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El cementerio de los suicidas – Manuel Hurtado Marjalizo

Una mujer que sueña con ser periodista. Una orden secreta oculta durante dos siglos. Tres llaves que guardan la verdad. Madrid 1899. Saturnino de la Vega aparece ahorcado en la trastienda de su librería. Este suceso es la oportunidad que la joven Carmen Sotés estaba esperando para estrenarse como cronista de El Imparcial, su gran sueño. Pero la muerte del librero encierra un terrible misterio. Todo empezó en 1702, cuando el capitán de galeón Íñigo Galarza recibió el encargo de traer desde La Habana un cofre para el rey. La guerra y el destino torcieron los planes y así nació la Orden de la Mano Negra. En el curso de sus investigaciones, Carmen tendrá que atravesar el umbral de lo prohibido para descubrir que nada de lo ocurrido ha sido casual y que, tras la orden secreta, no solo están algunas muertes y la desaparición de su amado, sino también su propia historia. Manuel Hurtado Marjalizo vuelve a sorprendernos con una novela llena de intriga y una protagonista inolvidable cuyos ideales hacen que logre sobreponerse al miedo a lo desconocido.


 

quién soy yo para torcer el destino? Lo que más recuerdo de aquel día es la expresión helada cadáver de Saturnino de la Vega, el librero que habían encontrado ahorcado en la trastienda de su pequeño negocio de la glorieta de Quevedo. Era una tarde tormentosa, una de esas tardes en las que el cuerpo te pide quedarte junto a la lumbre de una chimenea o al calor de una estufa de carbón. Ese fue el día que todo empezó, el primero de los días de furia que me tocó vivir en un diciembre que se deshojaba como una margarita rubricando el fin irremediable de siglo. Cualquiera diría que aquel era el momento que llevaba esperando tantos años, el día con el que había soñado desde que, siendo aún niña, supe que quería ser periodista como Emilia Pardo Bazán o Sofía Casanova, cuyas crónicas llegadas de París o de Rusia devoraba con unción sentada junto a mi padre. Fue él quien me espoleó para que me fuese abriendo camino en un mundo que no estaba hecho para gente como yo. «No dejes nunca de ser rebelde —me decía cuando aún era una chiquilla —, ni de perseguir tus sueños». Bendito consejo. Cuando llegué al lugar de la tragedia, gracias a un soplo que me dio don Rafael Gasset mientras remendaba anuncios en la redacción del periódico, el juez ya había certificado la muerte del librero y la policía había descolgado su cuerpo de la soga, dejándolo postrado sobre el suelo. Aprovechándome del desconcierto inicial conseguí acceder hasta la rebotica del establecimiento y observar por mí misma el cadáver y la escena del crimen. Allí estaba De la Vega, sin cubrir aún, con los ojos desorbitados y la lengua gorda y azul caída sobre su mejilla. Tenía los dedos rígidos y ligeramente contraídos, como si hubiera querido asirse en el último instante a la cuerda que le arrebataba la vida. Respiré agitadamente. Aquella era la primera vez que me encontraba frente al fruto postrero de una muerte violenta, la primera vez, de hecho, que veía un cadáver. Ni siquiera llegué a ver el de mi padre, que falleció repentinamente dos años antes mientras yo pasaba unos días de ensueño en Lisboa en brazos de Enrique.


Desde entonces tenía una herida abierta en mi alma, una herida que sabía que nunca se cerraría y me perseguiría hasta el fin de mis días, desde entonces me picaba la conciencia por no haber estrujado su existencia hasta sus últimos días, por el tiempo de silencio y olvido y me aferraba a su recuerdo desgarrador tratando de acariciarlo como él hacía conmigo cuando era niña. El muerto me hizo volver a la realidad. Parecía todo tan macabro, tan tremendamente lúgubre, que era incapaz de concentrarme. Noté que tenía los músculos encasquillados, como si formasen parte de una máquina a punto de romperse. Me propuse mantenerme firme, olvidarme de los tintes tétricos y morbosos de aquel desenlace y centrarme en las evidencias que pudiesen dar contenido a mi crónica de sucesos, mi primera crónica. «Este es el momento que llevas años esperando», quise animarme. En el fondo echaba de menos la presencia de Enrique a mi lado. No la del hombre en el que se había convertido por su mala cabeza, sino la de ese que conocí años atrás y del que me enamoré perdidamente. En aquel tiempo, los dos compartíamos el sueño de ser periodistas, él ocupándose de las secciones de poesía y yo de las de sucesos… —¿Qué se te ha perdido a ti en la crónica de sucesos? —me decía entre risas mientras me enredaba con su mirada. —No hay nada más bonito que contar lo que pasa, siendo reportera o corresponsal, como la Pardo Bazán, o defensoras de grandes ideales como Filomena Dato, Blanca de los Ríos o Sofía Tartilán. Aunque lo mío no es la poesía, sino informar, diciendo la verdad, sin ningún subterfugio y con un rigor notarial. —Ya sé, ya sé, me vas a contar lo de Cánovas. —Sí, porque ese es el paradigma de la mentira, ¿o acaso tú te crees que su asesinato fue cosa de un anarquista aislado? ¿Por qué ningún periódico investigó las razones del magnicidio? ¿Por qué no nos dijeron quién estaba detrás de todo? —Pues porque no hay nada que contar que ya no se haya dicho —protestaba Enrique sin perder el brillo de sus ojos grises—. Además, si lo que quieres es resolver asesinatos, mejor métete a policía. —¿A policía? ¿Has visto alguna mujer en la policía? Si ni siquiera podemos votar. No te engañes, si lo intentara terminaría ordenando archivos en una comisaría. Además, dentro de la policía puede haber intereses inconfesables. Si no, ¿de qué habrían abandonado la investigación sobre la muerte de Cánovas? La prensa es la verdadera voz del pueblo. —De acuerdo Sherlock Holmes —se burlaba, recordándome la novela que le había prestado nada más leerla, sin que él le hubiese hecho caso—, pero no creas que la prensa puede cambiar el mundo. —Te equivocas. Mira a Marat, él consiguió cambiar el mundo desde su periódico. —Marat perdió la cabeza cuando entró en política y mandó a la guillotina a cientos de franceses, no creo que quieras parecerte a él. —Ahora son otros tiempos, pero la gente debe saber lo que pasa, los periódicos tienen que informar a los ciudadanos porque un pueblo ignorante es un pueblo insensato. De haberse sabido la verdad sobre el asesinato de Cánovas, quizás no habríamos entrado en guerra. Enrique encogía los hombros sin entenderme y seguía zambulléndose en su mundo de lémures y poesía como un ser de otro planeta.

Un ruido lejano me hizo volver de mis ensoñaciones. Debía actuar con rapidez, pronto me sacarían de allí y lo que tenía ante mí era más valioso que cualquier testimonio, el mejor material para redactar mi crónica. Olía a humedad, a una humedad silenciosa e invasora que rezumaba por las paredes. Por instantes creí ver en sus manchurrones figuras de seres atormentados. Observé entonces el Corpus delicti con los ojos nublados por la emoción. El librero parecía un hombre normal, uno de los que te encuentras en un café o en la cola de un teatro sin que apenas repares en él y, sin embargo, algo grave debió pasar en su vida para que decidiese acabar con ella. ¿Qué oscuro impulso le taladraría el cerebro hasta disponer suicidarse? ¿Qué razón escondía su cuerpo enhiesto que pudiese justificar tan trágico final? Noté cómo la presencia de aquel cadáver despertaba en mí una extraña curiosidad, un deseo imperioso de conocer los motivos del deceso. De la Vega tenía la mitad del chalequillo desabotonado y un minúsculo reguero de sangre en una oreja. Acercándome un poco más pude comprobar que tenía una pequeña herida en la frente, una especie de óvalo recostado que parecía el resultado de un golpe sin importancia. No le habían cerrado los ojos, lo que me hizo dudar de si habrían certificado su muerte. Tampoco encontré ningún rastro de violencia en sus muñecas, nada que indicara que fuese llevado a la horca contra su voluntad y sus uñas no estaban lastimadas, todo lo contrario, las tenía tan cuidadas que parecían haber pasado por una reciente manicura. Llevaba un traje oscuro, impoluto, bien planchado, como si acabara de almidonarlo, y en la solapa de la chaqueta lucía una pequeña insignia dorada que representaba una especie de ángel con espada sobre una montaña. Observándolo de arriba abajo tuve la corazonada de que se había arreglado para despedirse de la vida, que se había puesto de punta en blanco para saludar a la parca. Ni siquiera se había despeinado con el latigazo que debió recibir en el pescuezo mientras se estrangulaba. Solo tenía un zapato, uno negro acharolado y brillante que aparentaba ser recién estrenado, sin que hubiese rastro del otro. Al lado del cuerpo rígido, una tosca silla caída se postulaba como el pedestal desde el que se lanzó, soga en cuello, al otro mundo. En la rigidez sepia de su rostro yerto atisbé un destello de tristeza, de una tristeza recalentada al fuego del desencanto que vivía el país. Conjeturé sus últimos días soportando la pesada losa del desconsuelo, la congoja de atravesar un mundo de falsos pilares que se derrumbaba sin remedio y, aun así, era incapaz de imaginar cuánta pena puede acumular un hombre hasta tomar la fatídica decisión de dejar de existir… Alguien debió llegar a la librería, una autoridad o un forense porque empecé a oír voces donde hasta entonces solo había silencio. —Saturnino de la Vega y Álvarez de Sotomayor, al parecer de noble familia, aunque no nos consta que ostentase título alguno, tenía cincuenta y seis años y era soltero. Todavía no ha aparecido ningún pariente. —¿Vivía solo? —Sí, que se sepa. «Aristócrata, culto, solterón —pensé—, ¿qué te ha llevado hasta este extremo?». No podía irme aún, sabía que me faltaban elementos para escribir el suceso, algo que interesase a los lectores y que convenciese a don Rafael Gasset de mi valía, pero allí no había más que un muerto con un zapato, una soga, cuatro paredes y una butaca caída. Oteé a mí alrededor para saber dónde estaba. Supuse que aquel era un lugar de paso, el corredor que comunicaba la tienda con algún despacho o la caja fuerte, el único que tenía a la vista una viga en el techo con la que perpetrar el suicidio.

De hecho, daba la impresión de que aquel era un rincón descuidado, el típico sitio que, por quedar oculto al público, se deja de reformar y se va abandonando, con paredes herrumbrosas de colores antiguos y apagados y una luz pajiza que jalonaba perfiles sombríos y ángulos oscuros. —¿Quién es usted? Un policía uniformado apareció por mi espalda con las cejas enarcadas. Al verme, libreta en ristre en aquella trastienda, cambió el gesto. —Carmen Sotés, de El Imparcial —respondí mecánicamente, como si eso fuese un salvoconducto para acceder a la escena del crimen. —¿Una reportera? No sabría decir si lo que más le sorprendió fue mi profesión o mi sexo. A juzgar por su expresión y por el modo en que me recorrió con su mirada juraría que fue lo segundo. —¿Cómo diantre ha conseguido entrar hasta aquí? —inquirió cuando salió de su estupefacción. Hubiese tragado saliva de haber tenido alguna disponible, pero mi boca se secó al momento como una mojama. Traté de combatir mi silencio con un gesto de conmiseración, de petición de indulgencia que el agente no quiso entender. —¿Quién se cree que es usted para pulular en un lugar como este? — levantó la voz. Como no respondí, el oficial me dirigió un ademán pavoroso, tanto que llegué a pensar que, de no haber sido mujer, hubiera empezado a golpearme con la porra en aquel instante. —Váyase de aquí ahora mismo si no quiere que la meta en el calabozo por allanamiento de morada. No hubo más que hablar. Discutir con aquel energúmeno no me habría llevado a ningún sitio y todo lo que necesitaba ver allí, al fin y al cabo, ya lo había visto. Mientras me abría paso hacia la salida atiné a regalarle una mueca de agradecimiento, un gesto con el que quise esconder el temblor que se me había instalado en las piernas y el calor de las mejillas sonrosadas por el bochorno. De nuevo en la tienda, volví a cruzarme con el grupo de agentes uniformados que andaban inspeccionando anaqueles de libros, cajones y la caja registradora. Había una luz eléctrica temblorosa, apocada por la tormenta que se desataba en el exterior y un olor a húmedo que se enredaba con el perfume de libro viejo. Policías e inspectores actuaban mudamente, circunspectos y con gestos mecánicos, como si hicieran eso mismo todos los días. En un primer instante me miraron sin decir nada, como cuando me colé en la trastienda, quizás porque pensaron que era la ayudante del juez o algún familiar del difunto, pero el agente que me sorprendió junto al cadáver no quiso callarse. —Comisario Cañete, esta señorita, que dice ser periodista de El Imparcial, estaba junto al finado, solita, tomando apuntes como si estuviese en una conferencia. Estaba cerca de la salida cuando me topé con la silueta de aquel tipo, un hombre mayor, escaso de pelo, con ojos afilados y cara de zorro que jugueteaba con un trozo de paloduz entre sus dientes. Llevaba la capa empapada de agua y una chistera gris mojada entre sus manos. Bajo la capa distinguí una camisa blanca y una pajarita negra sin ajustar, como si aquella muerte le hubiese pillado en casa y hubiese tenido que arreglarse con prisas. No tuve duda de que era el comisario Cañete. —Eh tú, ¿qué hacías ahí dentro? El tuteo me resultó chocante.

Aunque estuviese enojado no parecía un hombre maleducado. —No sé, echar un vistazo. —¿Echar un vistazo? —aulló, quitándose el paloduz de la boca—. ¿Crees que esto es un espectáculo público? ¿Te parece bonito saltarte el cordón policial? No me había saltado ningún cordón, sencillamente porque no lo había, aunque no respondí. Sabía que lo mejor era salir de allí cuanto antes para evitar más preguntas, sin crear polémicas ni discusiones, pero cuando quise avanzar, el comisario me cercenó el camino. —¿Y qué has visto, si puede saberse? —Un muerto. —¿Un muerto? ¡Valiente reportera! No había ni una pizca de sarcasmo en sus palabras, era más bien una mezcla de enojo y despreció. En su mirada descubrí que yo le resultaba insignificante, una mosca que si no aplastaba en ese momento era por lástima. —Imagino que tendrás una teoría sobre la muerte de este señor, ¿no? Dudé un instante. —No hay rastros de violencia, lo que parece indicar que se trata de un suicidio. Tal vez usted sepa las causas. Cañete apretó el paloduz entre sus dedos, tanto que pensé que lo rompería. —Nos ha salido una reportera listilla, señores —clamó para ridiculizarme —. Pues claro que ha sido un suicidio, el de un hombre seguramente harto de leer calamidades en los periódicos como el tuyo, que parecen disfrutar haciendo sufrir a la gente. La concurrencia asintió sin entusiasmo, como si complacer al jefe fuese parte de su trabajo. Yo no podía estar más en desacuerdo, aunque no me pareció el mejor momento para rebatirle. Tiempo habría de demostrar que la prensa solo busca la verdad cuando publicase mi crónica. —¿Cómo te llamas?

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