces iban los locos, sin importar que fuera de día o de noche. Pero su familia no hablaba de ellos. Ni su madre ni su padre, y menos aún él. Era como si admitir su existencia en voz alta fuese a llamarlos, como un conjuro que invocara demonios. Tan solo Lizzy, dos años más joven pero el doble de valiente, se atrevía a hablar de los locos, como si fuera la única lo bastante inteligente para darse cuenta de que la superstición era una tontería. Y no era más que una niña pequeña. El chico sabía que él debía ser el valiente; él debía ser quien consolara a su hermana pequeña. «No te preocupes, Lizzy, el sótano está bien cerrado; las luces están apagadas. Los malos ni siquiera sabrán que estamos aquí». Pero siempre enmudecía. La abrazaba con fuerza, estrechándola como a un oso de peluche propio en el que encontrara consuelo. Y la niña respondía dándole unas palmaditas en la espalda. La quería tanto que le dolía el corazón. La apretaba más aún, jurándose que nunca permitiría que los locos le hicieran daño, anhelando sentir la palma de su mano dándole golpecitos entre los omóplatos. A menudo se quedaban así dormidos, acurrucados en un rincón del sótano, encima del viejo colchón que su padre había bajado arrastrándolo por las escaleras. Su madre siempre los arropaba con una manta pese al calor; ese era su propio acto de rebeldía contra el Destello, que lo había arruinado todo.


Aquella mañana se despertaron ante una escena sorprendente. —¡Niños! Era la voz de su madre. Él había estado soñando algo relacionado con un partido de fútbol, donde el balón giraba sobre el césped verde del campo, directo hacia un gol a puerta vacía en un estadio desierto. —¡Niños! ¡Despertad! ¡Venid a ver esto! Abrió los ojos y vio a su madre mirando por una ventana pequeña, la única del sótano. Había retirado la tabla que su padre había clavado allí la noche anterior, igual que todos los días al ponerse el sol. Una tenue luz grisácea iluminaba su rostro, revelando una mirada llena de asombro. Y una sonrisa que llevaba mucho tiempo sin ver la hacía resplandecer aún más. —¿Qué pasa? —murmuró, poniéndose de pie. Lizzy se restregó los ojos, bostezó y le siguió hasta donde su madre escrutaba el amanecer. Recordaba varias cosas sobre aquel momento. Cuando se asomó, con los ojos entrecerrados mientras se le acostumbraban a la luz, su padre todavía roncaba como una bestia. En la calle no había locos y las nubes cubrían el cielo, lo que ya de por sí era una rareza en aquellos días. Se quedó helado en cuanto advirtió los copos blancos. Caían de esa capa plomiza arremolinándose y danzando, desafiando la gravedad al revolotear hacia arriba antes de flotar de nuevo hacia abajo. Nieve. ¡Nieve! —¡La hostia! —balbució, una expresión que había aprendido de su padre. —¿Cómo es que nieva, mamá? —preguntó Lizzy, cuyos ojos ya no tenían sueño y rebosaban una alegría que le oprimía el corazón. Él le tiró suavemente de la trenza con la esperanza de transmitirle lo mucho que hacía que su penosa vida valiera la pena. —Oh, ya sabes lo que dice la gente —contestó su madre—: el sistema meteorológico se ha hecho trizas en todo el mundo debido a las erupciones solares. Limitémonos a disfrutarlo, ¿os parece? Es bastante extraordinario, ¿no creéis? Lizzy respondió con un suspiro de felicidad. Él se quedó observando, preguntándose si volvería a ver algo así. Los copos iban a la deriva hasta que gradualmente caían al suelo, derritiéndose tan pronto como tocaban el pavimento. Unas pecas húmedas salpicaban el cristal. Permanecieron así, contemplando el mundo exterior, hasta que unas sombras cruzaron el espacio superior de la ventana. Se esfumaron tan rápido como aparecieron.

El chico estiró el cuello para atisbar a quién o qué había pasado, pero miró demasiado tarde. Al cabo de unos segundos, sonaron unos fuertes golpes en la puerta principal, arriba. Su padre se puso en pie antes de que el sonido hubiese terminado, súbitamente alerta y muy despierto. —¿Habéis visto a alguien? —inquirió con la voz un poco ronca. La cara de la madre había perdido la alegría de hacía unos instantes la habían sustituido sus habituales arrugas de preocupación. —Solo una sombra. ¿Contestamos? —No —respondió el padre—, de ninguna manera. Rezad para que se marche, sea quien sea. —Puede que echen la puerta abajo —susurró la madre—. Sé que yo lo haría. Tal vez piensen que la casa está abandonada y que a lo mejor quedan restos de comida enlatada

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