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El cerebro de Kennedy – Henning Mankell

El desastre llegó en otoño y le sobrevino sin previo aviso. No dejaba rastros y se movía en total silencio. Ella nunca llegó a sospechar qué estaba sucediendo. Fue como si hubiese sido víctima de una emboscada en un callejón oscuro. Lo cierto era que tuvo que abandonar las ruinas para adentrarse en una realidad de la que ella nunca se había preocupado. Con una violenta fuerza se vio lanzada a un ámbito en el que nadie se interesaba especialmente por las excavaciones de enterramientos griegos de la Edad del Bronce. Había vivido inmersa en aquellos polvorientos socavones practicados en la tierra o acuclillada sobre ánforas quebradas para intentar recomponerlas. Amaba las ruinas y nunca había caído en la cuenta de que el mundo que la rodeaba estaba derrumbándose. Era una arqueóloga que tuvo que apartarse de su universo de tiempos pretéritos para acudir a una tumba junto a la que jamás había imaginado que llegaría a estar. No había presagios. La tragedia había perdido la lengua, y no tenía la oportunidad de avisarle. La noche antes de que Louise Cantor partiese hacia Suecia para participar en un seminario sobre las excavaciones de enterramientos de la Edad del Bronce, se hizo un profundo corte en el pie izquierdo con un trozo de cerámica que había en el suelo del cuarto de baño. Sangraba bastante, la pieza de cerámica era del siglo V antes de Cristo y la sangre que caía sobre el suelo del baño le provocó un fuerte mareo. Estaba en la Argólida, en el Peloponeso, corría el mes de septiembre y las excavaciones de aquel año tocaban a su fin. Débiles ráfagas de viento anunciaban el futuro frío invernal. El tórrido calor empezaba a desaparecer, con su olor a tomillo y a uvas pasas. Detuvo la hemorragia y cortó un trozo de esparadrapo. En su mente, un recuerdo acudió veloz a su memoria. Un clavo oxidado le había atravesado el pie, no el que acababa de cortarse, sino el otro, el derecho. Cuando tenía seis o siete años, un clavo de color ocre le había atravesado el talón, había perforado la piel y la carne, como si la hubiesen clavado a una estaca. Ella empezó a gritar de horror y pensó que estaba sufriendo la misma tortura que el hombre que, al fondo de la iglesia en la que solía entregarse a sus solitarios juegos de miedo, aparecía colgado en una cruz. «Las estacas puntiagudas nos destrozan», se dijo mientras limpiaba la sangre reseca de las baldosas. «Las mujeres viven siempre en las inmediaciones de estacas que están ahí para herir lo que ellas desean proteger». Fue cojeando hasta la parte de la casa que constituía a un tiempo su lugar de trabajo y su dormitorio. En un extremo tenía una mecedora que crujía al moverse y un tocadiscos.


La mecedora se la había regalado el viejo Leandros, el vigilante nocturno. Leandros siempre había estado ahí, incluso cuando era un niño pobre pero curioso; de eso hacía ya mucho tiempo, pues las excavaciones suecas comenzaron en la Argólida en la década de los treinta. Ahora pasaba las noches como vigilante nocturno durmiendo a pierna suelta junto a la colina de Matos. Pero todos los que participaban en los trabajos lo defendían. Leandros era una salvaguarda. Sin él se verían amenazadas todas las empresas de futuras excavaciones. Con el derecho que otorga la vejez, Leandros se había convertido en un ángel de la guarda desdentado y, a menudo, bastante sucio. Louise Cantor se sentó en la mecedora y contempló su pie malherido. Sonrió al pensar en Leandros. La mayoría de los arqueólogos suecos a los que conocía eran ateos recalcitrantes y se negaban a ver en las distintas instituciones otra cosa que obstáculos a la continuidad de las excavaciones. Unos cuantos dioses, que habían perdido todo su significado hacía ya tiempo, apenas si podían ejercer la menor influencia en lo que sucedía en las lejanas instituciones suecas, donde se aprobaban o rechazaban los presupuestos para las excavaciones. La burocracia era un mundo de túneles compuesto sólo por entradas y salidas, y las decisiones que, finalmente, se dejaban caer en las cálidas oquedades de los enterramientos griegos eran, por lo general, inextricables. «Los arqueólogos siempre excavan bajo una doble gracia», se dijo. «Nunca sabemos si encontraremos lo que buscamos o si estamos buscando lo que queremos encontrar. Si damos con lo que perseguimos, la suerte nos habrá sonreído. Al mismo tiempo, nunca sabemos si conseguiremos el permiso y el dinero necesarios para seguir adentrándonos en el maravilloso mundo de las ruinas o si las ubres decidirán secarse de pronto». Aquella era su contribución personal a la jerga de los arqueólogos, el considerar a las instituciones patrocinadoras como vacas de abundantes ubres. Miró el reloj. Eran las ocho y cuarto en Grecia, una hora menos en Suecia. Alargó el brazo en busca del teléfono y marcó el número de su hijo en Estocolmo. Los tonos de llamada sonaron sin que nadie respondiera. Cuando por fin saltó el contestador, ella escuchó su voz con los ojos cerrados

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