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El cisne de papel (Chic) – Leylah Attar

Era un día perfecto para ponerse unos Louboutin. No tenía planeado que mis tacones se convirtieran en un alegato en una pasarela que me conducía a la muerte; pero si tenía que acabar así, si me iba a matar un psicópata cualquiera con sed de sangre, ¿qué mejor manera de morir que enseñarle a mi asesino dos suelas de un rojo que decía «que te den por culo»? «Sí, que te den por culo, capullo, por convertirme en la víctima de un crimen sin sentido». «Que te den por culo, por la vejación que supone que no me dejes verte la cara antes de que me vueles la tapa de los sesos». «Que te den por culo, por los cables con los que me has atado, que me aprietan tanto que me han hecho heridas en las muñecas». «Pero, sobre todo, que te den por culo porque nadie quiere morir el día antes de cumplir veinticuatro años, con el pelo rubio y brillante recién cortado y unas uñas de gel perfectas y acabadas de hacer, mientras volvía a casa tras una cita con el hombre que podría ser “el definitivo”». Mi vida estaba organizada para que fuera una sucesión de grandes acontecimientos: la graduación, la boda, una casa digna de aparecer en las revistas de moda y dos hijos perfectos. Sin embargo, ahí estaba, de rodillas, con una bolsa en la cabeza y con la boca fría de una pistola besándome la nuca. ¿Y lo peor de todo? No saber por qué estaba pasando, no saber por qué iba a morir. Claro que, ¿desde cuándo tienen sentido este tipo de cosas? ¿Ocurren al azar o se planean al detalle? Asesinatos, violaciones, torturas, abusos. ¿En algún momento somos capaces de entender la razón o simplemente necesitamos poner etiquetas y encasillar el caos que no podemos controlar? «Para sacar un beneficio económico». «Sufría un trastorno mental». «Era un extremista». «Odiaba a las guarras de uñas acrílicas». ¿Con cuál de estos móviles archivarán mi asesinato? «Ya vale, Skye. Todavía no estás muerta. Respira. Y usa la cabeza». «Usa la cabeza». Mientras el barco se balanceaba en el agua me asaltó el olor penetrante y áspero de las arpilleras. «¿Qué tienes que hacer, Skye?» Las palabras de Esteban resonaron, fuertes y claras, en mi cabeza. «Pelear». «Se la devuelvo y sigo peleando». Se me escapó algo a medio camino entre una risa y un sollozo. Hacía mucho tiempo que había ahuyentado a Esteban de mis pensamientos, pero ahí estaba, encaramándose a mi mente, repentino y sin anunciarse, como solía hacer, y sentándose en el alféizar de mi conciencia como si fuera la ventana de mi habitación. Recordaba haber hecho un test por internet esa misma mañana: «¿Quién es la última persona en la que piensas antes de quedarte dormida?».


Clic. «Esa es la persona a la que más quieres». Yo pensaba en Marc Jacobs y en Jimmy Choo y en Tom Ford y en Michael Kors. Pero no en Esteban. En Esteban nunca. Porque, a diferencia de los amigos de la infancia, ellos permanecían a mi lado. Podía dejarme seducir por sus tentaciones, llevarme a casa sus creaciones resplandecientes e irme a dormir sabiendo que al día siguiente seguirían allí. Como los dos pares de Louboutin sobre los que me había tenido que decidir: ¿los fucsia, coquetos, con las tiras de satén alrededor del tobillo o los taconazos medio d’Orsay dorados? Me alegro de haber escogido los últimos: son de tacón de aguja. Traté de imaginármelos en los titulares del día siguiente: «unos zapatos para morirse». En la foto, un tacón de charol mortal sobresaldría del cuerpo de mi secuestrador. «Sí, así es como va a acabar esto», me dije a mí misma. «Respira, Skye. Respira». Pero bajo el capuchón el aire era sofocante y estaba viciado y la fatalidad y el pánico me oprimían los pulmones. Empezaba a ser consciente de la situación. Aquello me sucedía de verdad. Era real. Pero cuando has tenido una vida regalada, te invade una sensación que te protege de sufrir un shock: pensar que tienes derecho a que alguien se encargue de solucionar las cosas por ti, como si en este caso también fuera a ocurrir. Aferrarme a eso me hizo sentir más atrevida e indiferente. Yo era alguien importante y la gente me quería y me apreciaba. Sin duda, aparecería alguien que me rescataría. ¿A que sí? ¿Verdad? Oí cómo deslizaba hacia atrás la corredera del arma y sentí la caricia metálica del cañón en la nuca. —Un momento. —Me dolía la garganta y tenía la voz ronca después de haber gritado como una loca cuando me di cuenta de que estaba atada como un jabalí en el maletero de mi propio coche. Sabía que era el mío porque todavía olía al perfume de sándalo y nardo que había derramado unas semanas antes.

Me había capturado en el aparcamiento, justo cuando me metía en mi descapotable azul cielo. Me había agarrado y me había empujado, bocabajo, contra el capó. Había pensado que se iba a llevar el bolso, la cartera, las llaves, el coche. Tal vez se trata de un instinto de supervivencia, o tal vez una solo piensa en lo que le gustaría que ocurriera. «Cógelo todo y vete». Pero eso no era lo que había pasado. No quería el bolso, ni la cartera, ni las llaves, ni el coche. Me quería a mí. Dicen que es mejor que grites «¡Fuego!» en vez de «¡Ayuda!», pero no había sido capaz de pronunciar nada porque me estaba asfixiando con el trapo empapado en cloroformo que me había puesto sobre la boca y la nariz. El problema del cloroformo es que no pierdes el conocimiento enseguida o, al menos, no como lo pintan en las películas. Estuve pataleando y luchando durante lo que me pareció una eternidad antes de que los brazos y las piernas se me quedaran inertes y me sumiera en la oscuridad. No debería haber gritado al recuperar el conocimiento. Tendría que haber intentado abrir el maletero, o haber sacado las luces de freno a empujones, o haber hecho algo digno de contar después a los periodistas que quieren entrevistarte. Pero no hay forma de cerrarle la boca a doña Ansiedad, ¿sabes? Es una puta escandalosa que te devora y solo quería que la exteriorizara. Los alaridos lo habían puesto furioso. Me había dado cuenta cuando había aparcado el coche y había abierto el maletero. No podía ver nada por culpa la luz fría y azul de las farolas que brillaba a sus espaldas, pero lo había notado. Y, para que conste, me había llevado a rastras cogiéndome del pelo y me había metido en la boca el mismo paño empapado en cloroformo que antes había usado para hacerme perder la consciencia. El trapo me producía arcadas y seguía teniendo las manos atadas a la espalda, pero él me había obligado a avanzar hacia el muelle. El olor acre y dulzón ya no era había dejado de ser tan penetrante, pero aun así me sentía mareada. Había estado a punto de ahogarme con mi propio vómito cuando me había sacado el pañuelo de la boca y me había cubierto la cabeza con una bolsa. En aquel momento, había parado de gritar. Podría haberme dejado morir asfixiada, pero me quería con vida, al menos hasta que terminase de hacer aquello para lo que me había secuestrado, fuera lo que fuera. ¿Violarme? ¿Mantenerme cautiva? ¿Pedir un rescate? Mi mente desbocada evocó un caleidoscopio de reportajes y artículos horripilantes que solían aparecer en las noticias y en las revistas. Vale, sí, siempre he sentido cierta compasión, pero solo tenía que cambiar de canal o pasar la página y el horror se esfumaba.

Pero no podía hacer desaparecer lo que me estaba ocurriendo. Podría haberme convencido a mí misma de que todo era una pesadilla muy realista, si no hubiese sido porque la intensa picazón que sentía en el cuero cabelludo, donde me había arrancado el pelo, escocía de cojones. Pero sentir dolor era bueno. El dolor me indicaba que aún seguía con vida. Y mientras estuviera viva, aún tendría esperanza. —Un momento —le había dicho cuando me había obligado a ponerme de rodillas—. Lo que tú quieras. Por favor, solo… No me mates. Me había equivocado. Él no me quería viva. No me iba a encerrar ni iba a pedir un rescate. Tampoco me iba a arrancar la ropa ni iba a sentir placer haciéndome sufrir. Solo había querido traerme aquí, donde fuera que estuviéramos, para matarme y no iba a perder el tiempo

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