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El Camino del Tabaco – Erskine Caldwell

La publicación en 1932 de El camino del tabaco supuso un serio golpe al mítico sueño de oro americano. Con crudo realismo, su autor ponía al descubierto el rostro oculto de Estados Unidos: la miseria, la ignorancia y los problemas raciales, y formulaba una violenta acusación contra el sistema social de su país. Lo cual no fue en absoluto óbice para que el libro obtuviera un inmediato y arrollador éxito y fuera llevado incluso a la escena: se mantuvo en cartel durante más de siete años. Caldwell ambienta El camino del tabaco —que ya es considerado un clásico de la literatura norteamericana del siglo XX— en los campos del profundo Sur. Una familia, los Lester, se obstina en permanecer en sus tierras, las que fueron las mejores de Georgia. Apegados a sus tradiciones, a su pasado esplendor, se enfrentan al progreso opulento. Se verán reducidos, por ello, a la mayor pobreza. Y todo, por amor a la tierra que les vio nacer. Un amor que llegará a aniquilarlos.


 

V I olvía Lov Bensey por el camino del tabaco carcomido por las lluvias, hollando con paso cansado la espesa capa de arena que lo cubría. Llevaba a cuestas un saco de nabos, que no poco trabajo le había costado conseguir, y su peso hacía aún más penosa la larga jornada. El día antes Lov oyó decir que en Fuller había alguien que estaba vendiendo nabos a cincuenta centavos el bushel [1] y esa mañana bien temprano salió de su casa con medio dólar en el bolsillo para comprarlos. Ahora llevaba ya recorridos once kilómetros, y aún le quedaban otros tres más para llegar a su casa, junto al cargadero de carbón del ferrocarril. Cuatro o cinco de los Lester se encontraban en el patio delantero, si tal podía llamarse al baldío que daba acceso a la casa, cuando Lov se detuvo enfrente. Llevaban cerca de una hora, desde que lo vieron en las dunas a casi tres kilómetros de distancia, sin quitarle la vista de encima y ahora que lo tenían a su alcance estaban dispuestos a hacer todo lo posible por impedir que siguiera viaje con los nabos. Pero Lov tenía una mujer en quien pensar, además de su propia persona, y estaba atento a no dejar que ninguno de los Lester se acercara demasiado al saco. Habitualmente, si tenía que pasar por aquel lugar llevando nabos, patatas o cualquier clase de comestibles, salía del camino un kilómetro antes de llegar a la casa, daba un gran rodeo a campo traviesa y volvía a tomarlo después de haber puesto una distancia prudente tras de sí. Pero hoy tenía que hablar con Jeeter de un asunto muy importante, y éste era el motivo de que se hubiera aventurado tan cerca de la casa, a pesar de los nabos. Los Lester seguían mirando fijamente a Lov, que no se había movido del centro del camino; había dejado caer el saco de sus hombros, pero teniéndolo aferrado con rigidez con ambas manos. Ninguno de los que se encontraban en el baldío había cambiado de postura en los diez últimos minutos, dejando la iniciativa por entero en manos de Lov. Sólo una razón poderosa podría haber llevado a éste a detenerse allí; si no, hubiese tenido buen cuidado de no dejarse ver. El verano anterior se había casado con Pearl, la hija menor de Jeeter Lester, que apenas había cumplido doce años, y ahora quería hablar de ella con Jeeter. Pearl no quería hablar; no había manera de hacerle pronunciar palabra, por las buenas o por las malas. Hasta llegaba a esconderse de Lov cuando éste regresaba a casa del cargadero de carbón, y si la encontraba se le escabullía de entre las manos para huir a los juncales hasta perderse de vista; incluso a veces llegaba a permanecer en ellos toda la noche para no volver hasta el otro día después de que Lov había marchado a su trabajo. Lo cierto es que Pearl nunca había hablado gran cosa.


Mientras vivió en su casa, antes que Lov se casara con ella, se mantuvo apartada de los otros Lester, y raro fue que despegara los labios de un día para otro. Únicamente su madre, Ada, había podido conversar con ella y aun entonces Pearl se había limitado a responder con monosílabos. Es cierto que Ada había sido lo mismo, ya que sólo había empezado a hablar por voluntad propia en los últimos diez años; hasta entonces Jeeter había tenido con ella las mismas dificultades con que ahora tropezaba Lov. Lov hacía preguntas a su mujer, la castigaba, le arrojaba palos y piedras y hacía con ella todo cuanto creía que pudiese servir para que le hablara. Pearl no hacía más que llorar, sobre todo si le había hecho mucho daño, y Lov, como es lógico, no pensaba que eso fuera realmente una conversación. Lo que quería era que le preguntase si estaba cansado, si se iba a cortar el pelo, si iba a llover de nuevo… Pero Pearl nunca decía nada. Varias veces había hablado con Jeeter de sus dificultades con Pearl, pero éste no sabía cuál era la causa de que se portara así. Se había limitado a decirle que desde criatura había sido callada hasta hacía pocos años. Ese silencio de Ada que Jeeter no había podido quebrantar en cuarenta años lo había roto el hambre; el hambre le había aflojado la lengua y desde entonces vivía quejándose. Pero Jeeter no había tratado de recomendarle que hiciese pasar hambre a Pearl, porque sabía que la chica iría a pedir comida a otro lado y la conseguiría. —Hay veces que creo que tiene el diablo dentro —había dicho Lov—. A mi entender no tiene ni gota de religión, y cuando muera irá a parar al infierno, como dos y dos son cuatro. —Hombre, a lo mejor no está contenta con su vida de casada —le había respondido Jeeter—. Puede ser que no esté satisfecha con lo que le das. —He hecho todo lo posible para tenerla contenta y satisfecha. Todas las semanas, el día de pago voy a Fuller y le compro alguna cosita. Le compro rapé, pero no quiere tomarlo: le compro un corte de percal, pero no lo quiere coser. Parece como si quisiera algo que yo no tengo y no puedo conseguir, y me gustaría saber qué es. Es tan bonita…, y esos rizos rubios que le caen por la espalda hay veces que parece que me van a volver loco. ¡No sé lo que me va a pasar, porque necesito a Pearl como mi mujer con todas mis fuerzas! —Yo creo que todavía es demasiado joven para comprender bien las cosas —le había dicho Jeeter—. No ha crecido todavía como Ellie May o Lizzie Belle o Clara y las otras muchachas. Pearl no es todavía más que una chiquilina, y ni siquiera se ha desarrollado como una mujer. —Si hubiera sabido que iba a ser así, tal vez no habría deseado tanto casarme con ella; podría haberlo hecho con una mujer que quisiera estar casada conmigo. Pero ahora no quiero dejar ir a Pearl; me he acostumbrado a tenerla cerca y no podría pasarme sin esos rizos rubios que le caen por la espalda. Parece que hicieran que uno se sienta como solo… Realmente es bonita, a pesar de la forma en que se porta todo el tiempo.

Lov, en esa oportunidad, al volver a su casa había contado a Pearl lo que de ella había dicho Jeeter, pero ésta le escuchó sin hacer el menor movimiento en la silla en que estaba sentada, ni pronunciar palabra. Después de eso, Lov ya no supo qué hacer con ella, pero comprendió que todavía no era más que una criatura. Durante los ocho meses que llevaban casados había crecido cerca de diez centímetros y había aumentado unos ocho kilos, pero aún no pesaba más de cuarenta y cinco, aunque día a día fuera aumentando en altura y peso. El motivo particular que ahora traía a Lov a hablar con Jeeter era la negativa de Pearl a dormir con él. Llevaban casi un año de casados y aún continuaba durmiendo sola, como lo había hecho desde el primer día. Lo hacía en un jergón tendido en el suelo y no dejaba que Lov la besara o la tocase. Lov le había dicho que las vacas eran buenas recién después de haber sido servidas y que se había casado con ella porque quería besarla, acariciar sus rizos rubios y dormir con ella; pero Pearl no había dado siquiera señal de haberlo oído o de saber de qué estaba hablando. Después de quererla besar y hablar con ella, lo que más ambicionaba Lov era contemplar sus ojos, pero hasta ese gusto le estaba vedado; sus ojos azul pálido estaban siempre mirando en otra dirección cuando llegaba y se plantaba delante de ella. Lov seguía aún sin moverse en mitad del camino, mirando a Jeeter y los demás Lester que estaban en el baldío. Éstos por su parte esperaban que hiciera el primer movimiento, importándoles poco que fuese amistoso u hostil mientras hubiese nabos en el saco. Jeeter estaba pensando en dónde habría conseguido Lov los nabos, pero sin que se le ocurriera que los había comprado; hacía ya mucho tiempo que Jeeter había llegado a la conclusión de que el único modo posible de conseguir comida en cantidad apreciable era robándola, pero ese año no había podido encontrar nabos en ocho o diez kilómetros a la redonda. El año anterior en el terreno de los Peabody habían sembrado una hectárea, pero los Peabody se mantuvieron vigilándolo escopeta en mano, y este año ni siquiera se habían molestado en sembrarlos. —¿Por qué no sales del camino del tabaco, Lov, y entras en el patio? —dijo Jeeter—. No tienes por qué estar parado allí. Entra y descansa. Lov no contestó ni hizo movimiento alguno. En ese momento debatía consigo mismo si no era mejor que se quedara seguro donde estaba en lugar de correr el peligro de entrar en el baldío. Últimamente Lov había estado pensando en procurarse unas correas para atar con ellas a Pearl a la cama por las noches. Hasta entonces había probado todo cuanto se le había ocurrido, salvo la fuerza, y continuaba decidido a conseguir que se portara como creía que debía hacerlo una esposa. Ahora había llegado al punto en que quería contar con la opinión de Jeeter antes de poner en marcha su proy ecto, pues creía que éste sabría si era práctico, ya que había tenido que vérselas con Ada durante casi toda su vida. Sabía que en una época Ada se había portado lo mismo que ahora Pearl, pero Jeeter no había sido tratado de la misma manera que él, y a que Ada le había dado diecisiete hijos mientras que Pearl ni siquiera empezaba a tener el primero. Si Jeeter decía que le parecía bien que atara a Pearl a la cama, lo haría sin vacilar. Jeeter sabía de esas cosas mucho más que él; llevaba cuarenta años casado con Ada. Lov esperaba que Jeeter se ofrecería a acompañarlo a su casa junto al cargadero de carbón y le ay udaría a atar a Pearl a la cama. Pearl se resistía con tanta furia cada vez que quería echarle mano, que tenía miedo de no poder hacer nada sin ay uda de Jeeter.

Los Lester seguían de pie en el corral y la galería de la casa, esperando ver qué hacía Lov. Ese día había habido nuevamente muy poco que comer en la casa; un poco de sopa salada que había hecho Ada hirviendo en una olla unos trozos de pellejo de tocino y un poco de pan de maíz. Eso había sido la única comida y ni siquiera había alcanzado para todos ellos, de modo que habían empujado a la abuela fuera de la cocina cuando quiso entrar. Ellie May se hallaba detrás de un amole [2] , asomando la cabeza para mirar a Lov, y moviéndola de un lado a otro del tronco para atraer su atención. Ellie May y Dude eran los únicos hijos de los Lester que aún quedaban en la casa. Los restantes se habían marchado y casado, y algunos se fueron en forma casual, como si sólo salieran hasta el cargadero de carbón para ver los trenes de carga. Al no regresar pasados dos o tres días, se sabía que habían abandonado para siempre el hogar. Dude estaba tirando una pelota deformada de baseball contra una de las paredes de la casa, y la agarraba de rebote. La pelota golpeaba contra la casa con un estruendo infernal, sacudiendo los tablones hasta que sus vibraciones hacían que todo el edificio se tambaleara. Arrojaba la pelota sin parar, y ésta volvía con regularidad matemática, a través del patio hasta el punto en que se encontraba. La casa, de tres habitaciones, estaba montada en forma precaria sobre unas pilas de losas de piedra caliza colocadas bajo sus cuatro esquinas. Las piedras habían sido puestas una sobre otra, sobre ellas las vigas maestras y el resto del edificio armado con clavos y tornillos. Lo simple y descuidado de su construcción se ponía ahora en evidencia. En el centro, el edificio se hundía entre los umbrales; la galería del frente se había desprendido del resto de la casa y estaba ahora un pie más baja que cuando se construyó; y el techo también había cedido en el centro, por haber sido colocadas descuidadamente las vigas que lo sostenían. La may or parte de las tejas estaban podridas, y cada vez que había una tormenta el baldío quedaba cubierto de trozos dispersos en todas las direcciones. Cuando aparecían goteras en el techo, los Lester se trasladaban de un lado al otro del cuarto, hasta que cesaba la lluvia, y la casa jamás había sido pintada. Jeeter estaba tratando de poner un parche a una cámara podrida. Había dicho que si alguna vez conseguía que todos los neumáticos de su viejo coche estuvieran inflados a la vez, llevaría a Augusta una carga de leña para venderla. Los leñadores recibían dos dólares por cada carga de pino estacionado entregada en la ciudad; pero Jeeter nunca conseguía más de cincuenta o setenta y cinco centavos por el roble enano que quería que la gente le comprara como combustible. Habitualmente, cuando conseguía llegar con una carga de esa madera a Augusta, no podía ni siquiera regalarla; nadie, al parecer, era tan tonto como para comprar una madera que era más dura que el hierro. La gente discutía con Jeeter a causa de su empecinamiento en vender como leña el roble enano, y trataba de convencerle de que no servía como combustible, pero Jeeter contestaba que quería sacar todo el que tenía en sus tierras porque iba a cultivarlas de nuevo. Lov, entretanto, había dado unos pasos en dirección del patio, sentándose al borde del camino del tabaco, con los pies en la cuneta. Continuaba aferrando con firmeza el saco con una mano, por la boca, en donde había sido cerrado con un trozo de bramante. Ellie May seguía escondida detrás del amole, tratando de atraer la atención de Lov, pero cada vez que éste miraba en su dirección, ocultaba rápidamente la cabeza detrás del tronco, para que no pudiese verla. —¿Qué tienes en ese saco que llevas allí, Lov? —gritó Jeeter desde el corral —.

Te he estado viendo venir desde hace un rato con ese saco en la espalda, y te digo que me gustaría saber qué tienes dentro. Oí decir que algunos tienen nabos este año. Lov empuñó con más fuerza aún el saco, mirando primero a Jeeter y luego en forma sucesiva a cada uno de los Lester, y vio a Ellie May que lo contemplaba desde detrás del amole. —¿Te costó mucho trabajo conseguir lo que tienes en el saco ése, Lov? —dijo Jeeter—. Parece como si te hubieses quedado sin aliento. —Quiero decirte algo, Jeeter —respondió—. Es sobre Pearl. —¿Qué ha hecho ahora esa chica, Lov? ¿Te está tratando mal otra vez? —Es lo mismo de siempre, sólo que esta vez ya me estoy cansando. No me gusta la forma en que se porta; nunca estuve conforme con lo que hace, pero cada vez es peor. Todos los negros se ríen de mí por la forma en que me trata. —Pearl es igual a su madre —dijo Jeeter—. Su madre solía hacer las cosas más raras en su época. —Cada vez que quiero tenerla a mi lado se escapa, y no quiere volver cuando la llamo. Ahora, digo y o, ¿para qué diablos tenía y o que casarme con una mujer si no tengo ninguna de las ventajas? Dios no quiso que las cosas fueran así, ni quiere que un hombre sea tratado de esa manera. Está bien que una mujer juegue un poco con uno hasta conseguir lo que quiere, pero no parece que Pearl piense eso; a su manera de ver no está jugando conmigo, pero para mí es como si lo estuviera haciendo. En este momento siento como si quisiera una mujer que no sea tan… —¿Qué tienes en ese saco, Lov? —interrumpió Jeeter—. Te he estado mirando desde hace una hora o más, desde que pasaste por lo alto de aquella colina, allá lejos. —Nabos, ¡recristo! —contestó Lov, mirando a las mujeres. —¿Dónde conseguiste esos nabos, Lov? —¡Poco que te gustaría saberlo! —Estaba pensando que tal vez pudiéramos hacer algún arreglo, Lov…, tú y y o. Por ejemplo, yo podría ir hasta tu casa y más o menos decirle a Pearl que tiene que dormir en la cama contigo. De eso pensabas hablar conmigo, ¿no es cierto? Tú quieres que duerma en la cama, ¿no? —Nunca ha dormido en la cama; todas las noches las pasa en ese condenado jergón tirado en el suelo. ¿Crees que podrías conseguir que dejara de hacer eso, Jeeter? —Me gustaría de veras conseguir que hiciera lo que debe…, eso es, si tú y y o llegamos a un arreglo con esos nabos, Lov

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