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El Camino Difícil – Lee Child

Nueva York. Noche. Un Mercedes llama la atención de Jack Reacher, el mejor cazador de hombres del mundo. Nunca se le ha escapado ninguna presa. Pero, por primera vez, anda perdido. Un sospechoso empresario le ha contratado para que investigue el secuestro de su mujer y su hijo. Pero, nada encaja. Edward Lane está dispuesto a pagar. Y Reacher comienza a pensar que está ocultando algo. Algo repugnante que le llevará a miles de kilómetros de Nueva York y que hubiera preferido no descubrir. Pero ya no podrá detenerse. Irá mucho más lejos de lo que pueda imaginar.


 

JackReacher pidió un expreso doble, sin cuchara, sin azúcar, en vaso, para llevar, no en taza, y antes de tenerlo en la mesa vio como la vida de un hombre cambiaba para siempre. No es que el camarero fuese lento. Simplemente, el movimiento fue sutil. Tan sutil que Reacher no supo lo que estaba viendo. Una escena urbana, repetida en todo el mundo miles de veces al día: un tipo abría un coche, entraba y se alejaba al volante. Pero fue suficiente. El café había rozado la perfección, por lo que Reacher regresó al mismo establecimiento a las veinticuatro horas exactas. Acudir dos noches seguidas al mismo lugar no era habitual en él, pero consideró que un buen expreso bien valía un cambio de rutina. El local estaba en el lado oeste de la Sexta Avenida de Nueva York, en mitad de la manzana entre Bleecker y Houston. Ocupaba los bajos de un edificio vulgar de cuatro plantas, cuy os pisos superiores tenían aspecto de ser anónimas viviendas de alquiler. Parecía trasplantado de un callejón romano. En el interior, de iluminación tenue y paredes de madera rayada, había una máquina cromada, tan grande y caliente como una locomotora, y un mostrador. Fuera, en la acera, una única hilera de mesas metálicas se alineaba tras una mampara baja de lona.


Reacher eligió la misma mesa que la noche anterior y se sentó en la misma silla. Tras desperezarse, se retrepó en la silla y apoyó la espalda en la fachada del café, lo que le dejó mirando al este, a través de la acera y a lo ancho de la avenida. Le agradaba sentarse fuera en los veranos de Nueva York, sobre todo de noche. Le gustaban la oscuridad eléctrica, el aire cálido y sucio, el ruido del tráfico, las aullantes sirenas y las multitudes. Ay udaban a que un hombre solitario se sintiese conectado y aislado a un tiempo. Le atendió el mismo camarero que la noche anterior y pidió lo mismo, expreso doble en vaso para llevar, sin azúcar ni cuchara. Lo pagó en cuanto le sirvieron, y dejó el cambio en la mesa. Así podría irse cuando se le antojase, sin necesidad de insultar al camarero, estafar al propietario o robar la porcelana. Reacher siempre organizaba los más mínimos detalles de su vida para poder irse en cuestión de segundos. Era una costumbre obsesiva. No poseía nada, ni llevaba nada consigo. Físicamente era un hombre corpulento, pero proyectaba una leve sombra y apenas dejaba rastro a su paso. Sorbió el café despacio, mientras sentía el calor nocturno que subía de la acera. Miró los coches y a la gente. Observó los taxis que se dirigían al norte y los camiones de la basura que paraban en los bordillos. Contempló cómo grupos de jóvenes extraños se encaminaban a los clubes nocturnos. Observó a chicas que antes fueron chicos andar con paso tambaleante hacia el sur. Vio que un sedán azul aparcaba en la manzana. Vio salir del vehículo a un hombre robusto, vestido con traje gris. Lo observó encaminarse al establecimiento, pasar entre dos mesas y entrar en el café, hacia la trastienda donde estaba el personal y preguntar a los camareros. Era un tipo de estatura mediana, ni joven ni viejo, demasiado sólido para considerarlo esbelto, demasiado espigado para llamarlo corpulento. Tenía el pelo corto, bien cuidado, las sienes canosas. Mantenía el equilibrio sobre las eminencias del pie. Apenas movía la boca al hablar, pero sí los ojos, que se desplazaban incansablemente de izquierda a derecha. Reacher le echó unos cuarenta años; es más, sin duda tendría unos cuarenta años porque parecía muy consciente de todo lo que sucedía a su alrededor.

Reacher había observado una mirada similar en los veteranos de cuerpos de élite que habían sobrevivido a largas expediciones en la jungla. Entonces el camarero que le había atendido se volvió para señalarlo. El hombre robusto lo miró y Reacher le devolvió la mirada. Sus ojos se encontraron. Sin interrumpir el contacto ocular, el hombre del traje masculló « Gracias» al camarero y salió por donde había entrado. Dobló a la derecha, dentro del espacio cerrado por la mampara, y se dirigió a la mesa de Reacher. El hombre permaneció un instante mudo ante él, mientras Reacher decidía qué hacer. Finalmente dijo « Sí» como si fuera una respuesta, no una pregunta. —¿Sí, qué? —replicó el hombre. —Sí lo que sea —respondió Reacher—. Sí, es una noche agradable; sí, puedes sentarte; sí, puedes preguntarme lo que quieras preguntar. El hombre apartó una silla y tomó asiento de espaldas al tráfico, tapándole la vista. —Sí tengo una pregunta. —Lo sé —reconoció Reacher—. Acerca de anoche. —¿Cómo lo sabes? —La voz del hombre era grave y su entonación uniforme y británica. —El camarero me ha señalado. Y lo único que me distingue de los otros clientes es que yo estaba aquí anoche y ellos no. —¿Estás seguro de eso? —Vuelve la cabeza. Mira el tráfico. El hombre volvió la cabeza y miró el tráfico. —Ahora describe mi ropa —prosiguió Reacher. —Camisa verde —dijo el británico—. De algodón, holgada, barata, no parece nueva, con las mangas subidas hasta los codos, por encima de una camiseta verde, también barata y tampoco nueva, un poco estrecha, por fuera de un pantalón color caqui, sin calcetines, zapatos ingleses de piel marrón, ni muy nuevos ni muy viejos, probablemente caros. Cordones gastados, como si los tensaras en exceso al atarlos.

Puede que indique una obsesión por la disciplina. —Bien —convino Reacher. —¿Bien, qué? —Ves las cosas. Yo también. Nos parecemos. Estamos hechos de la misma pasta. Soy el único cliente del café que también estaba aquí anoche. Estoy seguro. Y eso es lo que has preguntado al personal. Es el único motivo por el que el camarero me habría señalado. —¿Viste un coche anoche? —preguntó el hombre. —Vi muchos coches anoche. Esto es la Sexta Avenida. —Un Mercedes Benz, aparcado ahí. El hombre se volvió de nuevo e indicó en diagonal una zona junto a una boca de incendio, al otro lado de la calle. —Sedán plateado de cuatro puertas, un S-420, matrícula de Nueva York que empieza por AOS, con muchos kilómetros urbanos. Pintura sucia, ruedas rozadas, llantas gastadas, con abolladuras en ambos parachoques —describió Reacher. El hombre giró la cabeza. —Lo viste. —Estaba aquí. Claro que lo vi. —¿Lo viste irse? Reacher asintió con la cabeza. —Poco antes de las doce menos cuarto, un tipo subió y se marchó. —No llevas reloj. —Siempre sé qué hora es.

—Sería más bien al filo de la medianoche. —Puede ser. Qué más da. —¿Viste al conductor? —Ya te he dicho que lo vi entrar en el coche. El hombre se puso en pie y se metió la mano en el bolsillo. —Necesito que me acompañes. Te pago el café. —Ya está pagado. —Pues vamos. —¿Adónde? —A ver a mi jefe. —¿Quién es tu jefe? —Un hombre llamado Lane. —No eres poli —afirmó Reacher—. Es lo que creo, basándome en la observación. —¿De qué? —De tu acento. No eres norteamericano. Eres británico. Y el departamento de policía de Nueva Yorkno está tan desesperado. —La mayoría somos americanos, pero tienes razón, no somos policías. Somos ciudadanos particulares. —¿De qué tipo? —Del tipo que hará que te salga a cuenta describir al individuo que se marchó en el coche. —¿Salirme a cuenta? ¿De qué modo? —Financieramente —replicó el hombre—. ¿Hay otra posibilidad? —Muchas otras. Creo que me quedaré aquí. —Se trata de un asunto muy grave. —¿Cómo de grave? El hombre del traje gris se sentó de nuevo.

—Eso no puedo decírtelo. —Adiós —zanjó Reacher. —No depende de mí. El señor Lane considera esencial que nadie esté al corriente. Tiene buenas razones. Reacher comprobó el contenido de su vaso. Apenas quedaba nada. —¿Tienes nombre? —preguntó. —¿Lo tienes tú? —Tú primero. Como respuesta, el hombre metió un pulgar en el bolsillo superior de la americana y sacó un tarjetero de piel negra. Lo abrió y usó el mismo pulgar para sacar una tarjeta, que deslizó sobre la mesa. Era un ejemplar primoroso: de hilo grueso, con letras en relieve. La tinta aún parecía húmeda. En la parte superior decía: « Asesoría y Operaciones de Seguridad» . —AOS. Como en la matrícula —observó Reacher. El británico no respondió. —¿Sois asesores de seguridad y os han robado el coche? Comprendo que os resulte embarazoso —dijo Reacher, sonriendo. —No es el coche lo que nos preocupa. En la parte inferior de la tarjeta había un nombre: « John Gregory» . Debajo del nombre se leía: « Ejército Británico, retirado» . Y, a continuación, su cargo en la empresa: « Vicepresidente ejecutivo» . —¿Cuánto tiempo llevas fuera? —preguntó Reacher. —¿Del ejército? Siete años. —¿Unidad? —Operaciones Especiales.

SAS. —Aún se te nota. —A ti también. ¿Cuánto tiempo llevas fuera? —Siete años —respondió Reacher. —¿Unidad? —Investigación Criminal, principalmente. Gregory alzó la vista. Parecía interesado. —¿Investigador? —Principalmente. —¿Rango? —No lo recuerdo. Hace siete años que soy civil —replicó Reacher. —No seas tímido. Probablemente eras teniente coronel. Como mínimo. —May or. Es lo más arriba que llegué. —¿Tuviste problemas en el ejército? —Unos cuantos. —¿Tienes nombre? —La may oría lo tiene. —¿Cuál es? —Reacher. —¿Qué haces ahora? —Intento tomarme un café. —¿Necesitas trabajo? —No. —Yo era sargento —le informó Gregory. —Me lo imaginaba. Los del SAS suelen serlo. Y tienes toda la pinta. —¿Entonces vendrás a hablar con el señor Lane? —Te he dicho lo que vi.

Puedes transmitírselo. —El señor Lane querrá oírlo directamente de ti. Reacher volvió a comprobar cuánto café quedaba en su vaso. —¿Dónde está Lane? —No muy lejos. A diez minutos de aquí. —No sé, me gusta mi expreso. —Llévatelo. El vaso es de plástico. —Prefiero quedarme aquí tranquilo. —Solo te pido diez minutos. —Un coche no merece tanto jaleo, aunque sea un Mercedes Benz. —No se trata del coche. —¿De qué se trata entonces? —De un asunto de vida o muerte. En estos momentos, más de muerte que de vida —aclaró Gregory. Reacher comprobó una vez más el café que quedaba. Solo un poso de espuma tibia. Eso era todo. Dejó el vaso en la mesa. —De acuerdo. Vamos.

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  1. Muchas gracias por mantener este sitio, nos da la posibilidad de leer, a quienes como yo, tenemos una economía muy limitada. De nuevo gracias y que Dios los guarde

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