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El cielo en tus ojos – Angela Drei

La primavera se había adelantado. Nueva York despertaba bajo un increíble cielo despejado. Los helicópteros sobrevolaban Staten Island camino de Manhattan; abajo, el bullicio crecía en las calles que comenzaban a llenarse de gente. Echó la bolsa de viaje al maletero del coche y volvió a revisar el mapa de carreteras en el teléfono móvil. No llevaba demasiado, un par de camisetas, una sudadera azul de los Gigantes y unos vaqueros compartían el pequeño espacio con un cepillo de dientes, sus guantes de lucha y el casco. Su madre vendería el resto a algún vagabundo que estuviera dispuesto a pagar por sus jerséis raídos. Le había dado quinientos dólares a Jackson para cubrir el alquiler de unos meses. Después, Hannah, su madre, tendría que encargarse de pagar si quería seguir viviendo en aquel cuchitril. Todavía no había regresado desde el día anterior, así que no se había despedido de ella. Suponía que era mejor, su madre y él nunca habían sido buenos conversadores. Echó un vistazo a la calle. Este había sido su hogar. Uno sucio y maloliente, pero un hogar. Conocía a los dueños de todos los negocios, incluso a los nuevos jefes de la tienda de comestibles de la esquina donde había comprado galletas y Coca-Cola para el viaje. Casi todos ellos le habían fiado alguna vez y a casi todos les había robado en alguna ocasión a lo largo de estos años. Miró el reloj. Las ocho de la mañana. Una buena hora para salir a la carretera. Montó en el coche y callejeó para abandonar la ciudad. Quería dormir cerca de Chicago si el tráfico se lo permitía. El asfalto se convirtió en su horizonte y los carteles se sucedieron frente a él anunciando ciudades y pueblos, desvíos a paraísos desconocidos y a infiernos que le abrirían sus puertas sin hacer preguntas. De esa forma, fue dejando atrás medio país, estado tras estado. Después de dos días conduciendo casi sin descanso, la señal del límite de velocidad le hizo levantar el pie del acelerador. Tenía los brazos cansados y le dolía el culo de estar sentado. Quedaba poco, se repetía una y otra vez al doblar el cuello a un lado y a otro para desentumecer los músculos.


Lincoln no sería el destino de su vida, pero era mucho más seguro que permanecer en Nueva York. Cualquier cosa era mejor que levantarse cada mañana y comprobar que una vez más el dinero había volado del bolsillo y tenía que hacer otra visita al gimnasio para conseguir un poco de liquidez. Llegaría antes de que fuera noche cerrada, pero tenía que tener cuidado. No podía permitirse pagar ninguna estúpida multa a la policía comarcal. El dinero era su gran problema. Había dejado atrás muchas malas decisiones, algunas para siempre, otras, por desgracia, le perseguirían durante un tiempo. En esos dos días no había recibido ni una llamada, así que el trato con Misely funcionaba y podría dormir tranquilo unas semanas. Solo tenía que trabajar y eso nunca había sido un problema para él. Llevaba haciéndolo desde los doce años, entonces comenzó a ganar unos dólares ayudando en el gimnasio los fines de semana. Observaba con envidia a los hombres que se subían en aquel ring. Cuando fue lo suficientemente grande como para ser él quien saltaba tras las cuerdas, supo que el dinero siempre venía acompañado de dolor y sacrificio. Aprendió a soportar los golpes y pelear por unos billetes para pagar el alquiler. Había pasado mucho tiempo desde esa primera vez y él se había convertido en un luchador con un futuro exitoso por delante, preparado para dar el salto al circuito internacional de full contact. En unas semanas, tal como había prometido, tendría la mitad del pago. Entonces, sería libre. Sus ojos se humedecieron con otro bostezo y pisó un poco más el acelerador para conseguir unos kilómetros extra. Solo un poco. Según el último cartel quedaban veinte kilómetros y llegaría a su destino. Nunca había estado en Lincoln. En realidad, no había estado en ningún sitio. La única vez que su clase de la escuela salió de excursión a las cataratas del Niágara, estaba demasiado enfermo para acompañarlos. Su madre le dijo que no se perdía nada, total solo era agua y además te obligaban a ponerte un impermeable horrible de color amarillo. Por suerte, cuando regresó a la escuela, sus compañeros ya habían olvidado toda aquella tontería del viaje y pudo hacer como si no existiera ninguna catarata ni ningún lugar fuera de Staten Island. El primer cartel con el nombre de la ciudad en letras blancas le saludó y siguió las indicaciones que le daba el GPS del teléfono móvil. —¿Tienes hambre? Allí estaba Gran Jeam, directo a lo importante.

Nada de abrazos ni palmadas en la espalda. Comer, dormir y tener sexo. Ese era su esquema de la vida. Y no le había ido mal, a juzgar por el aspecto de aquel discreto jardín frente a una pequeña casa de dos plantas con una puerta de madera que había sido pintada hacía muy poco. —Me muero de hambre. Llevo dos días alimentándome con comida grasienta de carretera y cerveza mala —dijo Evan entrando en la casa. —Deja el equipaje para después. Evan entró a un recibidor sin muebles, solo un perchero con abrigos y botas en el suelo. —No hay equipaje —aclaró encogiéndose de hombros. —Ese coche parece en las últimas. ¿Cómo se ha portado en la carretera? —preguntó Jeam al cerrar la puerta. —Sin problemas —respondió echando un vistazo a la sencilla cocina. Había una mesa con dos sillas, un frigorífico y un microondas junto al fregadero. La ventana no tenía cortinas y Jeam miraba su coche aparcado en la entrada, lleno del polvo del viaje. —Tienes que pensar en comprar uno nuevo —dijo. Gran Jeam llenó un plato con espaguetis bañados en salsa de tomate con trozos de queso, bacon y pimienta. —Esto huele de maravilla, Gran Jeam, tú sí que sabes cómo tratar a las visitas —bromeó al ver la montaña de pasta sobre su plato y se sentó resoplando. —Jeam. Aquí solo soy Jeam —le corrigió y tomó asiento a su lado. —¿Solo? —preguntó extrañado mientras se llenaba la boca. —Sí. Solo Jeam. En realidad, me llaman señor Grant. —¿En serio? —preguntó tragando sin molestarse en masticar. —En serio —aseguró llenando un vaso de agua—.

Bebe un poco y come más despacio. Nadie va a quitarte la comida. Evan sacudió la cabeza con una sonrisa. Jeam le regañaba como si fuera una mezcla de madre y padre. A él no le importaba. A cualquier otro le hubiera partido la mandíbula por hablarle de ese modo. —Veo que has olvidado tus modales —dijo al darle un pequeño golpe en el hombro. —Me muero de hambre —gruñó con la boca llena otra vez. —Eso ya se ve. He comprado tarta de manzana de postre. Tragó los espaguetis y tomó un poco de agua para conseguir pasar todo aquello al estómago. —Espero que sea grande. La carcajada de Jeam resonó con fuerza en la cocina y se unió a él riendo con ganas. —¿No te queda cerveza? —preguntó con el vaso de agua vacío. —¿Cuántos años tienes? —Jeam arqueó la ceja. —Venga, Jeam. Hace tiempo que tengo edad de beber. Hacía un par de años que no se veían, pero al parecer todo seguía igual entre ellos. A Jeam nunca le había gustado que bebiera. Evan conocía los riesgos. Se había emborrachado varias veces, como todos los chicos del gimnasio, y había hecho tonterías. Jamás había probado las drogas y era capaz de mantenerse seco una semana antes de los combates. Si sentía la tentación de buscar el camino fácil para olvidar los problemas, no tenía más que recordar a su madre tambaleándose al llegar a casa del brazo de alguno de sus acompañantes. —Si quieres quedarte aquí tienes que seguir ciertas reglas: nada de tonterías. Y por supuesto no más peleas.

Le miró esperando que rompiera a reír, pero Jeam estaba cruzado de brazos y su expresión era severa. —Lo tomas o lo dejas. Son mis reglas —insistió. —¿Tengo otra opción? —contestó. Sabía que Jeam no era un ingenuo, seguramente sospechaba que este viaje escondía algo más. Con suerte, no haría muchas preguntas. —¿Y qué vas a hacer si…? No terminó la frase. La mirada de Jeam era helada. Solo le había pegado una vez, pero fue suficiente; uno de sus derechazos le podía dejar inconsciente un buen rato. Así que se tragó las palabras y terminó la porción de tarta. —Tu habitación está al lado del garaje. En realidad, antes formaba parte de él. —Será suficiente. Todavía no te he dado las gracias… —No me las des —le interrumpió—. No vas a vivir gratis. Te dije que necesito un ayudante y no te he mentido. Igual dentro de dos semanas estás deseando largarte otra vez. —No lo creo —aseguró mientras se levantaba para recoger el plato y Jeam le indicaba el lavavajillas—. En serio, Jeam. Gracias por ofrecerme el trabajo, necesitaba un cambio. —Empiezas mañana —dijo atajando cualquier momento incómodo entre los dos. —¿Mañana? —preguntó—. Pensaba descansar un par de días después de este maldito viaje. —Vamos, te enseñaré tu cuarto. Jeam ignoró sus quejas y señaló con la cabeza una puerta al otro lado del pasillo.

—Ahí está el baño, tiene ducha. Arriba hay otro, así que no nos molestaremos. Lo bueno de estar con Jeam es que todo fluía con facilidad. Era justo lo que necesitaba: un lugar donde respirar durante unos meses mientras conseguía dinero suficiente para que su vida dejara de ser una mierda. La habitación no era demasiado grande, pero tal como había dicho Jeam, serviría. Había una cama que ocupaba gran parte del espacio, un armario y una cómoda. Seguramente los muebles eran tan viejos como aparentaban. La lámpara que había sobre una caja de madera que hacía las veces de mesita de noche, también tenía sus buenos años. —He puesto un par de mantas, suele haber humedad. Había pensado instalar un radiador, pero no he tenido tiempo. De todas formas, la primavera ha llegado muy pronto. —Está todo bien —aceptó echando un vistazo alrededor. —Entonces te dejo descansar. Mañana salimos a las siete. Evan se dejó caer en la cama sin quitarse las botas. Solo quedaban dos días para el sábado, tenía que sacar fuerzas y demostrarle que no se había equivocado al confiar en él. —Quiero ese trasto fuera de mi entrada mañana. Llévalo atrás, junto a la furgoneta. Sonrió al escuchar a Jeam al otro lado de la puerta. Se levantó y miró por la ventana. El vecindario estaba formado por una hilera de parcelas a cada lado de la carretera con viviendas sencillas y jardines cuidados. Los árboles que bordeaban la carretera al final de la calle formaban un muro verde. Le desconcertaba esta casa, jamás habría imaginado a Gran Jeam convertido en el americano medio de una ciudad de segunda. Se quitó las botas y le sorprendió la alfombra que había sobre el suelo de madera. Era mullida y suave y se entretuvo hundiendo los dedos de los pies en ella con una creciente sensación de gratitud dentro de su pecho.

No quiso dar más vueltas a todo aquello y se quitó la ropa para dormir. * Todavía era de noche cuando escuchó ruidos. Abrió los ojos de golpe. Se tranquilizó al ver la hora en el teléfono móvil. No eran las siete. De un salto, Evan abandonó la cama y fue directo a la ducha. Jeam ya estaba en la cocina. —Buenos días. Si quieres café caliente, no tardes. El agua fría le golpeó de lleno en la cara y maldijo en voz alta y aguda. Al otro lado de la puerta escuchó las carcajadas de Jeam. Por suerte a los pocos segundos la temperatura era correcta y disfrutó con el vapor llenando el cuarto de baño. —Gracias por el café —dijo al ver la taza sobre la mesa—. No me has contado nada sobre el trabajo. —Es fácil —comenzó Jeam mientras tomaba unos huevos revueltos—. Estamos haciendo una pequeña reforma en el hospital de la ciudad. Tengo trabajando a tres hombres. Solo hay que adecuar la salida al aparcamiento y unos cuantos despachos que se inundaron con las lluvias. También vamos a reformar la instalación eléctrica de las oficinas. El edificio es bastante antiguo. Evan saboreó su porción de huevos y bacon y dio otro trago al café. Jeam se levantó y recogió su plato. Entonces, se puso frente a él con las manos en las caderas. Aunque iba vestido para trabajar, su ropa estaba en perfecto estado y Evan pensó lo diferente que era al Jeam que él solía conocer. Seguía siendo una maldita roca, pero su mandíbula no estaba apretada y sus ojos mostraban una calma que nunca había visto antes.

—Verás, Evan, las cosas son diferentes por aquí. Nadie sabe a qué me dedicaba en Nueva York. Empecé aceptando pequeños trabajos y ahora dirijo a unos cuantos hombres. No quiero tener problemas. —Tranquilo, no los tendrás. Gran Jeam no pareció demasiado contento con su respuesta y algo en su forma de mirarlo hizo que se revolviera incómodo. —Me iré en cuanto haya ganado un poco de dinero —añadió. —Joder, no quiero decir eso, Evan —explicó Jeam pasándose la mano por el cabello—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. —Sé buscarme la vida, tranquilo. —Escucha —ordenó sujetando su brazo—. Dejé todo aquello atrás, he pagado mis deudas, hasta tengo algo de dinero ahorrado. Llega un momento en que uno necesita vivir tranquilo, Evan. —Lo sé. Me marcharé en cuanto pueda —dijo tratando de zafarse de su apretón. —No vas a ir a ninguna parte, chico. Tú también necesitas tranquilidad —dijo Jeam, impaciente. —Ya soy mayorcito para saber lo que necesito —dijo Evan. —Eso te crees, pero no tienes ni idea. Evan resopló y Jeam le soltó por fin y fue hacia la puerta. —Vamos. Y no la jodas el primer día o te doy una paliza cuando lleguemos a casa. Pensó que lo mejor era no enfadarle, si no fuera por él ahora estaría durmiendo en la calle. El último año no había tenido mucha suerte. El trabajo escaseaba y los combates no le dejaban demasiados beneficios.

Por si fuera poco, le había dado sus últimos quinientos pavos a su madre para que pudiera pagar la factura del hospital de su último ingreso. Cuando llamó a Jeam estaba desesperado. Subió en la furgoneta al lado de su amigo, que ahora era su jefe, y aprovechó para dar una pequeña cabezada. Odiaba madrugar. El trabajo era pesado, sobretodo porque él era el chico de los recados. Así que se pasó las horas de un sitio a otro cargando material y limpiando cuando terminaban. Parecía que tenía todo el tiempo encima la mirada Jeam y no descansó ni un segundo. Y maldita sea, no iba a rajarse el primer día. Comió en la cafetería del hospital con los demás chicos, solo un bocadillo porque no le quedaba casi dinero. Al caer la tarde le dolía la espalda y odiaba aquellas botas de seguridad que parecían pesar una tonelada. —Vamos a ir a tomar algo al local de Beth. ¿Te apetece una cerveza? Miró a Baran, uno de sus compañeros, y pensó que no tenía fuerzas ni para levantar una jarra. —Creo que paso —se disculpó y buscó a Jeam. Estaba cargando la furgoneta. —No vas a dejar que te gane así de fácil, ¿verdad? —dijo Baran y lo miró con una mueca irónica. Había dado en el clavo. —Nos vemos allí —aceptó Evan frotándose la nuca. Cuando Jeam se acercó, él ya llevaba puestas sus zapatillas deportivas y su vieja cazadora de cuero. —El chico dice que viene a tomar algo con nosotros. ¿Te animas? —Es jueves —dijo Jeam mirando a Baran muy serio—. Mañana hay trabajo. —Solo unas cervezas de bienvenida, Jeam. El jefe no dijo nada más. Le hizo un gesto a Evan y ambos subieron a la furgoneta. Dos horas más tarde, después de una ducha y de aparcar la furgoneta, estaban otra vez en la carretera.

Esta vez iban en el coche de Jeam, un modelo europeo que debía tener un par de años y estaba reluciente por dentro y por fuera. El bar de Beth era pequeño, había una barra de madera llena de jarras de cristal listas para ser llenadas de cerveza y media docena de mesas donde sentarse a comer algo rápido. Estaba a unas calles del hospital y todos parecían conocerse. Evan siguió a Jeam a un rincón de la barra donde se encontraban sus compañeros. —Así que aquí es donde vienen a divertirse —observó al tomar asiento junto a ellos. —Sí. Hasta los médicos necesitan tomar algo después del trabajo —dijo Matthew. Era el más hablador de los tres hombres de la cuadrilla, también el más joven, aunque no tanto como Evan. Los tatuajes que decoraban sus brazos podían admirarse con esa camiseta negra de manga corta que llevaba y él no dejaba ni un momento de mirar a su alrededor como si estuviera buscando una presa. Lo que seguro era cierto, porque allí había un montón de mujeres. —Supongo que sí —dijo Evan echando un vistazo a su alrededor. —Desde hace unos meses estamos trabajando en el hospital. Hemos ido encadenando varias reformas, al director le gusta cómo trabajamos —continuó Matthew. —Vaya —dijo. No tenía ni idea de que a su amigo le iban tan bien las cosas, pero empezaba a darse cuenta de cuánto había cambiado su vida. —Jeam es un tío serio. Nos pagan cada semana. Así que por mí espero que esto dure todo el año —le aseguró Brian. No había hablado con él en todo el día. Era un hombre de estatura media y movimientos calmados. Llevaba el cabello tan corto que se podía ver una cicatriz que atravesaba desde el centro de su cabeza hasta la oreja. Evan se preguntó cómo habría terminado con la cabeza abierta, pero se guardó sus preguntas. Conocía ese tipo de cicatrices y detrás no había el tipo de historias que se suelen contar a desconocidos. Baran asintió al comentario de Brian. Evan le había escuchado decir alguna palabra con acento bastante pronunciado.

Le echó un vistazo con disimulo. Estaba acostumbrado a valorar a sus contrincantes en las peleas, y desde el primer momento se había dado cuenta de que, si tuviera que pelear con alguno de ellos, el contrincante más duro sería Baran. Sus brazos eran enormes, limpios de tatuajes, lo que era extraño en aquellos tiempos para alguien con ese aspecto. Llevaba el pelo cortado como un militar, y eso hacía que su mandíbula, fuerte y firme, completara su imagen peligrosa. Pero, sobre todo, Evan había visto sus ojos: tan azules como el océano y tan fríos como el hielo. Mientras una camarera se acercaba a la barra con cuatro jarras frías, Evan miró en la misma dirección que Mathew. —Parecen simpáticas —dijo sonriendo de medio lado a las dos chicas que los miraban desde una de las mesas del local. —Sí. Y esa morena es una preciosidad —contestó Matthew al guiñar el ojo a una de ellas. Jeam se unió a ellos y cogió su jarra de cerveza antes de que le diera tiempo a probarla. —Un refresco para el chico, Beth. Una mujer entrada en la cincuentena le sonrió de medio lado sin ninguna vergüenza. —Hoy en día los chicos son tan grandes que parecen hombres antes de tiempo —dijo mirándolo con sorna. —Le aseguro que soy todo un hombre —replicó. No le gustaba que Jeam le tratara como a un niño delante de los otros compañeros. Hacía tiempo que había cumplido veintiún años e incluso antes ya había pillado sus primeras borracheras. —Muy hombre, seguro. Invito yo —dijo Beth guiñando un ojo a Jeam al poner un refresco de cola delante del chico. Todos ignoraron la pequeña escena, no querían enfrentarse a Jeam, era el jefe y no iban a pelear por él. Así que Evan se tragó su orgullo y tomó el refresco que le daba Beth. Tenía que mantener la calma y no hacer ninguna tontería o Jeam le echaría de su casa. Y la realidad era que no tenía dónde ir

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