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El clan de los herbivoros – Mo Yan

Al día siguiente, de buena mañana, de diez a quince minutos antes de que el sol apareciera enteramente en el firmamento, yo dirigí mis pasos hacia la vasta tierra que había sido preparada para el cultivo. Al principio del verano y cuando envejece la primavera, cuando ya se diluyen los recuerdos de la destrucción del invierno y del inicio de la primavera, la tierra baldía ve crecer los primeros brotes de hierba, que es negra y verde, fuerte, tosca y delgada. La bruma matinal, ligera y ya debilitada, se dispersaba rápidamente. A pesar de la niebla, el paisaje era extraordinariamente árido. Yo, con mis sandalias de piel de buey y lana de oveja, pisoteaba con dificultad la mala hierba que había crecido en la tierra y pensé en el bofetón de una mujer, que aún me seguía doliendo en la cara. En realidad, ese gesto me dejó perplejo. ¿Por qué me había abofeteado de esa manera? Porque ni ella ni yo nos llevábamos bien o porque le había molestado algo. Cincuenta minutos antes de que ella me diera el bofetón, yo estaba buscando, en medio de la sombra que proyectan los árboles poderosos que hay al norte del tenderete de refrescos El Océano Pacífico, las jaulas de pájaros que están colgadas y los tordos jocosos y cantores que hay ahí dentro. Las jaulas, al igual que los tordos, son todas muy parecidas, y las telas que las cubren son oscuras. El canto indignado de los tordos se debe a que están entre los restos de la comida pasada y los excrementos, y ello les impide copular en este principio de la primavera. Esta es la conclusión a la que he llegado tras observarlos durante muchos años. En el pasado, cuando no tenía otra cosa que hacer, me iba frente al tenderete de bebidas frescas El Océano Pacífico, me escurría luego por el interior de un tubo de cemento enorme en cuyos lados crecían siempre esas flores de terciopelo erizadas y rojísimas, y me apresuraba, tras cruzarlo como podía, en llegar a las ramas de los árboles y atrapar los tan deseados tordos que había al otro lado del tubo. Yo sabía que el hierro que había en mis zapatillas hacía demasiado ruido al pisar el cemento y podía asustar a los tordos. También sabía que años atrás, bueno, varios cientos de años atrás, cuando las herraduras de los asnos pisaban las tierras de mi xiang (el distrito) y mi xian (la subprefectura), y pisaban, más exactamente, las losas empedradas y octogonales, hacían el mismo ruido que hago yo ahora, pero el ritmo de su galope creaba una música acompasada y agradable de oír. Años atrás, me sentía muy excitado cuando un carro tirado por un caballo salía en medio de la noche por la calle que hay frente a mi casa. Me sentaba sobre la cama y escuchaba con atención el sonido que los cascos provocaban sobre el pavimento en medio de la noche. El sonido de las pisadas entrababa en mis oídos y luego perforaba mi cabeza. Y cuando el carro ya se había ido, parecía que en cada habitación del edificio de quince pisos que había en mi cabeza hubiera el rugido de una bestia salvaje. Era la chica de la pata coja la que grababa todas las voces diferentes que emitían los animales del zoo y luego las mezclaba en el magnetoscopio. Yo la veía siempre cuando pasaba por el pasillo de la escuela, y la mirada de sus ojos era igual que la mirada de un hipopótamo, desprendía una luz misteriosa, como la que hay en las aguas del río que fluye o en las marismas. La algarabía de la ciudad, donde la gente se apretuja como langostas y los automóviles llenan cada esquina, se expandía y llegaba cada vez más lejos hasta ser perceptible desde el interior del tubo de cemento. Ese tubo, que conducía hasta la parte trasera del tenderete de bebidas frescas El Océano Pacífico, se llenaba cada noche de animales de todo tipo, animales extraños que salían por todas partes. Yo tenía el presentimiento de que, si en verdad existía el Cielo, debía salir indemne de la oscuridad del tubo de cemento. Estábamos a siete de marzo y ese fue el día que fui al bosque a recoger los tordos. Ese día, los jazmines de invierno que había plantados en el patio del instituto de investigaciones para la prevención de plagas de langostas —el edificio adyacente a nuestra escuela—, y que estaban algo mustios, empezaron a crecer abundantemente tras sentir en su piel el primer vientecillo de la primavera.


Se reavivaron sus tallos amarillentos y eso que el primer viento de la primavera es un viento timorato, poco entusiasta, y no ayuda mucho a que salgan los nuevos brotes; pero uno vislumbra que en los muros grises de las casas aparece el color verde, y las olas de hombres y mujeres que pasean junto a los muros se paran para contemplar las flores nuevas. Al principio, oí decir que los jazmines de invierno que habían brotado también se giraban para ver las flores; pero cuando salí para verlos, vi a un profesor universitario que conocía sujetando a una estudiante que también conocía. Los dos paseaban bien agarraditos, en la oscuridad y entre árboles verdeantes. El profesor tenía la cabeza llena de canas y la joven parecía una rosa fresca que acaba de florecer con todo su esplendor. Quien les hubiera echado el ojo habría pensado que el hombre era el padre y la joven, la hija. Los dos iban a ver las flores, y yo no deseaba seguirles el rastro. Tampoco quería adelantarlos. Simplemente quería ir al tubo que estaba junto al tenderete de bebidas frescas El Océano Pacífico y pasar a través de él. El siete de marzo es mi cumpleaños, y es un gran día para mí. Y no es un gran día porque sea el día que nací. ¡Ah, me cago en la madre que me parió!… Yo tenía claro que no era nada más que un poco de mierda en los intestinos de la sociedad. Aunque haya nacido el mismo día que el gran (y célebre) especialista en manejar langostas, ese dios que es el valiente general Liu Meng3, nada de ello cambiará la naturaleza de todo mi ser: un auténtico excremento. En el pequeño callejón que era el interior del tubo de cemento —ese enorme desagüe—, pensé de repente en el profesor, cuando nos explicaba en clase la ética del marxismo y sus cabellos blancos flotaban en el aire, y su cabeza, fina y ósea, con la forma de un semicírculo, se movía de un lado a otro. Recordé cuando nos decía que amaba por encima de todas las cosas y con un amor sincero a su querida esposa, y que miraba a las mujeres bellas como cuerpos sin vida, o casi. En esa época, nosotros todavía éramos muy jóvenes y le teníamos mucho respeto a ese profesor de ropas y sombrero brillantes. Me puse al otro lado, y el profesor y la estudiante no me vieron. La gente se había pegado al muro negro para ver las flores y tapaba los jazmines de invierno. Mis zapatillas hacían verdaderamente mucho ruido en el pavimento, y los sucesos del pasado parecían olas de agua, enrollándose los unos tras los otros. Yo lo sabía: incluso si no dejaba ahora esta ciudad, la dejaría en un futuro cercano. Todos los excrementos acaban saliendo, tarde o temprano, por el ano. Pero en lo que a mí respectaba, ya había sido expelido. Yo situaba a los hombres y los excrementos a la misma altura y con la misma posición en la sociedad, y, así, las sensaciones desagradables que nos proporcionaban los profesores y los estudiantes se diluían inmediatamente, o, simplemente, se convertían en algo tan volátil como un pedo. Pisaba con contundencia las losas octogonales que formaban el pasillo circular del tubo de cemento, y, a mis oídos, resonaban como los cascos de un caballo. Y los cascos del caballo se levantaban del suelo. Hay muchos tipos de hierbas salvajes en la pradera y están no muy lejos del camino.

Ni siquiera podía escuchar las colas que formaban los coches —que son como una larga cola de dragón—, que había en la ciudad; coches que eran numerosos y hacían mucho ruido. Yo solo oía los cascos del caballo apresurándose por atrapar los tordos

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