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El Cerebro de Broca – Carl Sagan

El cerebro de Broca es un libro escrito por Carl Sagan formado por discursos o artículos publicados entre 1974 y 1979 en muchas revistas incluyendo Atlantic Monthly, New Republic, Physics Today, Playboy, y Scientific American. El ensayo que titula el libro lleva su nombre en honor del físico, anatomista y antropólogo francés, Paul Broca (1824-1880). Generalmente se recuerda a Broca por su descubrimiento de que distintas partes físicas del cerebro corresponden a distintas funciones. Una gran parte del libro está dedicada a desacreditar el trabajo de los «fabricantes de paradojas», como llama a los divulgadores de la pseudociencia, ya sea quienes se encuentran al borde de las disciplinas científicas o simplemente son rotundos charlatanes. Otra gran parte del libro discute los convencionalismos en la nomenclatura de los miembros de nuestro sistema solar, así como sus características físicas. Sagan también expone sus puntos de vista sobre la Ciencia Ficción, mencionando especialmente a Robert A. Heinlein, quien fue uno de sus escritores favoritos durante su infancia. Las experiencias cercanas a la muerte, y sus controversias culturales también son discutidas en el libro, así como la crítica de las teorías desarrolladas en el libro de Robert K. Temple The Sirius Mystery publicado tres años antes en 1975.


 

—Ayer, sólo eran monos. Dales tiempo. —Pues si eran monos, quien tuvo retuvo… —No, esta vez será diferente… Vuelve dentro de alrededor de un siglo y verás… Los dioses, hablando de la Tierra, en la versión cinematográfica del libro de H. G. Wells, El hombre que podía hacer milagros (1936) EN CIERTO SENTIDO, el Musée de L’Homme no se diferenciaba de muchos otros. Situado sobre un suave promontorio, desde su restaurante podía captarse una hermosa perspectiva de la torre Eiffel. Estábamos allí para conversar con Yves Coppens, eminente paleo-antropólogo y competente director adjunto del museo. Coppens ha estudiado nuestros ancestros, cuyos fósiles proceden de la garganta de Olduvai, en Kenia y Tanzania, y del lago Turkana, en Etiopía. Hace unos dos millones de años vivían en el este de África unas criaturas a las que denominamos Homo habilis, de una estatura aproximada de 1,20 metros, que construían y utilizaban herramientas de piedra, que quizá llegaban a construir viviendas muy simples y cuy os cerebros, a lo largo de un espectacular proceso de acrecentamiento, llegarían a transformarlos en lo que somos hoy en día. Las instituciones museísticas de este tipo tienen un rostro público y otro privado. La vertiente pública incluy e los materiales etnográficos y de antropología cultural expuestos al visitante: vestidos de mongoles o telas pintadas por nativos americanos, algunas quizá preparadas especialmente para que las compraran los voyageurs y los emprendedores antropólogos franceses. Pero en su trastienda se albergan otras muchas cosas: gente encargada de preparar las diferentes exposiciones; vastas salas que sirven de almacén a objetos inadecuados para su presentación al público, ya sea por el tema que tratan o por razones de espacio; áreas en las que trabaja el personal dedicado a la investigación. Fuimos conducidos a través de oscuros laberintos y mohosas salas, que iban desde angostos cubículos a amplias rotondas. En los pasillos se amontonaban materiales de investigación: una reconstrucción del suelo de una cueva paleolítica en la que se mostraba el lugar donde habían sido arrojados los huesos de antílope tras la comida del día; estatuillas priápicas de madera procedentes de la Melanesia; utensilios de comida delicadamente decorados; grotescas máscaras ceremoniales; azagayas de Oceanía; un mohoso cartel representando a una esteatopigia mujer de África; un lóbrego y húmedo almacén lleno hasta el techo de los más diversos instrumentos musicales, desde instrumentos de cuerda con calabazas como cajas de resonancia, flautas de Pan hechas con caña, cajas de percusión con pieles de diversos animales y otras innumerables muestras de los indomables impulsos que siempre ha sentido el hombre hacia la creación musical. Aquí y allí podían verse unas pocas personas ocupadas en labores de investigación, cuy o porte y maneras distantes y respetuosas contrastaban vivamente con la cordial capacidad bilingüe de Coppens. Obviamente, la mayor parte de las salas estaban destinadas al almacenamiento de materiales antropológicos recogidos y coleccionados durante más de un siglo.


Se tenía la sensación de transitar por un museo de segundo orden en el que se habían recogido materiales no tanto porque tuvieran demasiado interés sino porque tal vez lo habían tenido en otros tiempos pretéritos. Podía percibirse en el ambiente la presencia de los directores del museo durante el siglo XIX, cubiertos con sus levitas ocupados básicamente en trabajos de goniométrie y craniologie, febrilmente entregados a coleccionarlo y medirlo todo con la pía esperanza de que la mera cuantificación podía llevarles hasta la comprensión de los interrogantes planteados. Aún existía otra zona del museo más recóndita, una extraña mezcla de activo centro de investigación y de vitrinas, armarios y anaqueles franca y totalmente abandonados. Aquí, la reconstrucción de un esqueleto articulado de orangután. Allí, una amplia mesa cubierta de cráneos humanos pulcramente clasificados. Más allá, un cajón lleno de fémures apilados en la alacena del material del conserje de una escuela. Existía también una demarcación donde se alineaban restos neanderthalienses, entre ellos el primer cráneo reconstruido de un hombre de Neanderthal, obra de Marcellin Boule. Tomé con todo cuidado la pieza entre mis manos. Daba la sensación de objeto ligero y delicado; las suturas eran perfectamente visibles. Quizás me hallaba ante la primera prueba empírica indiscutible de que en épocas lejanas existieron criaturas muy semejantes a nosotros, criaturas que se habían extinguido, y cuy a desaparición venía a alzarse como inquietante sugerencia de que tal vez nuestra especie no sobrevivirá por los siglos de los siglos. También había allí una estantería donde se alineaban dientes de varios tipos de homínidos, entre los que se incluían los grandes molares trituradores del Australopithecus robustus, un contemporáneo del Homo habilis. En otro rincón, una colección de cajas con cráneos de Cro-Magnon se apilaban limpios y en perfecto orden como leña dispuesta para un hogar. Todo este conjunto de reliquias eran los razonables y en cierto modo imprescindibles fragmentos probatorios que habían permitido reconstruir parte de la historia de nuestros ancestros y parientes colaterales. En el fondo de la sala había otras colecciones más macabras y turbadoras. Una vitrina encerraba dos cabezas de reducidas dimensiones con un aire burlón en sus muecas; unos correosos labios vueltos hacia arriba dejaban al descubierto hileras de dientes puntiagudos y diminutos. A su lado, múltiples frascos herméticamente cerrados encerraban pálidos embriones y fetos humanos bañados en un sombrío fluido verdoso. La mayor parte de los especímenes eran normales, aunque ocasionalmente la mirada podía detenerse ante alguna inesperada anomalía como, por ejemplo, un par de siameses unidos por el esternón o un feto con dos cabezas y sus cuatro ojos herméticamente cerrados. Pero aún había más. Una hilera de amplios frascos cilíndricos que albergaban, para mi asombro, cabezas humanas perfectamente conservadas. Un hombre de enormes mostachos rojos, de poco más de veinte años y originario, como indicaba la etiqueta adjunta, de Nueva Caledonia. Quizá se tratase de un marinero que se había embarcado rumbo a los trópicos donde tras ser capturado perdería la vida; su cabeza se había convertido involuntariamente en objeto de estudio científico. Más allá, tres cabezas de niño en un mismo recipiente, quizá como simple medida económica. Hombres, mujeres y niños de ambos sexos y múltiples razas, cuyas cabezas habían llegado hasta Francia para, quizá tras un breve estudio inicial, consumirse en un rincón del Musée de L’Homme. Y yo me preguntaba ante tal espectáculo, ¿en qué condiciones debió producirse el embarque de las cajas cargadas con cabezas en conserva? ¿Acaso los oficiales de los buques especularon a la hora del café acerca del contenido de la carga almacenada en las bodegas? ¿Tal vez les traía sin cuidado el asunto ya que las cabezas no eran casi nunca de blancos europeos como ellos? ¿Acaso bromeaban en torno a la carga para demostrar un cierto distanciamiento emocional, mientras que en privado no dejaban de sentir un cierto remordimiento ante los horrores que transportaban? Una vez llegadas a París las colecciones, ¿fueron recibidas por científicos activos y sistemáticos que dirigían con eficacia las operaciones de transporte y almacenamiento de los cargamentos de cabezas? ¿Estaban impacientes por desprecintar los frascos y proceder a la medición de los cráneos humanos con sus calibradores? ¿Acaso el responsable de la colección, fuera quien fuese, asumía su trabajo con entusiasmo y arrogancia libres de todo objetivo secundario? Siguiendo mi visita, llegamos al rincón más recóndito de esta ala del museo. Y allí descubrí una colección de retorcidos objetos grisáceos nadando en formalina a fin de retardar su descomposición: se trataba de un conjunto de anaqueles con cerebros humanos.

Alguien se había ocupado de practicar rutinarias craneotomías en cadáveres de personalidades con objeto de extirpar sus cerebros en beneficio del progreso científico. Allí estaba el cerebro de un intelectual europeo que había alcanzado renombre momentáneo antes de marchitarse en aquellas polvorientas estanterías. Acullá el cerebro de un convicto asesino. Qué duda cabe, los científicos de la época esperaban que pudiese existir alguna anomalía, algún indicio revelador, en la anatomía cerebral o en la configuración craneana de los asesinos. Quizá esperaban demostrar que el asesino lo creaban influencias hereditarias y no sociales. La frenología fue una desgraciada aberración del siglo XIX. Puedo oír a mi amiga Ann Druyan afirmando: « la gente a la que matamos de hambre y torturamos tiene una tendencia antisocial a robar y matar. Y creemos que actúan de ese modo a causa de su prominente entrecejo» . Pero lo cierto es que no hay modo de distinguir entre los cerebros de los asesinos y los de los sabios (los restos del cerebro de Albert Einstein están, recordémoslo de pasada, flotando en un frasco depositado en la universidad de Wichita). Es indudable que quien hace a los criminales no es la herencia sino la sociedad. Mientras escudriñaba la colección sumido en similares meditaciones, mi vista se sintió atraída por la etiqueta unida a uno de estos frascos cilíndricos. Tome el recipiente del anaquel y lo examiné desde cerca. En la etiqueta podía leerse P. Broca. Tenía en mis manos el cerebro de Broca. Paul Broca fue cirujano, neurólogo y antropólogo, una de las figuras más prominentes de la medicina y la antropología del siglo pasado. Realizó importantes trabajos en el estudio de la patología cancerosa y en el tratamiento de los aneurismas, así como una contribución esencial a la comprensión de los orígenes de la afasia, nombre con que se designa todo menoscabo de la habilidad para articular ideas. Broca fue un hombre brillante y apasionado, con una ferviente dedicación al tratamiento médico de las capas sociales más míseras. Al amparo de la noche y con riesgo de su propia vida, consiguió en cierta ocasión sacar clandestinamente de París en una carreta tirada por caballos setenta y tres millones de francos dentro de unas maletas escondidas bajo montones de patatas; se trataba de dinero de los fondos de la Asistencia Pública que, según su opinión, corrían peligro de inminente pillaje. Fue el fundador de la moderna cirugía cerebral. Asimismo, se dedicó al estudio del problema de la mortalidad infantil. Hacia el final de su vida fue nombrado senador. Como ha indicado uno de sus biógrafos, amaba por encima de todo el sosiego y la tolerancia. En 1848 fundó una sociedad de « librepensadores» . Fue uno de los pocos científicos franceses de su época que mostraron adhesión a la tesis darwiniana de la evolución a través de la selección natural entre las especies.

T. H. Huxley, « el perro guardián de Darwin» , señalaría que la simple mención del nombre de Broca llenaba su espíritu de un sentimiento de gratitud, y se atribuy e a Broca la afirmación de que « prefiero ser un mono transformado que un hijo degenerado de Adán» . Por tales ideas y otros puntos de vista similares fue denunciado por « materialismo» y por corruptor de la juventud, como lo fuera siglos antes Sócrates. Sin embargo, recibió la nominación de senador. Muchos años antes Broca había tenido enormes dificultades para crear en Francia una asociación dedicada al estudio de la antropología. El ministro de Instrucción Pública y el Prefecto de Policía albergaban la creencia de que la antropología podía ser, como todo intento encaminado a profundizar en el conocimiento de los seres humanos, innatamente subversiva para los intereses del Estado. Cuando por fin y a regañadientes Broca obtuvo autorización para hablar con dieciocho colegas de su campo común de intereses científicos, el Prefecto de Policía le recordó que le haría personalmente responsable de todo cuanto pudiera decirse en tales reuniones « contra la sociedad, la religión o el gobierno» . A pesar de todo, el estudio de los seres humanos se consideraba tan peligroso en aquellos tiempos que la policía envió a todas las reuniones un espía con amenaza explícita de que la autorización para celebrar tales reuniones sería revocada de inmediato si el delegado gubernativo se escandalizaba o consideraba delictiva cualquier afirmación vertida en ellas. Tales fueron las circunstancias bajo las que celebraba su primera reunión la Sociedad de Antropología de París el 19 de may o de 1859, el mismo año en que se publicó la primera edición de El origen de las especies. En reuniones sucesivas iba a discutirse sobre una amplia gama de temas —arqueología, mitología, fisiología, anatomía, medicina, psicología, lingüística e historia—, y fácil es imaginar al espía gubernativo dormitando en un rincón de la sala durante la mayor parte de las sesiones. Según explica Broca, en cierta ocasión el espía sintió ganas de dar un pequeño paseo y preguntó si podía abandonar la sala con la garantía de que en su ausencia no iba a tratarse ningún asunto lesivo para el Estado. « No, no, amigo mío» , le respondió Broca, « usted no puede irse a dar ninguna vuelta. Siéntese y justifique su sueldo» . Pero no sólo era la policía la que mostraba en Francia por aquel entonces oposición al desarrollo de la antropología, sino también el clero, y en 1876 el Partido Católico Romano organizó una gran campaña contra las enseñanzas del Instituto de Antropología de París fundado por Broca. Paul Broca falleció en 1880, quizá a causa de un tipo de aneurisma muy similar al que tan brillantemente había estudiado. Cuando le sorprendió la muerte estaba trabajando en un minucioso estudio de la anatomía cerebral. Broca fundó las primeras sociedades profesionales, escuelas de investigación y revistas científicas de la antropología francesa moderna. Los especímenes de su laboratorio personal fueron incorporados al que durante años recibiría el nombre de Musée Broca. Posteriormente pasarían a integrarse en el más amplio Musée de L’Homme. Fue el propio Broca, cuyo cerebro tenía yo ahora en mis manos, quien creó la macabra colección que había estado contemplando. Habían sido objeto de su estudio embriones y monos, gentes de todas las razas, midiéndolo todo enloquecidamente en un supremo esfuerzo por comprender la naturaleza profunda del ser humano. Y a pesar del aspecto presente de la colección y de mis recelos, no fue, al menos de acuerdo con los patrones de su tiempo, más patriotero o más racista que otros y ciertamente no ofreció un apoy o incondicional al racismo con sus teorías y menos aún con sus actos. El científico frío, poco cuidadoso y desapasionado no toma en consideración las consecuencias humanas que puedan derivarse de su trabajo. Broca siempre las tuvo muy en cuenta.

En la Revue d’Anthropoligie de 1880 se recoge una bibliografía exhaustiva de los escritos de Broca. Entre sus títulos, que tuve ocasión de hojear algún tiempo después, puede rastrearse el origen de la colección que acababa de contemplar: « Sobre el cráneo y el cerebro del asesino Lamaire» , « Presentación del cerebro de un gorila macho adulto» , « Sobre el cerebro del asesino Prevost» , « Sobre la supuesta heredabilidad de características accidentales» , « La inteligencia de los animales y el dominio de los humanos» , « El orden de los primates: paralelos anatómicos entre hombres y monos» , « El origen del arte de obtener fuego» , « Sobre monstruos dobles» , « Discusión en torno a los microcéfalos» , « Trepanaciones prehistóricas» , « Sobre dos casos de desarrollo de un dedo supernumerario en la edad adulta» . « Las cabezas de dos nuevacaledonianos» y « Sobre el cráneo de Dante Alighieri» . Desconozco el lugar donde pueda hallarse actualmente el cráneo del autor de la Commedia, pero la colección de cerebros, cráneos y cabezas que me rodeaban constituye sin duda alguna los primeros pasos del trabajo de investigación realizado por Paul Broca. Broca fue un extraordinario anatomista cerebral y efectuó importantes investigaciones sobre la región límbica, conocida inicialmente con el nombre de rinencéfalo (el « cerebro olfativo» ), zona que como sabemos hoy en día se halla estrechamente vinculada a las emociones humanas. Pero quizá su trabajo más celebrado en nuestros días sea el descubrimiento de una pequeña región ubicada en la tercera circunvolución del lóbulo frontal izquierdo de la corteza cerebral, la que en honor de su descubridor denominamos hoy área de Broca. Tomando como punto de partida un escaso número de pruebas experimentales, Broca puso al descubierto que dicha zona del cerebro controla la emisión articulada del lenguaje y se erige como la sede fundamental de tan característica actividad humana. El área de Broca fue uno de los primeros descubrimientos que puso de manifiesto la separación de funciones existentes entre ambos hemisferios cerebrales. Y algo aún más importante, fue una de las primeras pruebas sólidas de la existencia de funciones cerebrales específicas localizadas en zonas muy precisas del cerebro, de que existe una conexión entre la anatomía cerebral y sus diferentes actividades concretas, actividades que a veces suelen calificarse como « mentales» . Ralph Holloway es un investigador de la Universidad de Columbia dedicado al estudio de la antropología física cuyo laboratorio imagino que puede guardar ciertas similitudes con el de Broca. Holloway ha construido con goma de látex unos moldes de cavidades craneales de seres humanos y otros afines, pasados y presentes, con objeto de intentar reconstruir, a partir de las huellas superficiales dejadas por la superficie interna del cráneo, la evolución histórica del cerebro. Holloway sostiene que para poder hablar de criatura humana es imprescindible la presencia en su cerebro de un área de Broca, ofreciéndonos pruebas de la aparición de un primer esbozo de la misma en el cerebro del Homo habilis unos dos millones de años atrás, justo en el momento en que aparecen las primeras construcciones y herramientas humanas. En este punto concreto, la perspectiva frenológica no carece de sentido. Parece sumamente verosímil que el pensamiento y el trabajo humanos tuvieran un desarrollo paralelo al de la palabra articulada, de manera que el área de Broca puede considerarse como una de las sedes fundamentales de nuestra humanidad en la medida en que, sin la menor duda, nos permite delinear la relación que nos vincula con nuestros antepasados en su progresión hasta alcanzarla. Y ahí estaba, flotando ante mis ojos, nadando a trozos en un mar de formalina, el cerebro de Broca. Podía observar la región límbica que Broca había estudiado en otros, las circunvoluciones del neocortex, incluso el lóbulo frontal izquierdo de color gris blancuzco donde tiene su asiento el área que toma su nombre del de su descubridor, pudriéndose inadvertidamente en un triste rincón de la colección que iniciara el propio Broca. Era difícil sostener el cerebro de Broca sin tener la sensación de que, en alguna medida, todavía estaban allí, presentes, su ingenio, su talante escéptico, sus abruptas gesticulaciones al hablar, sus momentos de quietud y sentimentalismo. ¿Acaso se hallaba preservada ante mí, en la configuración neuronal, una recolección de los triunfales momentos en que defendía ante una asamblea conjunta de facultades de medicina (y ante su padre, henchido de orgullo) su teoría sobre los orígenes de la afasia? ¿O tal vez una comida en compañía de su amigo Víctor Hugo? ¿Quizás un paseo a la luz de la luna en un atardecer otoñal a lo largo del Quai Voltaire y el Font Royal en compañía de su esposa? ¿Adónde vamos a parar después de morir? ¿Acaso Paul Broca estaba todavía ahí, en un frasco lleno de formalina? Tal vez hubiese desaparecido todo rastro de memoria, aunque las investigaciones contemporáneas sobre la actividad cerebral proporcionan pruebas convincentes de que un cierto tipo de memoria queda redundantemente almacenada en numerosos y diferentes lugares de nuestro cerebro. Cuando en un futuro se produzcan avances substanciales en el terreno de la neurofisiología, ¿podremos, tal vez, reconstruir las memorias o intuiciones de alguien fallecido tiempo ha? Por lo demás, ¿parece deseable tal perspectiva? Equivaldría a la pérdida del último bastión de nuestra privacidad, aunque también cabe tener en cuenta que equivaldría a un cierto tipo de inmortalidad efectiva pues, y especialmente para hombres de la talla de Broca, es indudable que la mente constituye algo así como la esencia de su entidad física y psíquica. Dado el carácter de los materiales acumulados en esta recóndita y olvidada sala del Musée de 1’Homme me sentí de inmediato inclinado a atribuir a los creadores de la colección —por entonces desconocía aún que hubiese sido Broca — un manifiesto e innegable sexismo, racismo y patrioterismo, una profunda resistencia ante la idea de una estrecha interrelación entre los seres humanos y los demás primates. Y en parte eso era indudable. Broca fue un humanista del siglo XIX, si bien no había conseguido desprenderse de los prejuicios y enfermedades sociales que agostaban a la humanidad de su tiempo. Broca creía en la superioridad de los hombres frente a las mujeres y en la de los blancos frente a las demás razas. En tal contexto, incluso su conclusión de que los cerebros alemanes no eran significativamente diferentes de los franceses no era más que una refutación de la defensa por parte de los teutónicos de su superioridad frente a los galos. Con todo, el científico francés sostuvo la existencia de profundas vinculaciones entre la fisiología cerebral de gorilas y hombres.

Broca, fundador de una sociedad de librepensadores en su juventud, creía en la necesidad e importancia de una investigación libre de trabas y dedicó buena parte de su vida a la consecución de tal objetivo. El fracaso de tales ideales pone de manifiesto que, incluso para alguien como Broca que no escatimó esfuerzos en favor de la libertad de investigación, era en realidad muy sencillo apartarse de los mismos a causa de un fanatismo e intolerancia endémicos. La sociedad puede llegar a corromper al mejor de los hombres. Considero injusto criticar a alguien por no haber compartido las ideas progresistas que están gestándose en su tiempo, aunque no por ello deja de ser tremendamente desalentador que los prejuicios retrógrados lleguen a tener tan tremenda fuerza persuasiva. Este tema plantea enojosas incertidumbres acerca de que ideas vistas en nuestra época como verdades convencionales genéricamente aceptadas llegaran a considerarlas fanatismo gratuito nuestros inmediatos sucesores. Creo, pues, que el mejor modo de pagar a Paul Broca la deuda que tan involuntariamente nos legó con su ejemplo consiste en discutir profunda y seriamente nuestras creencias más profundamente arraigadas.

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