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El Catolicismo Explicado a Las Ovejas – Juan Eslava Galán

¿Quién es Dios? ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Qué significa ser católico? ¿Sabemos todo lo que hay que saber sobre cómo nació el cristianismo? Juan Eslava Galán sí lo sabe, y nos lo cuenta en este divertidísimo y sarcástico ensayo sobre el Dios de Israel, el Jesús histórico, la creación de Jesucristo para justificar la llegada del Mesías, y la formación de una Iglesia perseguidora y enriquecida a costa de sus fieles. Entre anécdota y anécdota, Eslava Galán nos habla de los textos bíblicos, de la historia de las religiones, del pueblo de Israel, los engaños de las reliquias, los lugares santos y los dogmas de fe. Un libro valiente que responde a muchas cuestiones que atormentan hoy el alma del creyente: • ¿Es Dios psicópata? ¿Por qué aconseja el robo y el asesinato? • ¿Por qué instaló a los judíos, su Pueblo Elegido, en la única parcela de oriente donde no hay petróleo? • ¿Por qué el Ángel de la Guarda anota en su Libro Mayor los orgasmos de cada católico? • ¿Por qué el Espíritu Santo es una paloma en lugar de un ornitorrinco, como sería más lógico? • ¿Era puta la Magdalena o todo se debe a una confusión? ¿Tuvo un romance con Jesús o por el contrario todo quedó en una relación platónica? • ¿Tiene el Padre celos del Hijo? • ¿Por qué se produjo la preñez de María por una Inseminación Divina y no por el procedimiento habitual, establecido por el propio Dios? • ¿Por qué era absolutamente necesario que Jesús naciera sin romper el himen de la Madre? • Si existe Dios y es infinitamente sabio e infinitamente justo, si es misericordioso y se apiada de sus criaturas ¿por qué nacen niños tarados, ciegos, sordos, parapléjicos? ¿Por qué reparte tan gratuitamente la desgracia? Un libro claro y sincero que persuadirá al lector para que marque la crucecita de la Iglesia en la Declaración de la Renta. Por el mismo precio, este libro revela, además, tras dos mil años de controversias matemáticas y lógicas, el misterio de la Santísima Trinidad.


 

Como católico apostólico y romano vengo observando, con creciente desasosiego, que muchas ovejas de la grey cristiana abandonan su aprisco, prescinden del director espiritual, descuidan los sacramentos (incluso eluden la misa dominical y los ayunos y abstinencias) para limitarse a practicar un catolicismo tibio y acomodaticio o directamente no practican nada, engolfados como están en esta sociedad laica, secularizada y desnortada que adora al Becerro de Oro y corre irreflexivamente tras los placeres del mundo. La verdad es que somos cristianos por pura rutina, por mero acomodo social, porque hemos nacido aquí, en la católica España, en la nación predilecta del Sagrado Corazón de Jesús y de la Inmaculada (dicho sea sin desmerecer al resto de la cristiandad). Precisamente por eso parece mentira que seamos tan dejados en la práctica de nuestros deberes religiosos. Somos católicos porque nos bautizan, porque hacemos la primera comunión, porque nos confirma el obispo (el cachetito que nos propina con su mano blanca, gordezuela y anillada), porque nos casa el cura (cada vez menos, ¡ay !), porque votamos a la derecha, porque escuchamos la emisora episcopal, porque nos divorciamos por la Iglesia (o sea, nos anulamos, he querido decir) y porque nos administra la extremaunción el capellán del hospital o el de la guardería de ancianos donde morimos. Somos católicos porque, en fin, nos dicen una misa de cuerpo presente que, ya finados y confinados en el ataúd, no podemos rehuir y, finalmente, un oficio de difuntos. Eso es todo: un catolicismo pautado y rutinario, burocrático y registral. ¿Qué panorama contemplamos cuando examinamos la comunidad católica? Vivimos como paganos, sólo preocupados por los placeres y por las comodidades, como si no existiera otra vida, como si no hubiera un Infierno para castigar al que no obedece los preceptos de la Santa Madre Iglesia y una Gloria para premiar a los corderos sumisos al Pastor. El panorama no puede ser más desolador: abandono de las visitas al sagrario y del rezo del santo rosario en familia, sacramentos diferidos sine die, especialmente el de la penitencia, olvido del cumplimiento pascual, disminución de los óbolos y donaciones a la Iglesia, tibieza en el cumplimiento de los deberes religiosos, aumento escandaloso del número de las bodas civiles (¡amancebamientos!); rupturas matrimoniales sin retratarse ante el Tribunal de la Rota, todo por ahorrarse esos mezquinos euros que vale una anulación como Dios manda; drástico recorte de las decenas de misas que antes se encargaban en sufragio de las ánimas del purgatorio… ―Bueno, yo no es que sea muy practicante, pero católico soy ¿eh? ―dicen en las encuestas. ¿Católico? ¿Tú te llamas católico, desgraciado? ¿Qué sabes de los dogmas, qué de los misterios, qué de las Escrituras que son el fundamento de nuestra Santa Madre Iglesia? Nada. Nada de nada. Cuatro recuerdos desvaídos de la catequesis que te administró aquel cura sobón cuando tenías seis o siete años y pare usted de contar. En los últimos decenios hemos asistido a la desaceleración de la Iglesia (nunca crisis). Hemos asistido a la dispersión de su rebaño; hemos asistido, lo que es peor, a la disminución de las vocaciones y a la deserción de un sinnúmero de pastores que captados por los cantos de sirena de la sociedad hedonista (el demonio en sus múltiples formas) ahorcaban los hábitos y abandonaban su sagrado ministerio para entregarse a los vicios que antes zaherían desde el púlpito y sólo practicaban (algunos) en la intimidad de sus conciencias. Ahora no. Desaparecidas las tonsuras, adoptados los atuendos seglares y las formas profanas salen al mundo con hambre atrasada de placeres, como verracos [1] . Creemos que la religión es cosa del pasado, de cuando Franco mandaba, de aquel tiempo añorado en que los cines y los bares cerraban en Viernes Santo y los guardias multaban a las parejas por besarse en el parque, de cuando la censura prohibía la publicación de libros desedificantes y mutilaba las películas para que no aparecieran besos en la boca ni achuchones. ¡Qué equivocados estamos! ¿Creemos que la escasez de milagros que padecemos significa que Dios se ha desentendido de su rebaño? ¡Craso error! Dios no envejece, ni afloja su sagrado dogal. Dios no descansa. Sigue ahí arriba, tan pimpante, vigilándonos estrechísimamente a través del agujero de ozono, anotando puntualmente en su libro mayor los pecados de los que habremos de dar cuenta minuciosa en el Juicio Final. Está escrito: « Mientras duren el Cielo y la Tierra, no dejará de estar vigente ni una coma ni un acento de la Ley sin que todo se cumpla» (Mt. 5, 18).


Tomen nota los tibios, que el que avisa no es traidor. Y otra advertencia hago: en este negocio las ovejas sumisas (o sea, los católicos observantes) nos salvamos, pero los que se apartan del redil se condenan para siempre jamás. ¿Que no me creen? Lean el Evangelio, palabra de Dios: « Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”» (Mt. 25, 33-34 y 41). O sea, de un lado, a la derecha del Padre, los católicos sumisos que obedecemos al mayoral (el Papa) y a sus gañanes (los integrantes la Conferencia Episcopal), los que sostenemos a la Iglesia con nuestro óbolo, ovejas camino de la salvación. Del otro lado, a la izquierda del Padre, el resto: cabritos destinados al Infierno, a la caldereta de Satanás. Por los siglos de los siglos, ¿eh? Que no es broma y, repito, el que avisa no es traidor. En este apartado de los cabritos condenados van también, de una tacada, los que profesan otros cultos, aquí no cabe ecumenismo alguno, dejémonos de paños calientes. Hoy día, con la mundialización y los viajes papales a troche y moche retransmitidos por las cadenas de televisión hasta extremos francamente empalagantes, el mensaje católico llega a todas partes, como la Coca-Cola y el McDonald’s. El que no se apunta es porque no quiere. Algún timorato dirá: « Pero hay que resucitar las misiones, hay que reconquistar el espacio perdido, hay que frenar la desaceleración ―nunca crisis― que hoy padece la Iglesia.» No hay que preocuparse: tenemos a Dios con nosotros. La roca de Pedro aguanta impertérrita los embates de la tormenta. Ya amainará y el potente faro de Luz Divina que sostiene continuará iluminando el mundo, los verdes prados donde pastan mullida hierba sus ovejas. ¿Te preocupa, hermano, que crezca el número de cabritos? Son todos candidatos del Infierno. Más anchas estaremos las ovejas en el Cielo. No se entienda, por ello, que soy insensible al estado del mundo. Nada de eso. Aquí está la prueba. Lleno de profundísima tristeza e inquietud, pero también con una pasión apologética y exegética que no negaré, he querido pergeñar estas páginas para que sirvan de luz o asidero a aquellos que, habiéndolas leído y meditado, se animen a enderezar sus pasos y regresar al redil como obedientes ovejas de la Iglesia. La Iglesia católica apostólica y romana ha sido la luminaria del mundo, inspirada por Dios. Por eso no entiendo, aunque las acato, las flaquezas de Juan Pablo II o la de nuestro obispo Blázquez que piden perdón por supuestos errores cometidos por sus antecesores. Perdón por haberte quemado vivo, dicen; perdón por haberte encerrado en un lóbrego calabozo hasta que la humedad te deshizo los huesos; perdón por haberte obligado a emigrar y a vivir en el destierro; perdón por haberte perseguido, por haberte arruinado la vida, por haberte acojonado, perdón por haberte fusilado [2] .

Perdón ¿a quién? Si el quemado, el encarcelado, el silenciado, el desterrado y el perseguido y a murieron hace siglos (el fusilado es más reciente, pero está igualmente muerto y bien muerto). ¿Perdón? ¿Qué mariconada es esa de pedir perdón, Su Santidad y monseñores? Al burro muerto, la cebada al rabo. No lo dice la Biblia, pero es como si lo dijera. ¡No pidan perdón, Sus Santidades, que lo único que consiguen es que los católicos de a pie, gente sencilla y fácilmente embaucable como somos, nos llenemos de dudas, zozobremos en nuestra fe y perdamos la confianza esa tan ciega que tenemos depositada en la Iglesia! Ya sé que Sus Santidades piden perdón con la boca pequeña, que no sienten arrepentimiento alguno, que lo hacen por ser políticamente correctos, que intentan únicamente acomodarse a estos tiempos de tantos derechos del hombre, tanta igualdad de la mujer y tantas pamplinas. Lo sé, pero, en cualquier caso, ¡no! Si el Sumo Pontífice es infalible y jamás y erra en cuestiones de fe, ¿qué trabajo le cuesta extender la infalibilidad a cuestiones de moral práctica? Declárese infalible y asunto arreglado. Todos contentos. ¿Quién le concedió al Papa la infalibilidad? Él mismo se la concedió, que por algo es el vicario de Dios en la Tierra. Pues nada más fácil que extenderla a otras materias. La Iglesia no tiene de qué avergonzarse. Sostenella y no enmendalla. La Iglesia debe asumir su pasado con gallardía, como sustenta las inmanentes verdades de su presente, y al que no le guste que ahueque el ala, que se busque la vida por otra parte y se haga neocatecúmeno de ágape dominical, allá él (o ella) con su conciencia. En lo que a mí respecta en este libro me propongo no aplicar paños calientes, llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin mirar lo políticamente correcto, que ya está bien de pamplinas. Debo advertir que no tengo conocimientos especiales de teología [3] , aunque sí un Catecismo Ripalda con ampliaciones de Astete memorizados en la escuela y diversas lecturas de teólogos insignes cuy os conocimientos intentaré incorporar a mi dictado, citando siempre quién lo dice y qué dice, porque a cada cual lo suyo, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, que no por mucho tempranar amanece más madruga ni se hace mantequilla sin batir la leche, ni tortilla sin romper los huevos. Con eso y mi probada facilidad para la exégesis catequítica apologetizada y quizá alguna ay uda de Dios, creo que podré salir airoso en mi empeño. También mencionaré, para refutarlos, textos de autores impíos y de historiadores hipercríticos que atacan el cristianismo y divulgan doctrinas perversas. Finalmente compondré un censo de herejías, con brevísimo comento de cada una de ellas, en evitación de que el lector desavisado pueda tomar por doctrina lo que es mera exposición de errores, que en ello toda discreción es poca. Al pergeñar estas líneas no me mueve otro deseo que el de buscar la verdad. Con humildad y mansedumbre someto lo aquí expuesto al supremo magisterio de la Iglesia y al escrutinio de sus doctores. Si en algo yerro o me aparto de la verdad, desde ahora rectifico y donde digo digo estoy dispuesto a decir Diego. Como fiel hijo de la Iglesia comulgaré con ruedas de molino cuantas veces fuera necesario. Aunque conozco el consejo de san Francisco de Quevedo: « Esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir [4]» , prefiero seguir a san Juan (« la verdad os liberará» , Jn. 8, 32) antes que a san Quevedo, por más que sienta pareja veneración por entrambos. Hoy los teólogos y los fieles reclaman una revisión de las fuentes del cristianismo y los principios sobre los que se asientan sus creencias. Incluso existe una nueva hornada de teólogos laicos comprometidos con la verdad que escudriñan los textos y profundizan en ellos desde un punto de vista científico e histórico (véase Apéndice 4). Los católicos no debemos temer el resultado de esas investigaciones que iluminan con luz vivísima y certera los fundamentos de nuestra fe.

Ya sabemos que la religión es solamente un producto cultural nacido del terror primigenio de los primeros humanos, inermes ante una naturaleza hostil y misteriosa que no acertaban a comprender, pero esa certeza robustece nuestra fe. Si nuestros pastores se mantienen imperturbables en la verdad católica, no va a ser sólo porque viven de ella, ¿no es cierto? « El miedo creó a los dioses [5]» , sentencian algunos. Por su parte, los psicoanalistas alegan que « la religión proviene de una neurosis obsesiva relacionada con la psicosis alucinatoria [6]» . Muy cierto si lo aplicamos al batiburrillo de religiones existente en el mundo. Incierto si lo aplicamos al cristianismo, la única religión verdadera. Las creencias religiosas han conformado civilizaciones, han configurado mitos, han definido identidades, han impulsado movimientos migratorios, han levantado imperios y han fundado naciones, pero sólo una religión, la cristiana católica, la nuestra, la genuina, ha generado la fórmula política, social, cultural e incluso económica de Occidente por espacio de dos milenios. La figura de Jesucristo es, sin lugar a dudas (con Mahoma), la más influyente de la historia de la humanidad. Aún hoy la veneran más de dos mil millones de crey entes. Investigarla y analizarla desde la historia constituy e una labor necesaria a la que se vienen aplicando, desde el siglo XIX, sucesivas generaciones de académicos. En estas páginas recurriremos a las obras de reputados estudiosos para arrojar luz sobre Jesús y su Iglesia. Con seriedad y diligencia, fuera paños calientes. Caiga quien caiga. ¿Qué documentos testimonian la presencia de Jesús en la Tierra? El Nuevo Testamento, especialmente los Evangelios. Algún descreído objetará: sí, pero los Evangelios son obras propagandísticas escritas con afán de apostolado en un momento en que la competencia entre cultos y creencias era muy intensa en el ámbito mediterráneo y especialmente en la tierra de Israel. Son, dirán otros, cuentos infantiles para calmar las angustias de los que no quieren enfrentarse con la dura certeza de que la vida termina con la muerte, que no hay prórrogas ni cuentos celestiales. ¡Los hipercríticos siempre con sus tiquismiquis! Admitamos que los evangelistas tendieron las redes de su apostolado y en su afán por captar adeptos colmaron sus textos de milagros, apariciones, sucesos sorprendentes y otras fantasías conducentes a convencer a las gentes sencillas de que Dios los reclamaba para su balador rebaño. ¿Quiere esto decir que los Evangelios mienten? Primero habría que definir mentira. En este mundo todo es relativo: ¿quién tiene la absoluta certeza de algo? Nadie. Un mismo suceso se percibe de manera distinta por cada uno de sus testigos. Uno dirá que el accidentado cruzaba la calle por el paso de cebra ley endo Telva cuando lo atropelló la Vespa; otro, que fue un ladrillo proveniente de la obra cercana; otro, que una gorda con un carrito de la compra repleto de hidratos de carbono. El guardia que levanta el atestado mordisquea el extremo del bolígrafo, pensativo, y no sabe a quién creer. ¿Dónde está entonces la verdad? La verdad es una entelequia. Debemos enfrentarnos a los textos de las Escrituras con la fe de nuestra Iglesia en la seguridad de que nuestros pastores no nos van a engañar conduciéndonos a falsos pastizales. Ellos que sólo quieren el bienestar de sus ovejas son nuestros padres espirituales. ¿Acaso un padre quiere menos a su hijo porque le hable de la cigüeña que lo trajo de París, del Ratoncito Pérez que le deja un Geyperman debajo de la almohada junto al dientecito de leche desprendido, de los Rey es Magos que le traen a la niña su gabinete de la Señorita Pepis y la última versión de la muñeca Barbie, la que menstrua y usa Tampax o de su competidora Sasha la Conejita? No, desde luego que no.

Esos padres adoran a sus hijos y por lo tanto dejarán que la vida los despabile sobre el origen del hermanito que no trajo la cigüeña, sobre la inexistencia del Ratoncito Pérez y sobre la verdadera identidad de aquel retinto rey Baltasar impecune e indocumentado que no vino de Oriente en un camello sino del África subsahariana en un cay uco. Nosotros, los católicos, somos como esos niños. Durante nuestra larga infancia, dos milenios mal contados, nuestra Madre y Pastora nos ha relatado la historia de Jesús y de su Iglesia. Ya hemos crecido y podemos, sin escándalo, conocer la verdad. ¿Vamos por eso a querer menos a nuestra Madre? Desde luego que no. Seguramente la amaremos más y, desde el conocimiento de sus secretos, nos abandonaremos a ella aún más, como la amada que, vencida la última resistencia del virginal pudor, se entrega al amado con todos sus orificios abiertos de par en par y sea lo que Dios quiera [7] . En las páginas que siguen constataremos que el Jesús histórico, el devoto judío que sanó, exorcizó y prodigió por los caminos de Tierra Santa, guarda escasa relación con el Cristo ideado por san Pablo, el verdadero inventor del cristianismo. Vamos a comprobar que el primer siglo de cristianismo silencia la figura histórica de Jesús. Sólo muchos años después de su muerte se redactan escritos, a menudo contradictorios y plagados de fantasías, que narran su vida y milagros. En la Iglesia se impone la visión de san Pablo para el que Jesús, ahora llamado Jesucristo, es Dios mismo, la entidad que habita en el Reino de los Cielos, el Ser Supremo.

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