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El Asombroso Viaje de Pomponio Flato – Eduardo Mendoza

En el siglo I de nuestra era, Pomponio Flato viaja por los confines del Imperio romano en busca de unas aguas de efectos portentosos. El azar y la precariedad de su fortuna lo llevan a Nazaret, donde va a ser ejecutado el carpintero del pueblo, convicto del brutal asesinato de un rico ciudadano. Muy a su pesar, Pomponio se ve inmerso en la solución del crimen, contratado por el más extraordinario de los clientes: el hijo del carpintero, un niño candoroso y singular, convencido de la inocencia de su padre, hombre en apariencia pacífico y taciturno, que oculta, sin embargo, un gran secreto. Cruce de novela histórica, novela policíaca, hagiografía y parodia de todas ellas, aquí se ajustan las cuentas a muchas novelas de consumo, y se construye una nueva modalidad del género más característico de Eduardo Mendoza: la trama detectivesca original e irónica, que desemboca en una sátira literaria y en una desternillante creación novelesca.


 

Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente. A menudo he debido sufrirla, como ocurre a quien, como yo, se adentra en los más remotos rincones del Imperio e incluso allende sus fronteras en busca del saber y la certeza. Pues es el caso que habiendo llegado a mis manos un papiro supuestamente hallado en una tumba etrusca, aunque procedente, según afirmaba quien me lo vendió, de un país más lejano, leí en él noticia de un arroyo cuy as aguas proporcionan la sabiduría a quien las bebe, así como ciertos datos que me permitieron barruntar su ubicación. De modo que emprendí viaje y hace y a dos años que ando probando todas las aguas que encuentro sin más resultado, Fabio, que el creciente menoscabo de mi salud, por cuanto la afección antes citada ha sido durante este periplo mi compañera más constante y también, por Hércules, la más conspicua. Pero no son mis infortunios lo que me propongo relatar en esta carta, sino la curiosa situación en que ahora me hallo y la gente con la que he trabado conocimiento. Mis averiguaciones me habían llevado, desde el Ponto Euxino al territorio que, partiendo de Trapezunte, se extiende al sur de la Cilicia, a un lugar donde existe una extraña corriente de agua oscura y profunda, que al ser bebida por el ganado vuelve las vacas blancas y las ovejas negras. Después de un día de viaje a caballo llegué solo al lugar por donde discurren estas aguas, me apeé y me apresuré a beber dos vasos, ya que el primero no parecía surtir ningún efecto. Al cabo de un rato se me enturbia la vista, el corazón me late con fuerza y mi cuerpo aumenta groseramente de tamaño a consecuencia de haberse interceptado los conductos internos. En vista de este resultado, emprendo el camino de regreso con gran dificultad, porque me resulta casi imposible mantenerme sobre el caballo y más aún orientarme por el sol, al que veo desplazarse de un extremo a otro del horizonte de un modo caprichoso. Llevaba un rato así cuando oí una poderosa detonación procedente de mi propio organismo y salí disparado de mi cabalgadura con tal violencia que fui a caer a unos veinte pasos del animal, el cual, presa de espanto, partió al galope dejándome maltrecho e inconsciente. No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que desperté y me vi rodeado de un numeroso grupo de árabes que me miraban con extrañeza, preguntándose los unos a los otros quién podía ser aquel individuo y cómo podía haber llegado hasta allí por sus propios medios. Con un hilo de voz les dije que era un ciudadano romano, de familia patricia y de nombre Pomponio Flato, y que de resultas de una ligera indisposición me había caído del caballo. Habiendo escuchado atentamente mi relato, deliberaron un rato sobre cómo proceder, hasta que uno dijo: —Propongo que le robemos lo que todavía lleva encima, que le demos por el culo reiteradamente y que luego le cortemos la cabeza como suele hacer con los viajeros nuestra pérfida raza. —Pues y o propongo —dice otro— que le demos agua y alimentos, lo subamos a un camello y lo llevemos con nosotros hasta encontrar quien pueda curarle y hacerse cargo de él. —Bueno —dicen los demás con voluble facundia. Tras lo cual me levantan del suelo, me atan con sogas a la giba de un camello y reemprenden la marcha. Al ponerse el sol la caravana se detuvo e hizo campamento al pie de una duna, sobre la que se encendió una fogata y fue colocado un vigía para mantener alejados a los leones u otros merodeadores nocturnos. Cinco días he viajado con estas gentes, de vida trashumante, pues no pertenecen a ningún lugar ni se detienen tampoco en ninguno, salvo el tiempo necesario para comprar y vender las mercaderías que transportan. La caravana está compuesta exclusivamente de hombres, monturas y bestias de carga. Si en sus breves paradas alguno entabla relación con una mujer, al partir la deja donde la ha encontrado, por más que ella insista en acompañarle. Con todo, son monógamos y muy fieles a las mujeres que han conocido, a las que visitan y colman de regalos cuando sus viajes los llevan de nuevo al lugar donde ellas habitan.


En estas ocasiones, y también por un periodo muy breve, reanudan sus efímeras relaciones, por más que las mujeres se hayan aparejado de nuevo en el intervalo, cosa que comprenden y aceptan. Si de una unión ha habido hijos, los dejan con sus madres, pero proveen a su manutención. Cuando el niño cumple los siete años, lo recuperan y lo incorporan a la caravana. Como los hijos nacidos de una forma tan aleatoria son pocos, el grupo étnico acabaría por extinguirse. Para evitar que suceda tal cosa, roban niños, a los que crían y tratan como a verdaderos hijos. De esta manera su número no mengua, pero por la misma razón son temidos. Si alguno enferma de gravedad o por causa de su vejez ya no puede seguir llevando la dura vida de estas gentes, lo abandonan en un oasis con un odre de agua y un puñado de dátiles y la esperanza de que pase por allí otra caravana y reponga las parcas vituallas de su camarada. Como esto no sucede casi nunca, en los oasis que jalonan su ruta no es raro encontrar esqueletos rodeados de pepitas de dátil. Como todos los nabateos, adoran a Hubal, a quien a veces llaman también Alá, y a las tres hijas de éste, que también consideran diosas, aunque de menor rango. Rezan todos juntos al empezar y al acabar el día, postrándose en la dirección en que, según sus cálculos, está Jerusalén. En su vida diaria son afables, locuaces y amigos de reír y de contar fábulas. Pero nunca recuerdan el pasado ni hacen planes de futuro, y si algo relatan, se cuidan de aclarar que todo lo que sucede en el relato es fruto de su imaginación. Como están obligados a convivir los unos con los otros día y noche, desde la infancia hasta la muerte, tienen por norma estricta evitar una familiaridad que con toda seguridad derivaría en conflicto y degeneraría en enemistad. Por esta causa extreman la formalidad y la discreción y son muy ceremoniosos. Comen y duermen separadamente, y cada vez que se dan por el culo se hacen mil reverencias y se interesan por la salud del otro y por la marcha de sus negocios, como dos amigos que se reencontraran tras una larga ausencia. Para ellos la hospitalidad es sagrada, pero desconfían de los desconocidos, tanto de su raza como de otra. Si se cruzan con otra caravana o con un grupo de viajeros o pastores, deciden en conciliábulo lo que harán. A veces saludan a los extraños y siguen su camino; otras, los aniquilan. No comen cerdo. Si pueden, se lavan. Nunca se afeitan. Al atardecer del quinto día de viaje avistamos un campamento romano. Los árabes optan por no acercarse, pero ante mis ruegos dejan que me vaya sin pedir rescate, sabiendo que nada tengo y sospechando que nadie daría por mí un sestercio. Les di las gracias y les prometí recompensar su magnanimidad la próxima vez que el hado nos reuniera, a lo que: —Por al-Llah —respondieron—, que tal cosa es improbable si continúas bebiendo inmundicias. Tras lo cual prosiguen su camino y yo me dirijo a pie hacia el campamento dando voces en latín para no ser confundido con un enemigo y recibir un dardo.

En el campamento hay una cohorte de la XII legión, Fulminata, con veinte jinetes y un pequeño cuerpo auxiliar al mando de Liviano Malio, hombre de edad avanzada, temperamento ecuánime y gran barriga. Le doy cuenta de quién soy y cómo he venido a parar aquí. Él me escucha y, al informarle del objeto de mi viaje, me responde que, aunque lleva en Siria varios años, pues fue trasladado allí con Quinto Didio poco después de la batalla de Accio, en la que luchó al lado de Marco Antonio y Cleopatra, nunca ha oído hablar de unas aguas que tuvieran aquellas propiedades extraordinarias. Sólo en una ocasión, dice, cerca de Alejandría, vio retozar un hipopótamo en las aguas del Nilo. Luego me informa de que él y sus hombres se dirigen a Sabaste, a fin de apoyar a la población, pues ésta, en la rebelión que desde hace tiempo agita el país, se ha mantenido fiel a Roma. A la mañana siguiente, antes de levantar el campamento y proseguir la marcha, mi anfitrión se dirige a la tropa y pronuncia una breve alocución. Lo hace todos los días, porque así se lo vio hacer a Marco Antonio y sigue pensando, pese al tiempo transcurrido, que es bueno para mantener alta la moral de los soldados y su sentido de la disciplina. No obstante, con el paso de los años, la arenga ha perdido frescura y convicción. Debido a su gordura, Liviano Malio tiene aires patricios con túnica y toga, pero revestido de armadura y bragas, su aspecto resulta algo bufo. Mientras promete la gloria a cambio del valor y del esfuerzo, los soldados no disimulan su hilaridad. Liviano Malio lo advierte y sufre, pero acaba su alocución con el gesto estoico de quien cumple un arduo deber sin esperar recompensa, da los tres gritos de rigor, a los que la tropa responde con desgana, y la expedición se pone en marcha. Después de cuatro jornadas de viaje y haber vadeado el río Jordán, el propio Liviano Malio me aconseja que abandone su compañía, pues de no hacerlo tiene por cierto que me veré envuelto en hechos de guerra. No hace falta que lo jure por los dioses, como se dispone a hacer, porque desde ay er venimos encontrando aldeas destruidas por el fuego que los propios sublevados les aplican cuando creen que la suerte de las armas les será adversa. Antes que entregarse a los romanos y ver sus templos profanados, los judíos prefieren darse muerte unos a otros y dejar que el último, antes de suicidarse, incendie la población y cuanto ésta contiene. A menudo es tal su precipitación por matarse entre sí que al final no queda nadie para aplicar la antorcha. Esta circunstancia imprevista permite a los legionarios saquear el lugar, pero la rápida descomposición de los cadáveres expuestos al sol provoca epidemias. Por esta causa las autoridades romanas prefieren el holocausto y lo fomentan, aunque suponga una merma para sus ingresos. Como y o tampoco deseo entrar en combate, acepto la proposición, pero si me separo del cuerpo expedicionario y me quedo solo en esta tierra hostil, ¿adónde iré? La región, según he podido saber, está infestada de bandidos y salteadores, así como de personas que, aun no siéndolo de profesión, no desaprovechan la oportunidad, cuando se presenta, de robar y matar a quien encuentran en condiciones de inferioridad. El más renombrado de estos bandidos es uno llamado Teo Balas, famoso por su crueldad y sus costumbres sanguinarias. A los hombres les da muerte a espada; a las mujeres las cuelga de los tobillos cabeza abajo para cortarles los pechos, y tiene predilección por beber la sangre de los niños. A este monstruo lo vienen persiguiendo las autoridades judías y romanas desde hace años aunque en vano, porque nadie conoce su paradero ni su apariencia, pues quienes lo han visto no han vivido para identificarlo. Capítulo II La benevolencia de los dioses, Fabio, no abandona ni siquiera a quienes, como yo, dudan de su existencia. Al atardecer del quinto día, y a menos de una jornada de nuestro destino, nos cruzamos con un tribuno que, procedente de Cesarea y con una pequeña escolta de seis hombres, se dirige a realizar un trámite en una pequeña aldea del norte. Le expongo mi situación y accede a que le acompañe, pues prevé que el asunto no le ocupará más de un día, tras lo cual regresará a Cesarea, donde reside el procurador de Judea, el cual tomará las disposiciones necesarias para mi regreso a Roma o el traslado a otro lugar, si persisto en el propósito de mi viaje. Acepto agradecido y me despido de Liviano Malio, a quien deseo suerte en su misión y feliz regreso a Siria.

Él también me desea suerte e impulsivamente me abraza y me dice al oído que no me fíe de nadie, ni judío ni romano. Luego ordena a los soldados reemprender la marcha y y o me pongo en camino en compañía del tribuno y su reducido séquito. El tribuno se llama Apio Pulcro y pertenece, como yo, a una ilustre familia de la orden de caballería. Fue acérrimo partidario de Julio César, pero tras su asesinato se pasó al bando de Bruto y Casio. Más tarde, previendo que esta facción no ganaría la guerra, desertó y se unió a las filas del triunvirato compuesto por Marco Antonio, Augusto y Lépido. Terminada la guerra, y enfrentados Augusto y Marco Antonio, luchó al lado de este último. Después de la derrota de Accio, se ganó el favor de Augusto traicionando a Antonio y revelando el posible paradero secreto de Cleopatra, con la que se vanagloria, a mi modo de ver sin autenticidad, de haber tenido un escarceo amoroso. Con este continuo ir y venir había logrado salvar la vida en repetidas ocasiones, pero no medrar, como había sido en todo momento su propósito. —Todo ha cambiado desde los tiempos de la república —exclamó con amargura al término de su relato—. ¡Qué lejos quedan los tiempos en que Roma pagaba a los traidores! Otros con menos méritos son ahora gobernadores de provincias prósperas, prefectos, magistrados, incluso cónsules. En cambio yo, que tanto he hecho por los unos y por los otros, mírame: oscuro tribuno en esta tierra desprovista de toda amenidad, pobre y, por añadidura, hostil. Pero tú, a la vista de tu situación y de tu aspecto, seguramente habrás sido víctima de una injusticia similar. Le respondí que no, que me encontraba en aquella situación por mi propia voluntad y por mi afán de investigar y de saber. Siempre me he mantenido al margen de la política y sólo en una ocasión, más por razones familiares que personales, me declaré partidario de Lépido, lo cual me valió la animadversión tanto de Augusto como de Marco Antonio, aunque, visto desde otro ángulo, también me puso a salvo de las represalias, pues si no por amigo suy o, cada cual me tenía por enemigo de su rival. Todo lo cual, en definitiva, poca importancia tiene, habiéndome y o mismo impuesto el exilio en los confines del Imperio. —La Historia Natural, a cuyo estudio me he consagrado siguiendo los pasos de Aristóteles y Estrabón, de quienes soy devoto discípulo —concluí—, no tiene fronteras ni sabe de facciones. —Pero esto, por Juno —replicó Apio Pulcro—, no impide que existan las fronteras y dentro de cada frontera, las facciones, de cuyas causas y efectos nadie puede mantenerse al margen, como pronto verás en esta ingrata tierra. Por lo que he podido ir viendo, Apio Pulcro es hombre taciturno y muy escrupuloso en todo lo que concierne a sus obligaciones, que, según él mismo afirma, se reducen a mandar y mantener la disciplina. Si hay autoridad y disciplina, dice, todo lo demás funciona solo. Si no, nada funciona, aunque se le ponga empeño. Roma es el mejor ejemplo de esta máxima; y la tierra que en estos momentos atravesamos, también, pero en sentido contrario. Apio Pulcro lleva sus convicciones a la práctica con un rigor que al principio causa espanto. Mantiene sobre sus hombres una vigilancia constante y ni el calor asfixiante ni las dificultades del terreno disminuyen el nivel de su exigencia. Durante el primer día de marcha, condenó a recibir cincuenta latigazos a un soldado que se había rezagado para ajustarse la correa de la sandalia; a otro, que dejó caer el venablo al tropezar con una roca, dispuso que le cortaran un brazo; a un tercero, que protestó porque su ración de comida estaba agusanada, le impuso la pena de muerte por decapitación. Estas sentencias terribles las pronunció del modo más ligero, como si fueran lo más natural.

Y y o pensé que lo eran al ver que los soldados, incluso aquellos sobre quienes habían recaído, las aceptaban con una resignación ray ana en la apatía. Aquella noche, una vez establecido el campamento, vi que los castigados acudían a la tienda del tribuno. Cuando la abandonaron para reunirse con sus compañeros, entré y encontré a Apio Pulcro contando unas monedas. Me invita a sentarme y dice: —Para impedir que se relaje la moral de los soldados hay que hacer gala de severidad. De este modo mantienen el sentido del deber y de la jerarquía. Pero si los culpables reconocen su error y prometen no volverlo a cometer, nada impide que se les extienda la magnanimidad propia de un oficial del ejército romano, ni que ellos muestren su gratitud mediante un donativo. En días sucesivos se repitieron los implacables castigos y su posterior conmutación, lo cual tranquilizó un poco mi ánimo conturbado. Capítulo III Palestina está dividida en cuatro partes: Idumea, Judea, Samaria y Galilea. Al otro lado del río Jordán, en la parte que limita con Siria, se encuentra la Perea, que según algunos también es parte de Palestina. En conjunto es tierra fragosa y mezquina. No así la Galilea, donde la Naturaleza se muestra más amable: el terreno es menos accidentado, no escasea el agua y las montañas cierran el paso al viento abrasador que hace estéril y triste la vecina región. Aquí crecen olivos, higueras y viñas y en los lugares habitados se ven huertos y jardines. Entre la población predominan los judíos, pero al ser tierra rica no faltan fenicios, árabes e incluso griegos. Su presencia, según Apio Pulcro, hace la vida soportable, porque no hay peor gente en el mundo que los judíos. Aunque su cultura es antigua y el país se encuentra en medio de grandes civilizaciones, los judíos siempre han vivido de espaldas a sus vecinos, hacia los que profesan una abierta inquina y a quienes atacarían de inmediato si no estuvieran en franca inferioridad de condiciones. Rudos, fieros, desconfiados, cerrados a la lógica, refractarios a cualquier influencia, andan enzarzados en perpetua guerra, unas veces contra enemigos externos, otras entre sí y siempre contra Roma, pues, a diferencia de las demás provincias y reinos del Imperio, se niegan a aceptar la dominación romana y rechazan los beneficios que ésta comporta, a saber, la paz, la prosperidad y la justicia. Y esto no por un sentimiento indomable de independencia, como ocurre con los bretones y otros bárbaros, sino por motivos estrictamente religiosos. Por extraño y cicatero que parezca, los judíos creen en un solo dios, al que ellos llaman Yahvé. Antiguamente creían que este dios era superior a los dioses de otros pueblos, por lo que se lanzaban a las empresas militares más disparatadas, convencidos de que la protección de su divinidad les daría siempre la victoria. De este modo sufrieron cautiverio en Egipto y en Babilonia en repetidas ocasiones. Si estuvieran en su sano juicio, comprenderían la inutilidad del empeño y el error en que se funda, pero lejos de ello, han llegado al convencimiento de que su dios no sólo es el mejor, sino el único que existe. Como tal, no ha de imponer a ningún otro dios ni su fuerza ni su razón y, en consecuencia, obra según su capricho o, como dicen los judíos, según su sentido de la justicia, que es implacable con quienes creen en él, le adoran y le sirven, y muy laxo con quienes ignoran o niegan su existencia, le atacan y se burlan de él en sus barbas. Cada vez que la suerte les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado, bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias: no matar, no robar, etcétera. Pero andando el tiempo, a su dios le entró una verdadera manía legislativa y en la actualidad el cuerpo jurídico constituy e un galimatías tan inextricable y minucioso que es imposible no incurrir en falta continuamente.

Debido a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales. Sí son, comparados con otras gentes, más morigerados en sus costumbres. Rechazan muchos alimentos, reprueban el abuso del vino y las sustancias tóxicas y, por raro que suene, no son proclives a darse por el culo, ni siquiera entre amigos. Hasta hace unos años, las cuatro partes de Palestina estuvieron unidas bajo un solo rey, hombre admirable y decidido partidario de Roma, pero a su muerte estallaron conflictos sucesorios y Augusto, para evitar enfrentamientos, dividió el país entre los tres hijos del difunto. Al que correspondió esta parte de Palestina se llama Antipas, pero al acceder al poder unió a su nombre el de su ilustre padre, por lo cual se hace llamar Herodes Antipas. Es, a juicio de mi informante, un individuo astuto, pero de carácter débil, por lo que se ve precisado a recurrir constantemente a las autoridades romanas para hacerse respetar por su pueblo. De este modo lo mantiene a raya, pero a costa de una impopularidad que va en aumento a medida que pasan los años. Con el pretexto más nimio podría producirse un levantamiento y, de hecho, raro es el mes en que no surge un foco de rebelión, como el que motivó la intervención de Liviano Malio y los legionarios en cuy a compañía he viajado hasta ahora. Por fortuna, estos disturbios son aislados, efímeros y fáciles de sofocar, ya que es difícil que los judíos se pongan de acuerdo y unan sus esfuerzos. Los partidarios más acérrimos de la rebelión son los sacerdotes, que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, pero su misma condición de sacerdotes los hace de natural holgazanes, acomodaticios y propensos a estar a bien con el poder. Aun así, caldean los ánimos con sus discursos y de cuando en cuando prometen la venida de un enviado de Dios que conducirá al pueblo judío a la victoria definitiva sobre sus enemigos ancestrales. Esta profecía, común a todos los pueblos bárbaros oprimidos, ha calado hondo en esta tierra levantisca, por lo que a menudo aparecen impostores que se arrogan el título de Mesías, como aquí llaman al presunto salvador de la patria. Con éstos Roma actúa de modo expeditivo. Entretenidos con la conversación, la caza de algún animal silvestre, como tórtolas o conejos, y las pequeñas anécdotas de la vida castrense, llegamos al atardecer del segundo día a nuestro destino: una pequeña ciudad situada en lo alto de una colina, desde la que se divisa un hermoso paisaje. Es conocida por sus manantiales de aguas medicinales, a las que me propongo recurrir para acabar con las manifestaciones de mi indisposición, que todavía me ocasiona dolores intermitentes, por no hablar de turbación y sobresalto, pues une a lo estruendoso lo impredecible. Como la ciudad carece de presencia romana en tiempo de paz, fuimos atendidos por la máxima autoridad local: un digno y virtuoso sacerdote llamado Anano, el cual, tras pronunciar unas escuetas frases de bienvenida, se ocupó de nuestro alojamiento. Apio Pulcro y los soldados se alojan en las dependencias del Templo destinadas a huéspedes gentiles, es decir, impíos a juicio de quienes practican la religión judía. A mí, y tras breve consulta con las mujeres de la limpieza, me envían a casa de una anciana viuda donde según dicen sobra una alcoba. La mujer a cuya casa soy conducido es una arpía desdentada, sorda y casi ciega. Nada de esto le impide preguntar en tono desabrido cómo pagaré el hospedaje y la manutención. La mujer de la limpieza entabla una negociación en la que no participo y la cuestión queda resuelta no sé cómo. A solas con la viuda, ésta me muestra un aposento diminuto, ventilado por una tronera, en uno de cuy os rincones hay un montón de paja que hará las veces de lecho. Junto a la alcoba hay una letrina y en el patio, un pozo. Por el patio deambulan dos cabras. La viuda me dice que vendiendo leche y queso vive con modesta holgura.

Acostumbrado a cosas peores, y como sólo he de permanecer aquí una noche, el arreglo me parece satisfactorio. Por lo demás, en mi situación, nada puedo exigir. En tierra extraña, impecune y sin amigos, dependo de la benevolencia ajena. Con todo, acudo de nuevo al Templo con la intención de pedir algo de dinero a Apio Pulcro hasta tanto no pueda recurrir a mis parientes en Roma. Me dicen que en este preciso momento está reunido con el sumo sacerdote Anano y el resto del gobierno local, aquí llamado el Sanedrín, para solventar el asunto que le ha traído a esta ciudad. Concluida la reunión, le abordo y le expongo mi petición. Responde que nunca presta dinero por parecerle ésta una transacción indigna de un hombre de su alcurnia. Si necesito dinero, puedo acudir a los prestamistas locales, ya que a los judíos no les importa rebajarse a practicar la usura. Le digo que no tengo nada que pignorar. —En tal caso —responde alegremente—, habrá que esperar tiempos mejores. De momento, como se suele decir, carpe diem. Es hora de cenar y me han recomendado una taberna no lejos de aquí. Buen cordero, sabrosos pescados y un vino excelente. Acompáñame si gustas, Pomponio, y durante la cena te contaré la causa de que estemos en este lugar, si tienes interés en saberlo. Acepto de buen grado la propuesta, que me complace por partida doble. Desgraciadamente, sólo puedo colmar una de mis dos expectativas, pues sentados a la mesa Apio Pulcro pide comida sólo para él. Mientras la deglute con voracidad, dice: —Vivía en esta ciudad un hombre principal a quien por sus riquezas y liberalidad todo el mundo llamaba el rico Epulón. Hablo en pretérito imperfecto de indicativo, porque hace dos días fue asesinado por un artesano de la localidad que trabajaba para él y con quien había tenido tiempo atrás una agria disputa en el curso de la cual se le oyó proferir amenazas. El sospechoso fue aprehendido y el Sanedrín lo condenó a muerte. Interrumpe el relato, da un trago a la jarra de vino, emite un prolongado suspiro de satisfacción, que Hipócrates denomina eructus magnus, y prosigue su relato diciendo: —Como y a sabes, los judíos gozan de amplia autonomía en todos los terrenos, incluido el judicial. Sus tribunales pueden dictar sentencias de muerte. Pero después de la división del reino y por disposición expresa del divino Augusto, sólo el procurador romano o quien éste delegue pueden hacer que se ejecute la sentencia, o conmutarla, si lo estiman oportuno, por otra de prisión o destierro, e incluso absolver al reo. Se trata de una medida destinada a paliar la extrema severidad de la ley mosaica, que prevé lapidar a todo el mundo por la causa más trivial. » En el caso presente, los hechos están claros, de modo que sólo me restaría supervisar la correcta ejecución del culpable. Por desgracia, pocas veces en este maldito país las acciones se ven libres de connotación política, y ésta no es excepción.

Existe una rebelión, unas veces larvada, otras, activa, y no debemos desaprovechar ninguna ocasión de demostrar la firmeza de nuestra autoridad. Por este motivo el procurador ha dispuesto que esta ejecución revista caracteres de ejemplaridad. Esto significa que no podemos recurrir a la decapitación, que es un método limpio, rápido y discreto, siendo preferible la crucifixión. El problema estriba en que la ciudad no dispone de ninguna cruz, por lo que hemos tenido que encargársela al carpintero, y se da la incómoda circunstancia de que el carpintero es precisamente el reo que hemos de ajusticiar. —Por Júpiter, no debe de estar contento con el encargo ni mostrará celo en cumplirlo —digo. —Ése es mi temor —dice Apio Pulcro—. Aunque para evitar demoras injustificadas le hemos amenazado con ejecutar también al resto de su familia si no la tiene lista para mañana al atardecer. Si todo sale como está previsto, podemos crucificarlo a la puesta del sol, dejando un pequeño retén de guardia para evitar que alguien lo descuelgue. Y pasado mañana, cumplida nuestra misión, regresar a Cesarea. Hasta entonces, rebus sic stantibus, ocuparemos nuestro tiempo como mejor nos parezca. Yo, por ejemplo, me voy a dormir. Y con estas palabras nos despedimos y nos fuimos a nuestros respectivos alojamientos.

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