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El chico del tapersex – Sara Lis

6 años antes… Un precioso atardecer acaparaba la azotea parisina del restaurante de Terrass Hotel en Montmartre, mientras tanto, bajo el sensitivo hilo musical del exclusivo lugar, servían dos de sus especialidades en una mesa: Magret de canard y Soupe a l’Oignon (pechuga de pato y sopa de cebolla, en francés). —¡Oh, Dios Santo, Óliver!, ¡esto es increíble! —exclamó Julia mientras admiraba su plato recién puesto y daba un raudo repaso a las vistas de los ventanales, que mostraban a la capital cada vez más azafranada. —Sí, lo es —afirmó él sin quitar los ojos de encima a su flamante novia. —¿Pero cómo…cómo se te ha ocurrido? ¡Es una locura! —espetó con una sonrisa insostenible que no le dejaba tapiar sus gruesos labios teñidos de carmín. —Bueno, pensé que después de los exámenes nos iría bien desconectar un fin de semana. —Arrastró sus manos por el sedoso mantel para recoger delicadamente las de Julia, estas aún más tersas que la misma tela que acariciaba —. Además, encontré un buscador de escapadas que lo ofertaba a un precio buenísimo, creo que era canoa.es… —¡Ja, ja! Querrás decir kayak.es. —Eso —se ruborizó y se dejó llevar definitivamente por la risa jocosa de ella, que era resplandeciente—. En fin, no podía dejarlo pasar, aunque tampoco quería, la verdad. —La besó con calidez en una de sus manos y ella sonrió complacida—. Solo he tenido que hacer un par de dobles turnos en la cafetería. —Cariño mío… ¿Además de los exámenes? Eres un encanto. Y, por supuesto, mi caramelito más dulce (ella siempre le llamaba así). Y te prometo que hoy mismo te compensaré todo el esfuerzo que has hecho. —Le guiñó un ojo a la vez que le ofrecía una sonrisa picaresca. —Creo que esta noche ya me has compensado dos veces… No, han sido tres, que al final no lo había soñado. Pero que sepas que todo es poco para complacer a mi princesa. —Ella se derritió de nuevo tras su halago y se acercó para susurrarle algo. —¿Qué te parece si… regresamos ahora mismo a la habitación a tomarnos directamente el postre? —Se mordió el labio rojo al mismo tiempo que uno de sus pies se mostró de lo más cariñoso bajo el largo mantel de terciopelo grana, donde rozaba con suma finura la pierna de su enamorado. Óliver sacudió su cabeza como si quisiera deshacerse del hechizo de la bella y enloquecedora Julia. —No —dijo mientras se erguía e intentaba aparentar ser un hombre duro—. Prefiero acabar la cena. —Sin embargo, no pudo contener la curvatura divertida de sus labios, que se le escapaba sin poder dominarla.


—Como quiera, «don Formal» —manifestó ella como si le hablara a un general—. Pero te aseguro que después te apresaré con mis zarpas de diablesa y no te dejaré marchar en toooda la noche. —Y yo no me antepondré a ello —rio. Ambos se dedicaron una mirada cómplice en la que se quedaron inmersos. Un camarero con el traje de pingüino y la piel de alabastro, les obligó a salir de su ensimismamiento. Este se presentaba en la mesa con una botella de Meursault Vieilles Vignes (reserva del 2006) en la mano. —Madame. Chevalier. A continuación, el hombre de correctísimos ademanes y diestra urbanidad, reclinó el costoso recipiente en la copa de cristal de Óliver. Él se dispuso a catar el apetecible líquido y le hizo un gesto de aprobación, fue entonces cuando procedió a henchir las dos copas. Julia, mientras tanto, atestiguaba el acto, levantaba su rubio flequillo con el movimiento alzado de sus cejas, estaba asombrada por tanta exclusividad. Cuando el camarero se fue, ella no se pudo contener más. —Óliver, esto… ¡Es demasiado! ¿Pero cuánto te ha costado? No obstante en ese preciso instante, Óliver salió de su asiento e hincó la rodilla a la vera de Julia, dejándola con la boca abierta. —Julia Salamanca Arellano —pronunció raudo con una respiración de lo más acelerada que hacia elevar de modo discontinuo la tela blanca de su pecho, mientras tanto el murmullo de derredor se iba apagando de forma solícita—. Sé que solo llevamos ocho meses juntos, pero…—Sacó al instante una pequeña caja aterciopelada de su bolsillo y la abrió, mostrando en ella un anillo—… ¿Te quieres casar conmigo? El rotundo silencio que se consagraba a la espera de su ansiada respuesta, hizo parecer que bajo aquel techo privativo y distinguido solo existieran ellos dos, aunque para nada fuera así. Las decenas de comensales, al igual que los camareros, incluso el de piel de alabastro que les había servido hacía tan solo un momento, observaban abstraídos aquel romántico capítulo donde dos jóvenes enamorados estaban a punto de trazar el camino de sus vidas. —¡Sí, claro que quiero! —dijo resplandeciente, de la misma forma que se hallaba la súbita sonrisa del valiente Óliver. Acto seguido Julia se levantó eufórica de la mesa dando casi un salto, aunque enseguida intentó recuperar la compostura puesto que debía aferrarse a la rutilante joya con la elevada clase que esta merecía. El anillo era de oro blanco, portaba en su engarce lo que parecía ser un diamante de aguamarina y posiblemente fuera de 18 quilates. O, al menos eso era lo que ella caviló en un tris, porque aunque no era rica, le encantaba lo fastuoso y lo distinguido, y siempre estaba a la vanguardia sobre ese mundo pudiente del que no formaba parte, si bien siempre soñaba con que quizá, un día eso cambiaría. Óliver lo colocó a la perfección en su fino dedo anular, y en cuanto terminó, ambos sintieron la imparable imantación de sus bocas. Y, pese a ser el punto de mira de las miradas ajenas, no opusieron resistencia alguna, y guiaron sus labios con la luz brillante de sus pupilas cautivadas. Se dieron un beso dulce, largo y arrollador que no dejó indiferente a ninguno de los testigos que no cesaban en aplaudir y vociferar félicitations por el dichoso ambiente, como si aquello en vez de ser un lugar donde la gente acudía para henchir sus bocas con comida de dioses, fuera un auténtico convite de bodas. —Por mera curiosidad —bisbiseó Óliver a la oreja de su ya prometida, justo después de besarse con pura pasión y romanticismo—, ¿cuánto me lo vas a compensar? —No te haces una idea, mi caramelito. Capítulo 1 HASTA EL MOÑO En la actualidad… —¡Ni con un palo te tocaría! —salió Julia gritando de la habitación conyugal.

—Ah, ¿no? ¡Pues yo tampoco es que tenga muchas ganas! —siguió voceando Óliver. —Cualquiera lo diría —respondió escénica—, después de haberme metido la mano por debajo del camisón. —Es solo que tenía un calentón. Estaba soñando con alguien que no era una frígida como tú —respondió él, resaltando las tres últimas palabras. Julia le miró con saña y se dirigió de nuevo al interior del dormitorio, tras unos segundos, salió con la almohada en sus manos y se la lanzó a la cabeza. —¡Pues ya puedes seguir soñando en el sofá con el único ser que te tolera, porque solo se encuentra en tus sueños! ¡Y cuando despiertes, recuerda no acercarte más a mí! —Dio un portazo que hizo temblar los finos tabiques de la casa. —¡No lo haría ni por un millón de euros! ¡Frígida! ¡Que eres una frígida! ¡Y que sepas, que las mujeres hacen cola para estar conmigo! —replicó Óliver en alto, en medio del pasillo con la almohada sujeta en sus manos. Suspiró profundamente y se dirigió al sofá. Estaba muy enfadado. —¡Sal de aquí, chucho! —echó con tono hosco a Supermán, que se encontraba enroscado en el rincón del asiento. Supermán era el amor actual de su mujer: su chihuahua. Y Óliver lo aborrecía por completo. No había día que no se arrepintiera de habérselo regalado por su primer aniversario de bodas. De hecho, muchas veces él le aseguraba a Julia, que el día menos pensado se encontraría degustando el menú de los domingos, pollo con patatas, pero esa vez no provendría de la acostumbrada pollería de abajo, sino que lo elaboraría él de forma clandestina, con la materia prima gratis proveniente de su casa. Óliver por fin se pudo adueñar del cómodo sofá, se mulló la almohada y cogió la pequeña manta verde que se encontraba en el reposabrazos. Pero al ponérsela para poder abrigar su cuerpo del sutil frío de la noche, comprobó que solo le tapaba el tronco. —¡Pfff! Porquería de manta —refunfuñó, y con rabia la tiró al suelo. Enseguida el diminuto Supermán vio la inesperada oportunidad que se le había presentado para dormir calentito. No obstante, cuando Óliver lo vio enroscado confortablemente en el poliéster, enseguida alargó su mano para coger la punta de la prenda y se la sacó a tirones. —Ni lo sueñes, bola de pelo sarnosa —le dijo entre dientes. El pequeño animal replicó con un pequeño alarido en su caída, y después se quedó impertérrito de nuevo en el frío mar de gres. Óliver, tras proclamarse el macho alfa le sonrió malicioso, pero al instante se escuchó la voz de Julia que provenía de la habitación. —¡Supermán…! ¡Ven conmigo, precioso! El can antes de acudir, pareció dedicarle una sonrisa similar a la que segundos antes el gran mastodonte de su cueva le había dedicado, y después, abandonó el gélido salón en una rauda y segura huida. Óliver, con el ceño fruncido, comenzó a colocarse otra vez la escasa manta como pudo, e insistió en conseguir una posición medianamente cómoda dando manotazos a la deformada almohada y cambiándose varias veces de costado. Y aunque no la consiguió, tras largos minutos se quedó dormido.

*** Julia se estaba dando los últimos retoques de maquillaje, sin embargo, tuvo que dejar la barra de labios fucsia apoyada en el tocador para cerrar la ventana. Era primera hora de la mañana y no se había acordado hasta ese lapso de que era martes. Los martes había mercado, y por el molesto estrépito que este realizaba en su despliegue y la polvareda que se adentraba en el piso, apenas podía ventilar la habitación. En cuanto cerró, regresó al espejo para acabar de acicalarse. Todavía no había ido a la cocina a desayunar, puesto que no le apetecía cruzarse con su indeseable y latoso marido, así que se colocó la americana negra y cogió unas monedas que tenía sobre la cómoda: desayunaría en el bar de enfrente. Se inclinó sobre la cama para propinar un cálido beso junto a una caricia a su querido Supermán. Este yacía estirado boca arriba con la cabecita apoyada en la almohada y los ojos entrecerrados. —Adiós, cielito, pórtate bien —le susurró, si bien apenas él se inmutó. Al recorrer el pasillo, Julia escuchó un ruido cada vez más escandaloso proveniente del salón, y cuando abrió la puerta corredera, contempló lo que desafortunadamente ya se había imaginado, dado que en los últimos meses era más que habitual. Óliver y José Abel, el vecino y adolescente del bajo, se encontraban jugando a la PlayStation. —¡Ejem, ejem! —carraspeó molesta.—. ¿No tenéis nada mejor que hacer a las siete y media de la mañana? —Hola, Julia —respondió José Abel despegando sus órbitas de la pantalla para posarlas en ella tan solo un segundo, pero en cuanto lo hizo se volvió de nuevo para admirarla—. ¡Caray, Julia! Siempre vas echa un pincel. —Bueno, creo que es lo mínimo que se debe hacer cuando uno acude al trabajo. Además estando en una inmobiliaria… —Ajá… —respondió abstraído nuevamente en las imágenes, haciendo caso omiso de su explicación. Y sin más, él cambió de tema—. Esta noche he estao en una caseto que te cagas, los padres de un amigo estaban de viaje y hemos aprovechao. ¡Qué fiestón! —dijo sonriendo—… Estaba por la zona de Pedralbes ¡Agüita el nivel que hay por allá! Por eso cuando Óliver me ha enviado un wasap diciéndome que no podía dormir y que si me apuntaba a un vicio, justo estaba entrando a mi Keo y he pensao… ¿Por qué no? Ya dormiré después, total, hoy no pensaba en ir al insti. —Julia alzó las cejas y negó con la cabeza entretanto observaba los dos cogotes. —Me voy a trabajar —mencionó ella hostil mientras se adelantaba a coger las llaves del coche que se encontraban guardadas en un cajón del mueble—. No te pongas demasiado tarde a buscar trabajo, Óliver. Consideran más a los candidatos que demandan empleo a horas tempranas que a los que lo hacen a última hora, está comprobado —decía mientras daba un repaso al interior de su bolso. —Hoy seguramente me saltaré esa tediosa tarea. —Julia enseguida buscó su rostro dejando lo que estaba haciendo, como si hubiera sido horrorosamente alarmada por un estruendoso relámpago—.

Lo más probable es que eche una cabezadita en la cama, hoy no he dormido demasiado bien —respondió Óliver mirando a la pantalla sin parar de presionar los botones del mando. Julia apretó los dientes y entrecerró sus ojos como si le estuviera deseando la peor de las maldiciones, sin embargo consideró que era mejor salir a tiempo de la casa para no aparecer en los telediarios del mediodía como una psicópata. Y cuando se apresuró sin despedirse, dio uno de sus habituales portazos. ¡Poom! Ciertamente la pareja no pasaba por uno de sus mejores momentos, Óliver hacía seis meses que se había quedado sin trabajo. Antes desempeñaba su labor como capataz en una obra bastante importante de la Gran Vía, pero por lo visto los continuos desacuerdos entre él y su jefe un día profundizaron más de lo debido, haciendo que el impulsivo Óliver perdiera definitivamente los estribos: le asestó un fuerte puñetazo al señor Capdevila, dejándole grabada la marca de su anillo de bodas en el párpado derecho. Fue un hecho lamentable. Sin embargo, ahora el malaventurado Óliver lo estaba pagando con creces, puesto que nunca pensó que las futuras consecuencias serían tan duras y nefastas. Y es que el señor Capdevila portaba el monopolio de indefinidas obras de Barcelona, además de decenas de contactos, y eso hacía que lo de encontrar trabajo como capataz se tratara de una clara utopía. Además de eso, la desquebrajada relación que ambos llevaban a cuestas hacía tiempo se debía también a otra serie de factores: la dura e inimaginable convivencia, aquella que no se descubre hasta que ya es demasiado tarde; la rutina, que va apagando silenciosamente una porción de ti hasta que de repente te das cuenta de que eres soso y aburrido; las obligaciones, que suelen arrancar durante la mayor parte del tiempo el alma de tu cuerpo para transformarlo en un mero robot que no puede ni desea observar los pequeños momentos de la vida; y la decepción, que es la que te obliga a madurar sin tú desearlo en absoluto.

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