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El brillo de la estrella del sur – Elizabeth Haran

Elena —susurró cariñosamente el doctor Lyle MacAllister al rozar con suavidad el hombro de la joven para despertarla. Cuando la miró, sintió tal ternura que se le encogió el corazón. Tenía un aspecto tan apacible mientras dormía… Era como un ángel en mitad del caos y del horror de la guerra. El doctor sabía que estaba enamorándose desesperadamente, pero no podía hacer nada por evitarlo. En la planta 8C del Hospital Victoria de Blackpool reinaba el silencio. Solo de vez en cuando se oía un gemido apagado procedente de una de las camas, al fondo del todo, cerca de las ventanas oscurecidas. En un rincón había una lamparita que daba la suficiente luz como para que las enfermeras vieran a los pacientes. Lyle miró la hora. Era medianoche. Llevaba catorce horas trabajando; la mayor parte del tiempo la había pasado en la sala de operaciones. No era de extrañar que estuviera agotado. A lo lejos oyó el ulular de unas sirenas. Había tardado semanas en acostumbrarse, pero para entonces ese ruido ya no le asustaba tanto como al comienzo de la guerra, una triste prueba de que uno acaba por habituarse a todo. Ya ni siquiera percibía el olor penetrante de la gangrena, ni el del desinfectante Lysol, ni tampoco el hedor de la muerte. La enfermera Elena Fabrizia estaba sentada en una silla de mimbre junto a uno de sus pacientes. El cabo Norman Mason, del Noveno Batallón del Royal Lancaster Regiment, había resultado gravemente herido en el campo de batalla de Passendale, en Bélgica. A Elena le había contado que procedía de Derbyshire, que estaba casado y que tenía dos hijas gemelas de siete años. Como la guerra llevaba durando ya cuatro años, no las había visto desde el verano de 1914. Elena se estiró y abrió los ojos; luego gimió en voz baja porque se le había quedado el cuello agarrotado de tanto estar sentada. —¿Llevas aquí desde que has acabado tu turno? —le preguntó Lyle con un susurro. Sabía que el turno de la enfermera terminaba a las siete y creía que se habría marchado a casa de sus padres, pero tampoco le extrañaba mucho que se hubiera quedado dormida junto a Norman Mason. La devoción con la que se entregaba a su trabajo era solo una de las cosas que Lyle había aprendido a amar y a admirar en ella. —¿Qué hora es, pues? —preguntó Elena, somnolienta. Se colocó la pequeña cofia encima de sus largos y oscuros cabellos recogidos en una coleta floja. Su delantal blanco, con una gran cruz roja que la distinguía como enfermera, presentaba signos visibles de suciedad por el trabajo que había tenido que desempeñar ese día.


—Las doce y cuarto —respondió Lyle en voz baja. —Buf, qué tarde. Mis padres estarán preocupados. —Elena se incorporó y miró al hombre de la cama, junto al que estaba sentada—. La pierna de Norman no tiene buena pinta. Le temblaba la voz al pensar en el precio que quizá tuviera que pagar el hombre por su lesión. Las prácticas las había hecho en una pequeña clínica que no admitía soldados heridos. Y hacía dos meses, había pedido el traslado al Hospital Victoria porque allí necesitaban desesperadamente personal. Elena no había visto nunca ese tipo de heridas tan horribles, pero pensó que poseía la necesaria madurez y la suficiente profesionalidad como para mantenerse a distancia de lo que viera. Pero al sentirse tan afectada, le entraron dudas sobre su vocación. Sin embargo, la necesitaban. No podía salir corriendo. El músculo del muslo derecho de Norman estaba completamente partido; además tenía desgarrado el músculo de la pantorrilla. La lesión le había dejado el hueso de la pierna izquierda tan destrozado que, tres días antes, habían tenido que amputarle esa pierna por encima de la rodilla. —Tiene tanta fiebre que me temo que se le va a gangrenar la pierna —añadió Elena. Pese al frío que hacía fuera, el paciente tenía la frente perlada de sudor. Elena se inclinó sobre él y le enjugó el sudor con un paño. Al terminar su guardia de doce horas, Elena se había acercado de nuevo a la cama de Norman para ver qué tal se encontraba. El analgésico apenas le mitigaba los dolores, de modo que cualquier distracción la recibía con agrado. Ella estaba agotada, pero el joven soldado necesitaba compañía para dejar de pensar un poco en sus dolores, y en eso no quería fallarle. Al principio, Norman estaba furioso y lleno de autocompasión por haber perdido la pierna, pero esa noche las cosas habían cambiado. Se le había despertado el sentido de la realidad y la autocompasión se había convertido en un miedo angustioso: miedo a morir y no poder ver crecer a sus niñas. Lyle apartó a Elena de Norman. Ya que el joven soldado disfrutaba al fin de unos minutos de sueño misericordioso, no quería por nada del mundo correr el riesgo de que se despertara de repente y oyera lo que tenía que decir ahora. —Ya sabes que seguramente pierda también la otra pierna, Elena —susurró Lyle—.

Mañana se tomará la decisión. En caso de que solo podamos salvarle la vida amputándosela, no tendremos más remedio que hacerlo. Elena se sentía demasiado agotada como para poder dominar sus sentimientos, y sus ojos de color castaño oscuro se llenaron de lágrimas. —Lo sé. Ojalá pueda salvarse esa pierna. Ha perdido ya tanto… —Estoy seguro, Elena, de que su mujer prefiere tener un marido sin piernas que quedarse sin marido. Deberías verlo de esa manera. Elena agachó la cabeza. —Tienes razón —murmuró—. Eres tan fuerte y tan sensato… Ojalá yo fuera como tú. Al oír ese comentario, Lyle se estremeció. —Soy todo menos perfecto, Elena. Solo soy un hombre que intenta dar lo mejor de sí mismo. Y no siempre lo consigo. —Has salvado ya muchas vidas. No sé qué sería de este hospital sin ti, Lyle, y tampoco sé cómo podría yo aguantar día tras día sin verte. —Eres más fuerte de lo que crees, Elena, y sabes consolar muy bien a hombres como Norman. No deberías subestimarte; eres una persona muy especial. Lyle cogió su mano y la apartó aún más de la cama de Norman. En un rincón tenuemente iluminado de la planta se quedaron de pie, el uno frente al otro. Lyle miró a Elena a los ojos. Había luchado contra lo que sentía por ella, pero cada vez le resultaba más difícil ignorar la llamada de su corazón. Quería besarla, quería besarla una y otra vez… De repente, Elena se vio arrebatada por la emoción. Lyle era el hombre más atractivo que había visto jamás. Todas las enfermeras del Hospital Victoria, tuvieran la edad que tuvieran, se desmayaban cuando el doctor miraba en su dirección, pero él no parecía darse cuenta.

Por supuesto, Elena se mostraba receptiva a sus encantos —era alto y rubio y tenía los ojos verdes—, pero estaba sinceramente convencida de ser la única enfermera que se daba cuenta de que en el doctor Lyle MacAllister había algo que iba mucho más allá de la belleza física. Era sensible y siempre estaba dispuesto a soltar algún piropo y a gastar bromas. Incluso en medio de todo el horror al que se enfrentaban a diario, la hacía sonreír con su maravilloso sentido del humor. Entendía perfectamente por qué su cálida voz y su marcado acento escocés consolaban tanto a los pacientes. Percibía la verdadera dimensión de su compasión y su entrega a la medicina. Era un hombre extraordinario y ella se había enamorado perdidamente de él

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