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El camino de Wigan Pier – George Orwell

E 1 l primer ruido que se oía por la mañana eran las secas pisadas de las chicas de la hilandería, cuyos chanclos de suela de madera golpeaban el empedrado. Antes debían de sonar, me imagino, las sirenas de las fábricas, pero a aquella hora yo dormía aún. Por lo general, éramos cuatro en el dormitorio. Era éste una habitación horrible, con ese aspecto provisional y desordenado de las estancias que no se usan para lo que fueron pensadas en un principio. Años atrás, la casa había sido una vivienda familiar corriente. Cuando los Brooker se instalaron en ella y la adaptaron a sus nuevas funciones de tripería y pensión, heredaron algunos de los muebles más inútiles, y nunca tuvieron la energía de deshacerse de ellos. Así que los huéspedes dormíamos en lo que era aún visiblemente una sala de estar. Pendía del techo una maciza araña de cristal en cuya superficie la capa de polvo era tan espesa que parecía pelo. Y, cubriendo la mayor parte de una pared, había un enorme y horroroso armatoste, un híbrido entre aparador y mueble de recibidor, con muchos relieves, cajoncitos y espejos. Había también una alfombra, que en tiempos había sido de colores chillones, llena de huellas circulares de los cubos de fregar de muchos años, dos sillas doradas de asiento reventado y uno de esos anticuados sillones de tela de crin, en los que uno resbala cuando trata de sentarse. La estancia había sido convertida en dormitorio mediante la introducción de cuatro escuálidas camas en medio de aquellas otras ruinas. Mi cama estaba en el rincón de la derecha según se entraba por la puerta. A los pies de la mía, colocada perpendicularmente, había otra cama, que había que mantener bien apretada contra la mía, para que fuera posible abrir la puerta, de modo que yo tenía que dormir con las piernas encogidas, pues, si las extendía, le daba en los riñones al ocupante de la otra cama. Éste era un hombre de edad llamado Reilly, que era medio mecánico y trabajaba en el exterior de uno de los pozos de carbón. Afortunadamente para mí, se marchaba a trabajar a las cinco de la mañana, lo que me permitía estirar las piernas y dormir a gusto durante un par de horas. La cama del otro lado estaba ocupada por un minero escocés que había resultado herido en un accidente en el pozo (quedó atrapado contra el suelo por un bloque de piedra, y permaneció así durante varias horas antes de que apartasen la piedra con una palanca y le sacasen) y había recibido una indemnización de quinientas libras. Era un hombre de cuarenta años, alto y apuesto, de cabello gris y bigote recortado, que parecía más un sargento que un minero. Acostumbraba a quedarse en cama hasta bien entrada la mañana, fumando en una pipa corta. En la otra cama dormían una sucesión de viajantes de comercio, agentes de periódicos y agentes de ventas a plazos, los cuales, generalmente, pasaban en la pensión una noche o dos. Era aquélla una cama de matrimonio, con mucho la mejor de todas. Yo había dormido en ella la primera noche que pasé en la casa, pero después me trasladaron para cedérsela a otro huésped. Creo que todos los recién llegados pasaban la primera noche en la cama grande, que era empleada, por así decirlo, como cebo. Todas las ventanas del dormitorio se mantenían siempre herméticamente cerradas, con un saco de arena rojo apretado contra la parte inferior del marco, y por las mañanas aquello apestaba como la jaula de un hurón. Al levantarse no se notaba, pero si uno salía de la habitación y volvía a entrar en ella, el olor le daba en la cara como una bofetada. Nunca llegué a descubrir cuántos dormitorios tenía la casa.


Cosa rara, había en ella un cuarto de baño, cuyo origen se remontaba a antes de los Brooker. En la planta baja había la acostumbrada cocina-sala de estar con su enorme horno de carbón encendido noche y día. Estaba iluminada solo por una claraboya, pues a un lado de ella se encontraba la tienda y al otro la despensa, que daba a un oscuro lugar subterráneo donde se guardaba la tripa. Bloqueando parcialmente la puerta de la despensa estaba un informe sofá en el cual la señora Brooker, la patrona, pasaba sus días de enferma, envuelta en mugrientas mantas. La mujer tenía la cara grande y de expresión amistosa, de piel pálida y amarillenta. Nadie sabía exactamente qué enfermedad padecía; yo sospecho que lo único que le pasaba era que comía demasiado. Delante del fuego había siempre una cuerda con ropa tendida, y en el centro de la estancia estaba la gran mesa de cocina en la que comían la familia y los huéspedes. Nunca vi aquella mesa completamente despejada, pero vi, en diversas ocasiones, sus varias coberturas. Debajo de todo había una capa de papel de periódico viejo manchado de salsa de Worcester; encima, un hule blanco todo pringoso; encima de éste, un mantel de sarga verde; y, encima de todo, un basto mantel de lino que nunca se cambiaba y casi nunca se retiraba. Generalmente, las migas de pan del desayuno estaban aún sobre la mesa a la hora de la cena. Yo solía reconocer algunas de las migas y observaba sus desplazamientos arriba y abajo de la mesa de un día para otro. La tienda era una estancia pequeña y fría. En el cristal exterior del escaparate había esparcidas como estrellas, unas pocas letras blancas, resto de antiguos anuncios de chocolate. En el interior del escaparate había una tabla sobre la que descansaban los grandes pliegues blancos de tripa, la gris y lanuda cosa conocida bajo el nombre de «tripa negra» y los traslúcidos y fantasmagóricos pies de cerdo hervidos. Era la vulgar y corriente tienda de «tripa y guisantes», y no se vendía en ella gran cosa más que esto, aparte de pan, tabaco y latas de conserva. En el escaparate había un letrero que anunciaba «Se sirven tés», pero cuando algún cliente pedía una taza de té casi siempre se lo sacaban de encima con una excusa. El señor Brooker, que hacía dos años que no trabajaba, era minero de oficio, pero él y su mujer habían tenido siempre un negocio de un tipo u otro como segunda fuente de ingresos. Una vez habían tenido una taberna, pero les habían quitado el permiso por permitir el juego. Dudo que ninguno de estos negocios les resultase rentable alguna vez. Los Brooker eran de ese tipo de gente que lleva un negocio con la finalidad principal de tener algo de que quejarse. Él era un hombre menudo que parecía irlandés, de pelo oscuro, amargado e increíblemente sucio. Me parece que ni una sola vez le vi con las manos limpias. Al estar su mujer inválida, era él quien preparaba la mayor parte de la comida. Como todas las personas que llevan siempre las manos sucias, tenía una manera especial de manejar las cosas, íntima y despaciosa. Cuando le daba a alguien una rebanada de pan con mantequilla, ésta llevaba siempre la huella negra de su pulgar.

Incluso a primera hora de la mañana, cuando descendía al misterioso cuchitril de detrás del sofá de la señora Brooker para ir a buscar tripa, ya llevaba las manos negras. Los otros huéspedes me hacían terroríficas descripciones del lugar donde se guardaba la tripa. Decían que estaba lleno de cucarachas. Ignoro la frecuencia con que los Brooker encargaban nuevas remesas de la mercancía, pero era a intervalos largos, porque la señora Brooker situaba los acontecimientos en el tiempo con relación a aquellas fechas. «Vamos a ver… desde que eso pasó he recibido tres envíos de congelada (tripa congelada)», decía. A nosotros nunca nos daban tripa para comer. Por entonces yo suponía que lo hacían porque era demasiado cara, pero ahora, pensando en ello, me parece que era simplemente porque sabíamos demasiado acerca de ella. Observé que ellos tampoco la comían nunca.

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