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El camino de vuelta – Joaquin Leguina

26 de octubre de 1982. Estoy sobre el entarimado que el PSOE ha montado en una explanada de la Ciudad Universitaria de Madrid para realizar allí el cierre de la campaña electoral. Es de noche y desde arriba, desde el estrado de oradores, no podemos ver ni un solo rostro, pero se siente la presencia de la multitud. Los allí congregados quieren escuchar a Felipe González, cuyo nombre de pila llevan coreando un buen rato, pero antes tendrán que oír a los «teloneros» (entre los que me encuentro). También hablarán en esta noche llena de promesas: Enrique Tierno (como alcalde de la Villa), Javier Solana y Francisco Fernández Ordóñez (recién desembarcado en el PSOE). No puedo recordar lo que dije desde aquel atril y tampoco recuerdo el discurso de los demás, ni siquiera el de Felipe González, pero sí tengo grabada la inquietante sensación que produce dirigirse a una multitud en la más absoluta oscuridad y las explosiones de entusiasmo que allí, entre aquellas tinieblas, se manifestaban. Sin embargo, de la noche electoral tengo un recuerdo bastante preciso y en él destaca una imagen, la de una mujer —una joven socialista— bañada en lágrimas dentro de la sede valle-cana del PSOE. La cámara la enfoca en primer plano y el espectador puede ver cada lágrima que brota de sus ojos. «Solicitamos a esta muchacha que llora de alegría un comentario sobre los resultados electorales», introduce el periodista, a quien vemos de espaldas, con el micrófono en la mano. Entonces ella se dirige a la cámara, mientras niega con la cabeza: «De alegría no, lloro de pena —se arranca—, pena por mi abuelo, que se pasó varios años en la cárcel después de la guerra y murió sin poder ver este día». Han pasado ya treinta años desde entonces, desde aquel día en el cual el PSOE consiguió un apoyo parlamentario de 202 diputados sobre un total de 350 (26 diputados por encima de la mayoría absoluta) y un hombre en los cuarenta años de su edad se dispuso a dirigir (por primera vez en tiempos de paz) un gobierno monocolor y socialista que se enfrentaba a inaplazables retos: normalizar el Ejército, es decir, convertir un Ejército con una deplorable tradición intervencionista (la última el 23 de febrero de 1981) en otro sujeto a las normas de la democracia; atajar los problemas surgidos como consecuencia de la crisis económica iniciada en 1973 y que aún no se habían podido abordar, reconversión industrial incluida; dibujar un mapa coherente y completo del sistema territorial diseñado (confusamente) en el Título VIII del texto constitucional; y conseguir, al fin, la entrada de España en Europa. Amén de otros asuntos conflictivos como una posible ley despenalizadora del aborto, la reestructuración del sistema educativo y el ajuste económico ante una muy mala coyuntura: déficit exterior y público, desempleo y casi nulo crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB). Quizá eran demasiadas cuerdas para un solo violín, pero también es cierto que el electorado español otorgó al PSOE y a su líder un amplio margen de tiempo (1982-1996) para realizar estas y otras reformas. A la distancia que el tiempo transcurrido otorga, quizá se vean las cosas con más objetividad que en caliente, por eso puedo afirmar hoy que de aquellas reformas unas salieron bien y otras no, pero en conjunto —pocos lo niegan— la España de 1996 había crecido —y mucho— social, cultural y económicamente respecto a la de 1982. De un tiempo a esta parte, me pregunto a menudo qué ha pasado con la llamada «generación española del 68»; para entendernos, la de Felipe González. Qué ha sido de ellos dentro del PSOE. Con escasas aunque notables excepciones, hemos desaparecido de la política española como por arte de magia, como si hubiéramos sido en ella tan solo extras con frase, de esos que hacen mutis después de haber soltado un corto parlamento, tal que: «Señorito, el chocolate está servido». Sin embargo, a poco que uno se esfuerce en describir lo ocurrido llega a la conclusión de que se trata de una prejubilación masiva, sobrevenida por causa de una decisión muy meditada en el seno de la dirección socialista que, tras ganar un congreso en el año 2000 por tan solo nueve votos de diferencia sobre su inmediato competidor, se dispuso a emprender una renovación generacional, que fue muy aplaudida por los líderes mediáticos (que aplauden siempre que el rejuvenecimiento no les afecte a ellos), y nadie abrió la boca para pedir explicaciones acerca de por qué un partido escaso de efectivos, como todos los españoles, desechaba a un notable grupo de afiliados con experiencia política sobrada. Tengo para mí que la explicación que voy a dar, aunque no sea científica, sí es certera: al eliminar la cúspide de la pirámide de edades dentro del PSOE (una estructura bastante envejecida, por cierto) se conjuraba la posibilidad del retorno, se eliminaba la alternancia, se despejaba el camino futuro acabando con buena parte de la competencia interna. Al fin y al cabo, a los nuevos, con José Luis Rodríguez Zapatero al frente, se les podrán achacar muchos defectos, pero en cuanto a batallas internas, eliminación de contrincantes y otras mañas orgánicas nadie podrá negar que son unos maestros, pues les salieron los dientes ejercitándose en esos menesteres y llegaron a la cumbre con los armarios repletos de cadáveres de sus derrotados conmilitones. Por lo tanto, nadie pudo sorprenderse de esta decisión jubilatoria. Lo que sí resultó chocante fue ver cómo los destinados a tomar el «caldito del asilo» se encaminaron al matadero político como corderinos, cantando además la palinodia y exaltando los méritos y los talentos de quienes les daban el finiquito… con algunas excepciones, entre las que quiero contarme, que todo hay que decirlo. En sustitución de los prejubilados y como muestra de apertura de miras, fueron apareciendo en cargos muy significativos del PSOE personas que se habían dedicado a poner, como suele decirse, «de ropa de pascua» a los «viejos» socialistas que habían gobernado en la nación, en comunidades autónomas o en ayuntamientos. Personas que estuvieron atacando con saña al PSOE hasta el mismo momento en que pasaron a vivir de él… y, lo que es más sorprendente, pasaron a representarlo en las más altas instancias institucionales. No sé yo si Zapatero y sus amigos han sido aficionados al Nuevo Testamento.


Desconozco si leen y comentan en privado los Evangelios. Tampoco sé si procuran seguir las normas de conducta que en esas sacras escrituras se recomienda a los humanos. Pero tengo la sensación de que lo único que han practicado —en lo tocante a la caridad cristiana— es la parábola del hijo pródigo… la cual, por cierto, siempre me ha parecido injusta y falta de equidad, porque en ella no se premian el trabajo y la lealtad, sino precisamente todo lo contrario. Intentaré en las páginas que siguen dar al lector mi versión impresionista (es decir, en buena parte subjetiva) de aquellas gentes que llegaron al poder en 1982 y de aquellos avatares. Por lo tanto, este no es un libro de historia y tampoco se trata de unas memorias. Procuraré tomar la distancia que el tiempo transcurrido me permite para no caer en ajustes de cuentas, pues no tengo cuenta alguna que cobrar a un tiempo, a un país y a unas personas que forman parte —definitivamente ya— de un largo y relevante segmento de mi vida adulta.

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